La canción de Troya (63 page)

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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórico, #Bélico

BOOK: La canción de Troya
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—¡No se lo digas! Helena está destinada al hacha, no a su antiguo lugar en el lecho de Menelao.

Me eché a reír.

—¿Te importa que apostemos sobre esto? —le pregunté.

—¿Subiremos por el conducto? —fue mi primera pregunta cuando nos acomodamos para elaborar un plan.

—Tú podrás, pero yo no. Tengo que estar en condiciones de acceder a Helena sin despertar sospechas. Por consiguiente no puedo parecerme a Ulises.

Salió de la habitación pero regresó al instante con un látigo corto y amenazador dividido en cuatro correas rematadas cada una de ellas por un fragmento mellado de bronce. Los miré perplejo a él y al látigo y entonces Ulises se volvió de espaldas y comenzó a despojarse de su blusa.

—Azótame, Diomedes —me ordenó.

Me eché hacia atrás horrorizado.

—¿Te has vuelto loco? ¿Azotarte precisamente a ti? ¡Me es imposible!

Apretó los labios con decisión.

—Entonces cierra los ojos e imagínate que soy Deífobo. Tengo que ser debidamente azotado.

Le pasé el brazo por los hombros desnudos.

—Pídeme cualquier cosa menos ésa. ¿Azotarte a ti, a un rey, como si fueras un esclavo rebelde?

Se rió quedamente y apoyó la mejilla en mi brazo.

—¡Oh, qué importarán algunas cicatrices más en mi flaco pellejo! Debo parecer un esclavo rebelde, Diomedes. ¿Qué mejor que una espalda ensangrentada en un esclavo griego huido? Utiliza el látigo.

—¡No! — respondí negando con la cabeza.

—¡Te digo que uses el látigo, Diomedes! —exclamó con expresión torva.

Lo cogí a regañadientes, enrollé las cuatro tiras en mi mano, hice acopio de todo mi valor y las descargué sobre su piel, en la que se levantaron verdugones morados. Observé cómo se hinchaban con repulsiva fascinación.

—¡Pon algo más de entusiasmo! —me encareció impaciente—. ¡No has vertido sangre!

Cerré los ojos y obedecí sus órdenes. Le propiné diez latigazos en total con aquel infame instrumento y en cada ocasión vi surgir la sangre; y lo dejé marcado para toda su vida como a cualquier esclavo rebelde.

—No te apenes por ello, Diomedes —me dijo dándome un beso—. ¿Para qué necesito un cutis impecable?

Y con una mueca añadió:

—No sienta mal. ¿Tiene mal aspecto?

Asentí en silencio.

Se quitó el faldellín y se movió por la habitación hasta encontrar un pedazo de sucio hilo con el que se cubrió los lomos, se despeinó los cabellos y los tiznó con hollín del trípode de fuego. Juraría que vi brillar sus ojos de pura alegría. Entonces me tendió unas esposas.

—¡Encadéname, tirano argivo! —me ordenó.

Le obedecí por segunda vez, consciente de sentirme herido por el azotamiento en unos aspectos que él nunca experimentaría. Para Ulises aquello sólo significaba un medio para conseguir un fin. Mientras me arrodillaba para sujetar las esposas a sus tobillos, me dijo:

—Una vez me halle dentro de la ciudad me introduciré en la Ciudadela. Viajaremos juntos en el coche de Áyax, es fuerte, estable y silencioso, hasta que lleguemos al bosquecillo próximo a la tone de vigilancia pequeña que se halla en nuestro extremo de la Cortina Occidental. A partir de allí nos separaremos. Yo me infiltraré por la puertecilla de la entrada Escea y haré lo mismo en las puertas de la Ciudadela… utilizaré el pretexto de que deseo ver urgentemente a Polidamante. Creo que su nombre funcionará a la perfección.

—Pero en realidad no irás a ver a Polidamante —dije mientras me erguía.

