Llegué en el tren hace tres semanas caminé por cuestas y tierras y forcé la vista del paisaje amable. Durante muchos años no me animé a acercarme tanto a ti pero ya era tiempo. Tenía que mirarte a la cara y sabía que tú querrías que finalmente nos volviésemos a reunir. Pero por qué no viniste hacia mí.
Fue una alegría verte aún en las horas más oscuras eras tal como yo quería un caballero aún la mañana en que ella murió estabas tan bello como puede serlo un hombre.
En cuanto te vi de nuevo te amé más que a nadie.
La enterraron tres días después al lado de la Old Dutch Reformed Church hacía frío pero varios siguieron el féretro todo el camino hasta la tumba ante el féretro hiciste un gesto con la mano y sólo yo supe lo que significaba.
Ahora estás en el futuro. Ahora estás renovado.
Día tras día me senté en la choza entre los cerezos y me congelé leía al maestro y esperaba a que vinieses.
Leía a la luz de mi lámpara. Entre las grietas de la choza yo miraba hacia la casa la luz quieta que brillaba contra la ventana; vosotros hacíais luto en una paz desgarradora.
Demonios maestro Poe ¿por qué no vienes a verme?
¿Por qué me destruyes en pedazos?
¿Por qué me roes?
Una noche me desperté estabas sentado en el banco encima de mí no te movías sólo me mirabas quería levantarme y abrazarte pero no me animé. Estuviste ahí sentado bien quieto durante varios minutos mirándome. El vapor de tu aliento congelado me caía encima. Entonces susurraste:
—¿Quieres destruirme?
—No. Maestro. Sólo quiero ayudar.
Entonces escondiste la cara entre las manos y no entendí lo que pensabas.
Dijiste:
—¿Por qué sonríes?
—¿Sonrío?
Una intranquilidad pasó sobre los ojos violetas.
—Me alegro tanto de verte —dije—. Te conozco como si fuésemos hermanos.
Yo no quería que me ayudases.
Entonces te incorporaste y saliste de la choza y cerraste la puerta tras de ti.
Yo escondí mi rostro en la manta.
Apenas cuando en la mañana me fui del lugar entendí el significado de lo que dijiste esa noche. Me volviste la espalda.
Me diste la libertad.
Confías en mí.
Ahora soy libre para seguir mis propios pensamientos.
Me las arreglo solo y no tengo que esperar a tus mensajes.
El maestro me dio su reconocimiento.
Ahora estoy listo para ocuparme de nuevas tareas.
Poe
Fordham
E
stá de pie en la terraza y ve cómo el mundo se vuelve verde. Pasto y árboles de frutas y flores. La primera vez que vino a Fordham con Sissy, estaba todo el jardín florecido. Trata de recordar cuándo fue. Abril, quizá, no está seguro. Hacía calor. Los frutales estaban en flor. Los cerezos eran blancos. No había brisa y por todos lados había tumulto de pájaros. Caminaron toda la cuesta hasta la casita antes de ver al hombre que los esperaba sentado en las escaleras. Era el dueño, John Valentine. Fue muy amable con ellos. Miró varias veces a Sissy con consideración. Acordaron que Edgar podía alquilar la casa por cien dólares al año.
Era tal como lo había pensado. Ni Sissy ni él sabían nada de Fordham. Sissy se enamoró del lugar, le sucedió casi enseguida. Se detuvo en el jardín bajo la sombra pesada de los frutales y miró hacia la sencilla casa.
—Es tan encantadora.
Estaba feliz. «Aquí puedo escribir, descansar de ellos, nadie me encontrará», pensó Edgar.
Por la noche estira el brazo y busca las rodillas de ella. Encuentra un cepillo en la cama. Sus largos cabellos están enredados en las cerdas. Los desenreda con cuidado y los junta en un ovillo. Lo sostiene contra la luz. Las hebras son de color castaño. Tuvo los cabellos largos desde que ella era niña. El color oscuro, como de nube, es como si se escondiese.
Sobre la silla, al lado de la ventana, hay un retrato de Sissy recién pintado. Algo torcido reposa contra el respaldo. Edgar enciende la lámpara.
Al rato se sienta en la cama y mira los finos rasgos que forman su cara.
¿Qué habría hecho sin sus benefactores?
¿Cómo podría haber sobrevivido tanto sin la consideración de estas personas? Dinero para viajar, comida, abrigo, medicinas, láudano, aspirinas —y además— invitaciones a fiestas, palabras de ánimo, trabajos, si bien en su mayoría cortos, salario, alojamiento, un vaso de oporto, libros y libros y libros de referencia y ropa, ¡un par de zapatos nuevos! Ha recibido todo esto de sus muchos benefactores, y piensa que son los mejores ejemplares de la humanidad.
Cuando Sissy yacía acostada en su cama sin poder levantarse, recibieron la visita de Loui Shew varias veces por semana.
—Soy —decía, con una sinceridad que hacía sonrojar a Edgar— una hija de un doctor a quien le gusta pintar y que tiene un corazón para todo el mundo.
