Al principio, John Allan estaba mucho tiempo fuera y viajaba. Pero cuando regresaba, retumbaba a través de la casa mañana y noche y recitaba exhortaciones para Edgar.
—¡Debes hacer oír tu voz, muchacho! No ir por allí murmurando como una maldita niña.
John Allan le enseñaría «modales escoceses».
Dicción.
Obediencia.
Debía guardar silencio cuando tenían invitados y responder alto y claro cuando le preguntaran algo. Una mañana se le ocurrió a John Allan que Edgar precisaba ejercicios físicos. Así pues, diseñó un gran programa de ejercicios para él: salto de longitud, carreras y tiro con arco.
Una tarde en que Edgar estaba en el enorme jardín entrenándose en salto de longitud, descubrió entre los magnolios el rostro de un chico pálido y pequeño. El muchacho lo miraba casi escondido desde detrás de un tronco. Edgar miró a su alrededor, pero no vio ningún esclavo, nadie que pudiese aclararle qué hacía esa criatura en su jardín.
Se aproximó con calma al tronco.
—¿Qué haces aquí? —preguntó.
El rostro del muchacho era blanco como la tiza y arrugado como el de un viejo; su cuerpo, delgado y nervudo. Pese a que era muy desagradable, había algo en él que hizo que Edgar se acercase más.
—Yo vivo aquí. En el sótano. Con mi madre. Es una chica de servicio.
—¿Daisy?
El muchacho sonrió con tristeza.
—Sí,
sah
—dijo.
Edgar se había acostumbrado a que los esclavos lo tratasen de «sir», pero la pronunciación del muchacho era graciosa: con una «a» larga y sonora. No pudo dejar de sonreír.
El chiquillo lo miró de frente y preguntó:
—¿Está muerta tu verdadera madre?
—¿Quién te lo ha dicho?
El chiquillo se encogió de hombros.
—¿Sabías que los que mueren antes que sus hijos no entran en el Cielo?
Edgar vio el rostro de su madre frente a sí.
—¿Qué quieres decir?
—No entran.
—¿No entran?
—No. Van y vienen por delante de las puertas de Cielo y no entran.
Edgar apretó el puño, la ira le subió a la garganta como un golpe de vómito. Dio un paso hacia el muchacho, pero se detuvo: sintió el desvanecimiento como una cosquilla bajo la frente. Primero estiró la mano para aguantarse contra el árbol; luego, cayó cuan largo era. Lo último que recuerda es que vio la cara del muchacho desde el césped y reconoció su sonrisa oscura.
Se despertó en su cuarto, en la cama. Fanny, su madre adoptiva, estaba sentada sobre el borde.
—Niño mío —dijo, y lo besó.
Edgar miró en torno.
—¿Por qué estoy aquí acostado?
—Daisy dio contigo en el jardín. ¿Qué fue lo que sucedió?
Edgar se enderezó y miró a través de la ventana.
—Nada —dijo—. Tropecé, eso es todo.
A la mañana siguiente se encontró nuevamente con el chiquillo bajo el árbol florecido de magnolias. Se sentó a su lado.
—¿Qué estás leyendo? —preguntó.
El chico le respondió:
—Sólo miro. No sé leer.
Edgar tomó el libro de sus manos.
Era una edición usada de
Los viajes de Gulliver
.
—¿Quién te dio esto?
—Es de mi madre…, se lo dio el patrón.
—¿John Allan?
—Sí.
Edgar hojeó aquel viejo libro. Una ilustración mostraba un gigante y un hombre pequeño.
Sonrió.
—¿No sabes leer?
—No conozco las letras —dijo el chiquillo.
Edgar abrió el libro en la página del título.
—¿Te enseño?
—¿Perdón,
sah
?
—¿Tienes mal oído? ¿Quieres que te enseñe las letras?
—¿No es difícil?
Edgar rio.
—¿Cómo te llamas en realidad?
—Me llamo Samuel.
Samuel era hijo de una mujer negra, pero su piel parecía la de un fantasma y su cabello carecía de color. Los otros esclavos no permitían que los acompañase a trabajar. Fanny decía que eran supersticiosos. Samuel no era negro, tampoco blanco. Era otra cosa, y eso inquietaba a los hombres y los hacía escuchar con atención las historias del viejo Jakes sobre los espíritus africanos que viajaban entre el reino de los vivos y el de los muertos. Por lo general, Samuel se sentaba bajo los árboles y miraba mientras los hombres trabajaban, o bien hojeaba el libro de John Allan. Cada vez que Edgar se le aproximaba, su pequeño cuerpo daba un salto y corría a encontrarlo, toda su cara una sonrisa.
—¿Puedes enseñarme más letras hoy,
sah
?
Aprendía rápido y escuchaba a Edgar con ojos que brillaban frente a las páginas del libro.
Pasadas unas pocas semanas leía oraciones. Un par de meses después ya había empezado con
Los viajes de Gulliver
.