—No. Me propongo ver a Helena. Imagino que tras su forzado matrimonio se alegrará de ayudarme. Ella sin duda lo sabrá todo acerca de la cripta. Incluso acaso conozca el paradero del santuario donde se halla el Paladión.

Anduvo unos momentos por la sala practicando con su parafernalia.

—¿Y qué haré yo entretanto?

—Tú aguardarás entre los árboles hasta que llegue la medianoche. Entonces subirás por nuestro conducto y matarás a los guardianes de las proximidades de la pequeña torre de vigilancia. Yo me las arreglaré como sea para conducir la imagen hasta la muralla. Cuando oigas esta variedad de cántico de la alondra nocturna… —la silbó en tres ocasiones—, vendrás a ayudarme a pasarla por el conducto.

Dejé a Ulises en el bosquecillo sin ser detectado y me instalé allí para esperar. Cojeando y tambaleándose corrió como enloquecido hacia la puerta Escea, vociferando y arrastrándose entre el polvo; era el ejemplar más lastimoso de ser humano que yo había visto en mi vida. Siempre le encantaba representar a un personaje distinto, pero creo que la identidad por él preferida era la del esclavo huido.

Cuando había transcurrido la mitad de la noche busqué nuestro conducto y lentamente me deslicé por su retorcida y sofocante extensión sin hacer ningún ruido. Al llegar a lo alto descansé y traté de acostumbrarme a la luz de la luna, aguzando los oídos para captar los escasos sonidos que se difundían por el pasillo superior de las murallas. Me encontraba próximo a la torre de vigilancia menor que Ulises había convertido en nuestro punto de encuentro porque estaba muy alejada de otros puntos más custodiados.

Se hallaban de servicio cinco guardianes, despiertos y vigilantes, pero estaban todos en el interior. Me pregunté cómo se organizaba esa gente para permitirse tanta comodidad mientras los bastiones quedaban descuidados. ¡Hubieran durado muy poco en un campamento griego!

Yo vestía un traje de ligero cuero negro compuesto de faldellín y blusón y sostenía una daga entre los dientes y una espada corta en la diestra. Me acerqué a la ventana de la sala de guardia y tosí ruidosamente.

—Ve a ver quién hay fuera, Maios —dijo alguien.

Y el tal Maios salió paseando, una tos no disimulada no es en absoluto alarmante, aunque se oiga sobre los muros más duramente disputados del mundo. Al no ver a nadie se puso en tensión, aunque como era un necio no llamó pidiendo refuerzos. Era evidente que creía estar imaginando cosas y salió con la pica preparada. Cuando hubo pasado por delante de mí me levanté en silencio, lo amordacé con una mano y con la otra utilicé la espada. Acto seguido lo dejé caer quedamente en el camino y lo arrastré a un rincón oscuro.

Al cabo de unos momentos salió otro guardián, sin duda enviado en busca del primero. Le corté el gaznate sin producir el menor sonido; habían caído dos y quedaban tres. Entonces, antes de que los que se hallaban en el interior se sintieran incómodos, me acerqué de nuevo a la ventana e hipé como un borracho. Alguien desde el interior profirió un suspiro de exasperación, otro se abalanzó al exterior con impaciencia. Me abracé a él como si estuviera muy ebrio y, cuando hundí el bronce bajo sus costillas y hasta su corazón, ni siquiera llegó a proferir un gruñido. Lo sostuve erguido y lo arrastré haciendo eses en una danza de borracho, imitando una voz troyana. Lo que atrajo a un cuarto hombre al exterior. Le arrojé el muerto con una seca risotada y, mientras trataba de eludirlo, le hundí un codo de la hoja de mi espada, que lo atravesó de parte a parte. Los dejé caer a ambos en el suelo con un tenue tintineo, como si se hubieran puesto en marcha en la oscuridad. Entonces me asomé sobre el alféizar.