Esta dulce e incorruptible filántropa empleaba todo su tiempo libre para visitar a la gente pobre y miserable de Nueva York y sus alrededores, y la primera vez que los visitó en Fordham se fue de la casa con las palabras: «Los ayudaré a superar esto».
No la entendió, le resultaba incomprensible. «No hay nada después de esto», pensaba. Al otro lado de ese largo y desafortunado viaje, no había nada. Pero no lo dijo. Cuando, después, Shew siguió visitándolos, semana tras semana, empezó a comprender lo que ella quería decir. Sus cuidados hicieron las semanas soportables. Loui Shew traía medicinas, frazadas y vino para Sissy desde Greenwich Village.
La señorita Shew ayudó también con el arreglo del funeral, perfumó el cuarto de Sissy y compró para ella un féretro y ropas de lino para el entierro.
La mañana que siguió al fallecimiento, él se sentó en la cama al lado de Sissy y le tomó la mano. Loui Shew llegó y se le acercó trayendo unos materiales para pintar. Se inclinó hacia él y preguntó:
—¿Quieres que le haga un retrato?
—No sé si a ella le hubiese gustado —respondió él.
—Pero tú sí querrías tener su retrato, ¿verdad? —preguntó ella con su mirada inocente.
—Sí —dijo, y soltó la fría mano de Sissy.
Entonces Loui Shew salió para buscar el atril. Él se sentó y miró a su esposa. Cuando se inclinó sobre su cara, le pareció escuchar su voz que le decía: «No temas».
Así comenzó Loui Shew a pintar la acuarela de Sissy.
Edgar está sentado sobre la cama y mira el retrato durante muchas horas, los delgados trazos se mueven débilmente.
Durante la noche, Fordham se cubre de escarcha, un cielo compacto y lila los cubre. Pronto se llevan a Sissy a un mundo de hielo eterno.
Edgar cierra los ojos y observa para sí un paisaje, un arroyo, algunos árboles frutales, pájaros de todos los colores, y un poco más allá, un agujero en la ladera de la montaña de donde surge música. Cuando mira dentro del agujero, descubre un sendero que desciende hacia la oscuridad. Entra en la montaña con pasos cuidadosos. Al poco tiempo, el agujero se hace más amplio y él está frente a un paisaje fértil. Hay un bote de remos en la ribera de un río. Cuando embarca en él, el bote zarpa, como conducido por sí mismo. Al fondo de una península con manzanos, descubre algo fascinante. Un féretro decorado con flores descansa sobre una tarima. Lo que lo hace tan feliz no es la visión del féretro, sino la idea de pureza paradisiaca que percibe de inmediato. Mientras trepa a la tarima ve frente a sí la imagen de Sissy, tal cual estaba cuando Loui Shew la retrató. Entonces todo se oscurece, él cae y, mientras gira hacia abajo en el remolino, piensa: «Esta vez no lograré levantarme de nuevo».
A la mañana siguiente, Loui Shew lo conduce a Nueva York en un carruaje cerrado. Quiere que un médico lo visite.
Edgar tropieza al ingresar al consultorio. Un hombre pálido y de cabellos ralos con un monóculo incrustado en un ojo se inclina sobre él en una silla, le quita la camisa y escucha su pecho repugnante.
Mientras está así a punto de morir, Edgar mira al escuálido médico.
—¿Doctor?
—Señor Poe, está usted en condiciones lamentables.
—Gracias por el cumplido.
—¿Qué?
—Nada —murmura él.
—No. Usted ya no tolera casi nada —dice el médico—. La menor agitación o indigestión puede hacer que enferme nuevamente. De ahora en adelante debe llevar una vida prudente, o le va a ir muy mal, señor Poe. ¿Es capaz de mantenerse totalmente abstemio? Su cuerpo no tolera siquiera un vaso de oporto. Y tampoco medicinas para los nervios…, en todo caso, muy poca cantidad. ¿Comprende?
—Sí. Comprendo.
Lo han puesto a dieta. Para darle más fosfatos, de los que por lo visto tiene muy pocos en el cuerpo después de su agotamiento mental, el médico le hace comer pescado, crustáceos, ostras. Muddy cuece para él pan con levadura Hosford.
Al cabo de unos meses, bajo la continua supervisión de Muddy, se repone, por increíble que parezca. En febrero estaba convencido de que estaba terminado, pero para la primavera se siente tan sano que su muerte casi inminente parece una broma.
Da una charla sobre filosofía, la primera en mucho tiempo.
Con el dinero que recibió del juicio, se compra un traje nuevo en Nueva York. Ese mismo día se presenta en las oficinas del
Mirror
, sólo para mostrarles que no está ni enfermo ni en el manicomio. En la ancha escalera se encuentra a Rufus Griswold.
—¿Cómo estás? Se te ve algo mejor —dice Griswold. Lleva un pañuelo al cuello y parece pálido.
