La canción de Troya (61 page)

Read La canción de Troya Online

Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórico, #Bélico

BOOK: La canción de Troya
11.46Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Señor —me dijo—, uno de mis agentes me informa de que Príamo planea otro combate. El ejército troyano estará en nuestras puertas mañana, mucho antes de que amanezca, con la orden de atacar mientras dormimos. ¿No resulta interesante? Una flagrante violación de las leyes que rigen la guerra. Apuesto a que ha sido idea de Eneas.

—¡Vamos, Ulises! — exclamó Menesteo inesperadamente con un burlón resoplido—. ¿Qué es eso de violar las leyes que rigen la guerra? ¡Tú llevas años haciéndolo!

—Sí, pero ellos no se lo permitían —repuso Ulises con una mueca.

—Lo hicieran o no, ahora se lo permiten, Menesteo —dije—. Ulises, tienes mi autorización para utilizar todos los medios que puedas urdir para meternos tras las murallas de Troya.

—La muerte por hambre —repuso prontamente.

—Menos eso —le respondí.

Nos preparamos entre las sombras mucho antes de que la oscuridad comenzara a disiparse, por lo que Eneas descubrió que se había retrasado. Dirigí yo mismo el asalto y los hicimos pedazos, demostrándoles de qué éramos capaces sin Aquiles ni Áyax. Los troyanos, ya intranquilos porque no podía resultarles cómodo el engaño de Eneas, fueron presa del pánico cuando caímos sobre ellos. Nos bastó seguirlos para exterminarlos a cientos.

Filoctetes utilizaba las flechas de Heracles con efecto devastador. Había adoptado un sistema por el que sus hombres corrían para dar alcance a sus víctimas, extraían sus preciosas flechas y, tras limpiarlas, las devolvían al raído y viejo carcaj.

Los que lograron huir regresaron a la ciudad y la puerta Escea se cerró ante nuestras narices. La lucha había sido muy breve. Resultamos victoriosos con cadáveres troyanos sembrados por doquier poco después de que el sol hubiera aparecido, la última flor de Troya había caído en el polvo.

Idomeneo y Meriones montaron en su carro seguidos de cerca por Menelao y todos los demás, que giraron sus vehículos formando un círculo para escudriñar el campo y cambiar impresiones sobre la batalla.

—Las flechas de Heracles sin duda poseen magia cuando tú las disparas, Filoctetes —le dije.

Me respondió con una sonrisa.

—Reconozco que disfrutan más con esta función que cuando derribaban ciervos, Agamenón. Pero cuando mis hombres hagan recuento de ellas echaran de menos tres.

Observó a Automedonte, que había capitaneado perfectamente a los mirmidones.

—Tengo buenas noticias para que las transmitas a tus hombres, Automedonte.

Aquello nos dejó a todos fascinados.

—¿Buenas noticias? —repitió Automedonte.

—¡Desde luego! Comprometí a Paris en un duelo. Uno de los soldados me lo señaló, de modo que lo seguí con sigilo hasta acorralarlo. Entonces alardeé de mis proezas como arquero y me burlé desagradablemente de su afeminado arquito. Puesto que no me distinguía de cualquier mercenario asirio, se tragó el anzuelo y aceptó mi desafío. Solté mi primera flecha muy desviada para despertar su interés. Aunque debo reconocer su excelente vista, pues si yo no me hubiera cubierto rápidamente con el escudo, su primer proyectil me hubiera alcanzado de pleno. Entonces fui a por él. La primera flecha le inmovilizó la mano que sostenía el arco, la segunda le acertó en su talón derecho, pensé que a modo de compensación por Aquiles, y la tercera le atravesó el ojo derecho. Ninguna de ellas era mortal para fulminarlo inmediatamente, pero más que suficientes para asegurarse de que antes o después moriría. Pedí al dios que guiara mi mano para hacerlo perecer lentamente.

Dio una palmada en el hombro de Menelao y se echó a reír.

—Menelao lo siguió desde el campo pero a pesar de sus heridas era demasiado resbaladizo, demasiado para nuestro indignado y maduro pelirrojo.

Por entonces todos reíamos. Envié heraldos a difundir entre el ejército la noticia de que el asesino de Aquiles era hombre muerto. Habíamos visto por última vez al seductor Paris.

Capítulo Treinta
(Narrado por Helena)

L
a mayor parte del tiempo vivía aislada de los demás. ¡Cómo se hubiera reído mi prima Penélope! El tiempo pendía tan densamente en mis manos que me había dedicado a tejer. Ahora comprendía la afición de las esposas desatendidas. Paris prácticamente nunca acudía a buscarme, como tampoco Eneas.

Desde la muerte de Héctor el ambiente del palacio se había alterado y empeorado. Hécuba estaba de tal modo obsesionada que le reprochaba sin cesar a Príamo no haber sido su primera esposa. El hombre protestaba, desconcertado y disgustado, alegando que la había convertido en su esposa principal, ¡en la reina!; tras lo cual ella se ponía en cuclillas y aullaba como un perro viejo. ¡Estaba absolutamente loca! Pero por lo menos ya comprendía de dónde procedía la insania de Casandra.

Aquél era un lugar desesperadamente infeliz. Andrómaca, viuda de Héctor y que por consiguiente había perdido su anterior condición, se comportaba asimismo como una sombra. En su momento habían circulado rumores acerca de que ella y Héctor se habían peleado duramente poco antes de que él saliera de Troya para librar su última batalla, y que Andrómaca había sido la culpable de la discusión. Héctor le había rogado que lo mirase, que se despidiese de él, pero ella había seguido en el lecho dándole la espalda. Yo creía esa historia, pues ella tenía esa mirada fantasmal de terrible dolor e infinitos remordimientos que sólo suele ser propia de una mujer culpable que ama terriblemente. Tampoco lograba mostrar ningún interés por su hijo Astiánax, al que había entregado a los hombres para que lo educaran en el momento en que Héctor fue enterrado.