Sólo quedaba el capitán de la torre, que murmuraba enojado entre dientes sentado ante la mesa. El hombre contemplaba una trampilla del suelo en claro dilema. ¿Esperaría a alguien a quien pensaba que debía saludar? Entré sigilosamente en la habitación, me abalancé sobre él por detrás e interrumpí su grito con la mano. Perdió la vida tan rápidamente como los otros y se reunió con ellos en aquel rincón oscuro entre el sendero y la pared de la torre. Luego me senté fuera para aguardar, pues consideré preferible que si aparecía el esperado visitante, no viera a nadie en la sala de guardia.

Poco después Ulises silbó su versión del canto de la alondra nocturna. ¡Qué inteligente era! Si no hubiera pensado en variar el habitual gorjeo acaso algún pájaro auténtico hubiera decidido cantar cerca de la torre de vigilancia. Al ser así no había ningún pájaro auténtico a la vista y también debía yo confiar en que no hubiera ningún visitante porque no podía avisar a Ulises.

Abrí la trampilla de la sala de guardia y descendí por la escalerilla hasta reunirme con Ulises, que me esperaba en el fondo.

—¡Aguarda! —le susurré.

Y salí a dar una visita de inspección. Pero las calles estaban tranquilas, sin lámparas ni antorchas encendidas.

—¡La tengo, Diomedes, pero pesa tanto como Áyax! —me dijo Ulises cuando regresé—. Nos va a costar muchísimo izarla por una escalerilla de veinticinco codos.

El Paladión estaba posado de manera precaria a lomos de un asno, de modo que lo arrastramos con dificultades hasta la cámara situada al pie de la escalera tras ahuyentar a la bestia. Lo contemplé sobrecogido a la luz de la lámpara. ¡Oh, cuan viejo era! Era una forma femenina toscamente reconocible tallada en una madera que había oscurecido con el paso de los eones para resultar hermosa, algo que ciertamente no era. Tenía pies diminutos, juntos y puntiagudos, enormes caderas, una vulva obscena, vientre dilatado, grandes senos y brazos aferrados a sus costados, cabeza redonda y boca en mohín provocador. Y también era enormemente gruesa; más alta que yo y muy pesada. Los puntiagudos pies le hubieran permitido girar como una peonza infantil, pero no podía sostenerse sobre ellos y teníamos que sujetarla nosotros.

—¿Crees que cabrá dentro del conducto, Ulises? —le pregunté.

—Sí. El bulto de su vientre no es mayor que nuestros hombros y es más redonda, al igual que el conducto.

Entonces tuve una brillante idea. Busqué un pedazo de cuerda en la sala y lo encontré en una caja, lo enlacé debajo de sus senos, lo até y dejé un cabo suficientemente largo para poder sujetarlo. Subí la escalera en primer lugar arrastrándola por la cuerda mientras Ulises la sujetaba con una mano por sus enormes y redondas nalgas y con otra por la vulva, y la empujaba desde abajo.

—¿Crees que nos perdonará alguna vez las libertades que hemos de tomarnos? —comenté cuando llegamos a la sala de guardia.

—¡Oh, sí! —respondió mientras se tendía en el suelo junto a ella—. Es la primera Atenea, o sea Palas, y yo le pertenezco.

Bajarla por el conducto fue mucho más sencillo. Ulises no se había equivocado. Su forma redonda avanzaba con mayor facilidad de lo que a mí me era posible con mis anchos hombros y ángulos masculinos. La mantuvimos atada, lo que resultó una ayuda adicional cuando nos encontramos en la llanura. Una vez allí, la arrastramos hacia el bosquecillo donde estaba el carro de cuatro ruedas de Áyax y, con nuestros últimos arrestos, la cargamos en él y nos desplomamos. La media luna se desplazaba hacia poniente, lo que significaba que aún nos quedaba suficiente tiempo para llevarla a casa.

—¡Lo has conseguido, Ulises! —lo elogié.

—Sin ti no me hubiera sido posible, viejo amigo. ¿A cuántos guardias has tenido que matar?

—A cinco. —Bostecé—. Estoy cansado.