—Magnífico —dice Edgar suavemente—. Me di una cura. Estoy bien. Ahora bebo solamente café y agua, practico salto de longitud y doy largos paseos por el bosque. Es otra vida. He comenzado a pensar en un nuevo trabajo importante. Nunca me he sentido tan sano, estoy mejor, mucho mejor.
Griswold lo mira con asombro.
—Tenemos que encontrarnos —le contesta—. Cenemos juntos. Esta noche. Yo invito. ¿Ostras? ¿Ternera asada? Te lo mereces, después de todo lo que has pasado.
—Sí, hagámoslo —dice Edgar, aunque, de repente, no se siente del todo bien.
Mientras espera sentado fuera de la oficina del redactor del
Mirror
, sus ojos caen sobre un tejón embalsamado que reposa sobre una elegante cómoda de roble.
—Tiene que ser una broma —murmura para sí.
Camina hasta el animal y se inclina para estudiarlo, pero no percibe ningún olor, ni siquiera en la boca del desagradable animalito.
En ese momento, el redactor abre la puerta detrás de él y se oye su voz estentórea:
—Señor Poe. ¡Le echábamos de menos!
Poe
Nueva York
C
uando Edgar entra en el elegante restaurante, Griswold está sentado, esperando. La luz de las velas brilla en los ojos del editor. Cuando llega a la mesa, Griswold se pone de pie, le toma la mano y la estrecha murmurando algo, pero no es posible escuchar lo que dice. El ruido de las copas, los cubiertos y el murmullo de las voces dentro del local se confunden en una música sin sentido.
—Oigo… cosas —dice Griswold.
—¿Perdón?
—Me he enterado de que hiciste una nueva presentación.
Su mirada, que Edgar nunca reconoce, pasa inquisitiva sobre su rostro de la forma amable y descorazonada que es característica de Rufus Griswold.
—Sobre tu exposición…, y escucho cosas maravillosas, Poe. Ovaciones. Admiración.
Delmonico’s está lleno de gente, los comensales se sientan apretados en el tercer piso del restaurante. Las joyas brillan, las copas resuenan. Los camareros sirven platos franceses. El estilo es ciertamente europeo. Clase alta, manteles blancos. Es uno de los restaurantes más caros de Nueva York.
—Estoy en forma —le dice, en voz alta, a Griswold.
Una señora de la mesa vecina le echa una mirada.
Griswold ríe entre dientes, se afloja el pañuelo sobre la garganta.
—Sí, Poe, así parece.
—Es curioso —dice Edgar— lo rápido que una persona puede viajar de un extremo a otro. Ahora estoy aquí sentado. En Delmonico’s. Me turba la fragancia de la cocina. Soy como un niño. He recuperado el apetito y todo me parece poco. Perdices. Chuletas. Pescado. Me gusta todo y quiero todo.
Griswold ríe.
—Nada me hace más feliz. Eso lo sabes.
—De pronto puedo volver a hacer presentaciones. Hace unos meses me aterrorizaba la idea de enfrentarme a un grupo de desconocidos.
—Escucho maravillas —dice Griswold por tercera vez.
—Lo sorprendente es que rara vez me he sentido tan bien.
En ese momento se da cuenta de la fuerza con que sostiene la copa, las puntas de los dedos están blancas sobre la superficie fría.
La suelta, cierra los dedos y, al hacerlo recuerda un episodio de tiro en un campamento militar en West Point, cuando un soldado joven dejó caer su arma al suelo y el proyectil les pasó por entre las piernas; sólo la suerte impidió que alguno resultase herido.
—Es tan extraño para mí —dice.
—¿Qué?
—Estar aquí sentado.
—Te mereces esto.
—Nat Willis dijo que esta ciudad no será nunca civilizada hasta que tengamos una clase de gente con puntos de vista de «incuestionable peso».
—Puntos de vista que nos diferencien de los «ignorantes y maliciosos» —dice Griswold.
—Exacto.
Se observan.
Durante varios minutos, ninguno de ellos dice palabra.
Edgar bebe de su copa con agua.
Griswold carraspea seco.
—Acaba de salir la octava edición de
La poesía y los poetas de Norteamérica
—dice—. He incluido
El Cuervo
en ella.
—Lo sé.
—Creo que es tu mejor poema.
El camarero coloca los medallones de carne en la mesa.
Edgar se inclina un poco hacia delante y aspira el olor de la carne caliente.
—G. P. Putnam editó mi nuevo libro —dice sin ocultar su orgullo.
—¿Cómo se titula?
—
Eureka
.
—Volverá a hablarse de ti.
—Todos admiran el libro, pero no hay un alma en esta ciudad que entienda algo de él.
—Pruébame a mí —dice Griswold, que apoya los codos sobre la mesa—. Mira a ver si entiendo acerca de lo que escribes.
En cuanto Edgar comienza a hablar sobre su obra, siente un optimismo inquietante en su interior, como una construcción extraña.
—La creación —dice.
—¿La creación?
—El principio. La evolución. El fin.