Durante varios años ambos jugaron secretamente en el jardín. Jugaban a dar saltos de longitud e inventaban lenguas secretas y criptogramas simples que Edgar diseñaba en su cama por las noches, cuando no podía dormir. Cazaban animales en el bosque, y una vez le dispararon a un gato montés con la escopeta de caza de John Allan. El animal explotó en pedazos bajo los proyectiles y los intestinos quedaron colgando de los árboles encima de ellos, como largas larvas. Cuando John Allan se enteró de que Edgar había tomado prestada su escopeta, le dijo:
—¡Si vuelvo a descubrir algo parecido, te vas de esta casa! ¿Oyes lo que te digo, pequeño sinvergüenza?
Desde su habitación, Edgar escuchaba cómo discutían sus padres adoptivos.
—No tiene modales —siseaba John Allan.
—Eso es precisamente lo que trato de enseñarle —contestaba Fanny, sumisa.
—Es inútil. Está en la sangre. Es sangre de actores. Sangre de vagabundos.
—Es sólo un niño —decía Fanny.
—Si dejas que la mala hierba crezca libremente, perjudica a los frutos —respondió entonces John Allan.
Edgar llevó a Samuel a una cueva en el bosque y le mostró el sobre con el mechón de Eliza, que llevaba siempre en un bolsillo de la chaqueta.
Cuando empezó a escribir, Samuel quería leer todo lo que había escrito en su cuaderno.
—Por favor,
sah
. ¿Puedes mostrarme algo de lo que has escrito?
Edgar dejó que leyese alguna de sus historias.
Le encantaron.
Cuanto más siniestras eran, más le gustaban.
—¿No puedes mostrarme una historia de miedo,
sah
? ¡Por favor!
Edgar escribió una historia en la que un muchacho se convierte en un autor famoso después de hurtar notas de su padre, y otra sobre un terrateniente al que uno de sus criados encierra en el sótano. «Dulce es la venganza». Escribió sobre un incendio fatal en un teatro. Samuel estaba seguro de que el texto se iba a convertir en realidad y de que el teatro de Richmond desaparecería en cualquier momento entre las llamas.
Edgar se rio.
—Tú eres un poco rarito, ¿sabes?
Samuel asintió con la cabeza.
—Seguramente tengas razón,
sah
.
Pero Edgar percibió en su mirada la verdadera naturaleza de su obsesión.
Cuando Edgar se fue a estudiar a la Universidad de Virginia, estaba lleno de sentimientos encontrados. Extrañaría Richmond y a Samuel, pero no podía evitar sentirse alegre en el coche que lo llevaba a Charlottesville.
En la universidad aprendería, estudiaría, superaría exámenes, escribiría poemas y relatos, y al final regresaría a Richmond, dueño de sí mismo. Sin hacer un solo gesto, depositaría las impecables hojas de examen —rebosantes de las mejores calificaciones de su curso— en la mesa frente a John Allan y sonreiría hasta reducir a esa ave rapaz.
Cuando se sentó para su primera lección, sintió, como un joven Hamlet, que el conocimiento iba a transformarlo. Ser estudiante significaba que la transformación ya había comenzado, cada uno de los libros iba a cambiarlo. La vida como estudiante también le permitió escribir poesía. Se despertaba temprano por la mañana con largas estrofas en la cabeza, versos sobre paisajes oscurecidos de nubes y mujeres agonizantes. Lloraba mientras los escribía. Era como si los encontrase mientras dormía, como si una nueva voz los hubiese susurrado en su conciencia. Y en poco tiempo escaparía de la piel del viejo Edgar Allan Poe.
La nueva lo estaba esperando.
Sin embargo, la vida de estudiante no duró siquiera un año, y nunca se presentó a un examen final. Ese halcón de John Allan lo había mandado con demasiado poco dinero. No le alcanzaba para comprar libros, ropa. ¡No tenía suficiente ni para vivir! Con tal de ganar lo necesario para costearse la (¡bastante cara!) pensión en el campus empezó a jugar a las cartas durante las noches, y al principio se entusiasmó. Pero después de una lamentable derrota perdió toda la voluntad de ganar. Era como si alguien dentro de él se sentase a la mesa de cartas con un solo pensamiento en la cabeza: ¿cómo puedo hacer para perder lo más posible? ¿Cómo puedo jugarme todo lo que poseo? Este curioso deseo no se aplacó con la voz controlada y serena que le decía que lo que hacía era una locura —una locura absoluta—. No, «eso» no aplacaba su deseo de perder, más bien al contrario: cuanto más trataba de atenuar el deseo de perder, más fuerte era éste. Después de unas semanas renunció totalmente a la esperanza de encontrar una derrota total. Ahora jugaba solamente para perder todo su dinero y para tener la oportunidad de emborracharse hasta perder la conciencia.
—Esta noche perderé todo lo que tengo —declaraba entusiasmado al sentarse a la mesa de juego.
Los otros creían que bromeaba, pero, pasadas unas horas, ya no le quedaba un solo dólar encima.