—¿Y cómo crees que me siento yo? Por lo menos tú tienes la espalda intacta.

—¡No me hables de eso! Más bien cuéntame qué ha sucedido en la Ciudadela. ¿Viste a Helena?

—Embauqué perfectamente a los guardianes de la entrada y me permitieron entrar en la ciudad. El único guardián que vigilaba el acceso estaba dormido, de modo que recogí mis cadenas y pasé por encima de él con la mayor delicadeza posible. Encontré sola a Helena, pues Deífobo se hallaba ausente en aquellos momentos. Se quedó atónita al encontrarse ante un esclavo sucio y ensangrentado postrado a sus pies, pero en cuanto reparó en mis ojos me reconoció, y al pedirle que me acompañara a la cripta se dispuso a ello al instante. Creo que esperaba a Deífobo, pero nos escapamos y en cuanto logramos encontrar un lugar seguro me ayudó a liberarme de mis grilletes. Acto seguido fuimos a la cripta. — Rió entre dientes—. Imagino que la cripta le resultó muy práctica cuando ella intrigaba con Eneas, porque Helena conocía aquello como la palma de su mano. Una vez estuvimos abajo me acosó a preguntas: ¿Cómo estaba Menelao? ¿Cómo estabas tú? ¿Qué era de Agamenón? Su curiosidad era insaciable.

—Pero ¿y el Paladión? ¿Cómo conseguiste moverlo si sólo contabas con la ayuda de Helena? — le pregunté.

Se agitaron sus hombros a efectos de la risa.

—Mientras yo formulaba las oraciones y pedía autorización a la diosa para trasladarla, Helena desapareció, ¡y al cabo de unos momentos había regresado con el asno! Entonces me condujo por la cripta directamente a la calle que discurre por debajo del muro de la Ciudadela, donde me besó, muy castamente, y me deseó buena suerte.

—¡Pobre Helena! —dije—. Deífobo ha debido influir en ella contra los intereses de Troya.

—Tienes toda la razón, Diomedes.

Agamenón erigió un magnífico altar en la plaza de asambleas y entronizó en su interior al Paladión en una hornacina de oro. Después de lo cual convocó a todos los miembros del ejército que pudieron reunirse en la zona y les explicó cómo la habíamos raptado Ulises y yo. Se le asignó un sacerdote propio, que le ofreció sus víctimas más escogidas. El humo se levantó blanco como la nieve y se dispersó con tal rapidez en el cielo que nos hizo comprender que se sentía complacida en su nuevo hogar. ¡Cómo debía de haber odiado la frialdad y la húmeda oscuridad de su hogar troyano! La sagrada serpiente se deslizó en su recinto, bajo el altar, sin vacilar un instante, y luego asomó la cabeza para lamer su platillo de leche y tragarse su huevo. Una ceremonia impresionante y feliz.

Cuando el ritual hubo concluido, Ulises, el resto de los reyes y yo seguimos a Agamenón a su hogar para celebrar un banquete. Ninguno de nosotros rechazábamos jamás una invitación para comer con el rey de reyes, que contaba sobradamente con los mejores cocineros. Disfrutamos de quesos, olivas, panes, frutos, asados, pescados y dulces almibarados, regado todo ello con generoso vino.

El ambiente era muy animado, las conversaciones estaban adobadas con alegría y chanzas, el vino era excelente. Entonces Menelao hizo acudir al arpista para que cantase y, ya sensibilizados por aquellos momentos, nos instalamos cómodamente a escucharlo. Aún no ha nacido el griego a quien no le agraden los cánticos, los himnos, las baladas de su país; preferíamos escuchar al bardo que acostarnos con mujeres.

El arpista nos obsequió con un poema sobre Heracles. Luego aguardó paciente a que se extinguieran los aplausos demasiado entusiastas. Era un magnífico poeta y un gran músico. Agamenón lo había traído consigo de Áulide hacía diez años, pero procedía originalmente del norte y se decía que descendía del propio Orfeo, el cantor por excelencia.

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