Con largos tragos vació una botella de whisky. Cuando abrió los ojos, el suelo se movía de un lado al otro con una lentitud que tenía algo de gracioso, era como si una «presencia», un secreto campo de energía, se mostrase frente a él. Edgar se acostó totalmente vestido. Mientras yacía tumbado en la cama, murmuró al cielo raso: «¡Es mejor así! Soy mejor en horizontal». Quizás alguna vez llegase a ser un maestro en acostarse de esa manera.
En Richmond, John Allan se enteró por casualidad del estilo de vida que llevaba. Edgar recibió entonces varias cartas airadas de su padre adoptivo. Aquello no cambió nada. Era como si nada le afectara. En el curso del mes siguiente dobló su deuda de juego; entonces John Allan vino a buscarlo para llevarlo a Moldovia, la nueva casa de la familia. Debía casi dos mil quinientos dólares. Su padre adoptivo cubrió la parte de la deuda que le pareció razonable. Luego dejó claro ante las autoridades de la universidad que Edgar no regresaría.
En el coche de regreso a Richmond, John Allan dijo algo que él nunca olvidó:
—Una cosa es que vivas como un loco y que parezcas un zarrapastroso, eso son sólo nimiedades. Pero otra cosa totalmente distinta es que robes.
—¿Yo robo?
—No trates de hacerte el inocente.
—No lo preciso, sir. «Soy» inocente.
—Torpe, torpe ladronzuelo. ¿Pensabas que no lo descubriría? ¿Creíste que podrías robarme oro y anillos sin ser descubierto? Tranquilo. Muy pronto descubrirás que ser como tú no vale la pena.
Sin embargo, aquellas palabras poco le importaron. Carecía de importancia cómo lo llamase Allan. Sólo más tarde empezó a pensar en qué significaba en realidad aquella acusación.
Edgar trabajó varios meses como ayudante de contabilidad en las oficinas de Ellis & Allans para pagar la deuda que tenía con John Allan. Sentado a su escritorio, miraba los números con la sensación de que ellos le devolvían la mirada. Al cabo de cada hora hacía una cruz en el cuaderno que estaba al lado del escritorio. Pero un día dejó de hacerlo, y esa misma noche retiró el libro diario de las oficinas. Camino a casa lo arrojó tan lejos como pudo sobre el río, donde se alejó flotando como un barco de juguete antes de hundirse. En ese momento tomó la decisión: se había terminado. A partir de entonces sería secretamente todo aquello que decían que era: un vagabundo, un mentiroso, un ladrón y, además, un enemigo de todos en Moldovia.
La excepción era Samuel. El muchacho leyó los nuevos textos de Edgar con la misma concentración intensa de antes. Lo escuchaba con actitud devota. Samuel no podía cansarse de él.
—
Sah
, ¡eres un profeta! —le dijo.
Una tarde, Edgar golpeó la puerta de la biblioteca de John Allan.
Su padre adoptivo estaba sentado en un sillón de cuero con un cigarro en una mano y una gran copa de brandy en la otra. Miraba un periódico sobre la mesa de caoba.
—¿Señor?
John Allan lo miró con expresión muy complacida.
—Siéntate, Ned.
Edgar se sentó en la silla frente a su padre adoptivo, era la primera vez que lo autorizaban a sentarse en este cuarto. La biblioteca era la cueva privada de John Allan, ni Fanny ni Edgar tenían permiso para entrar allí. Una vez que se mudaron a Moldovia, su padre adoptivo la había hecho decorar y amueblar como era propio del hombre más rico de Richmond. John Allan apoyó su mano en la frente de Edgar y lo empujó hacia el asiento mullido.
—¿Un cigarro?
Le ofreció una caja con cigarros.
—No, gracias, sir.
—Me dieron esta caja cuando me nombraron director del Banco de Virginia. Son excelentes.
—No tengo dudas, sir.
—Así es, je, je.
John Allan descargó la ceniza del cigarro con el meñique y observó inquisitivo a Edgar a través del humo.
—Hay algo que deseo hablar con usted, sir.
John Allan sacudió la cabeza.
—Déjame primero preguntarte, querido muchacho. ¿Cómo llevas lo de Ellis & Allan?
Por un momento hubo silencio. Edgar se aclaró la garganta y se adelantó en la silla diciendo:
—No muy bien, sir.
La piel alrededor de la boca y la nariz de John Allan se puso blanca como la leche. Edgar levantó la cabeza.
—He decidido irme de casa.
El hombre se puso en pie con un impulso y fue hacia la estantería, extrajo un libro sobre la nobleza escocesa, lo miró y lo devolvió a su lugar. Estuvo un largo rato inmóvil, de espaldas a Edgar, pero él vio que le temblaban las manos. Cuando John Allan habló, fue como si las palabras saliesen de su boca a través de una trituradora.
—¿Adónde diablos vas a ir? No puedes ni siquiera mantener un puesto como ayudante.
Edgar susurró.
—Aquí o allá seguramente encuentre a alguien con quien pueda entenderme. Merezco eso.
—¿Quieres decir, prestarte la atención que piensas que mereces? —rugió el hombre.