Los restos del mundo de Príamo se desintegraron cuando Troilo sucumbió ante Aquiles. Y ni siquiera la muerte de éste logró arrancarlo de su profunda desesperación. Yo estaba al corriente de los chismes que circulaban por la Ciudadela: que Eneas se había abstenido intencionadamente de prestar ayuda a Troilo porque Príamo lo había insultado durante la asamblea en la que designó a su hijo como huevo heredero. Al igual que con la de Andrómaca, yo creía esta historia. Eneas no era hombre que permitiera que le insultaran.

Entonces Eneas propuso dirigir un asalto por sorpresa al campamento griego y Príamo, sumiso, accedió.

Nada podía contener las lenguas que se movían, como tampoco podía hacerse nada. Eneas era todo cuanto nos quedaba. Aunque Príamo no había renunciado por completo y había designado heredero a Deífobo, aquel verraco salvaje. Era un acto de desafío que no causó impresión en el querido Eneas, muy seguro de sí mismo en aquellos tiempos.

Observé largamente el rostro moreno del dárdano porque sabía el fuego que ardía bajo su frío exterior. Conocía los extremos a los que podía conducirle su ambición ilimitada. Como un río de lava que se desplaza con lentitud, Eneas avanzaba inexorable hacia adelante eliminando a sus enemigos uno tras otro.

Cuando pidió autorización para atacar el campamento griego era consciente de lo que le pedía al rey: renunciar a las leyes de los dioses. Y sólo yo comprendí el inmenso triunfo del dárdano cuando Príamo consintió en ello. Por fin había conseguido sumergir a Troya hasta su mismo nivel.

El día del ataque me encerré en mis aposentos y me tapé los oídos con algodón para amortiguar el estrépito y los gritos. Tejía un paño de fina lana con un dibujo complicado en el que utilizaba muchos colores; a base de absoluta concentración conseguí olvidar que se estaba librando una batalla. ¡Y también a Penélope, la del rostro de telaraña, esposa de un pelirrojo de piernas arqueadas, sin honor y con pocos escrúpulos! Estaba dispuesta a apostar que ella nunca había tejido algo la mitad de fino. Conociéndola, probablemente se dedicaba a tejer sudarios.

—¡Santurrona! ¡Vaca criticona!

Murmuraba entre dientes con ferocidad mientras el vello de los brazos se me erizaba como si me estuviera observando alguien desde su tumba. ¿Habría muerto Penélope, la del rostro de telaraña? No podía imaginar tanta ventura.

Pero cuando levanté la cabeza me encontré con Paris, que me observaba aferrándose al marco de la puerta y que abría y cerraba la boca en profundo silencio. ¿Paris? ¿Paris empapado en sangre? ¿Paris con dos codos de una flecha asomando por un ojo?

Al quitarme el algodón de los oídos el ruido se precipitó por ellos como las ménades por la ladera de una montaña empeñadas en acabar con alguien. Paris me miraba con su único ojo hábil, en el que brillaba la luz de la locura mientras de su boca surgían atropelladamente palabras que me resultaban incomprensibles.

Al mirarlo mi impresión se disipó y me eché a reír de tal modo que me dejé caer en un diván y chillé sin poder contenerme. ¡Aquello lo hizo caer de rodillas! Se arrastró con la mano derecha dejando un reguero escarlata sobre el suelo blanco. La flecha que asomaba de su ojo derecho oscilaba tan ridiculamente que redoblé mis carcajadas. El hombre se me acercó para abrazarse a mis piernas con su brazo útil y me ensangrentó todo el vestido. Lo aparté asqueada de una patada y lo dejé tendido en el suelo. Entonces corrí hacia la puerta.

Me encontré a Heleno y a Deífobo juntos en el gran patio, ambos vestidos aún con su armadura. Al ver que ninguno de ellos reparaba en mí toqué a Heleno en el brazo, por nada del mundo me hubiera aproximado a Deífobo.

—Hemos perdido —dijo Heleno, fatigado—. Nos estaban esperando.

Se le llenaron los ojos de lágrimas.

—¡Hemos quebrantado la ley! ¡Estamos malditos!

Me encogí de hombros.

—¿Y a mí qué me importa? No he venido en busca de noticias de vuestra necia batalla… Cualquiera podría adivinar que habéis perdido. He venido en busca de ayuda.

—Lo que quieras, Helena —dijo Deífobo con mirada lasciva.

—Paris está en mis aposentos… Creo que se está muriendo.

Heleno se estremeció.

—¿Paris muriéndose? ¿Paris?

Inicié la marcha.

—Quiero que se lo lleven —dije.

Se reunieron conmigo y acomodaron a Paris en un diván.

—¡Quiero que os lo llevéis, no que lo pongáis cómodo!

Heleno se mostraba horrorizado.

—¡No puedes echarlo, Helena!

—¡Miradme! ¿Qué le debo, aparte de mi ruina? ¡Hace años que me ignora! ¡Durante años ha permitido que me convirtiera en el blanco de todas las malintencionadas brujas de Troya! ¡Sin embargo, cuando por fin me necesita cree encontrarme como la misma idiota chiflada que se llevó de Amidas! ¡Pues bien, no lo soy! ¡Que se muera en cualquier otro lugar! ¡Que expire en brazos de su amor actual!

Paris se había quedado petrificado. Me miraba con su único ojo sano desorbitado de horror y estupefacción.

—¡Helena, Helena! —gimió.

—¡No pronuncies mi nombre!

Heleno le acarició los canosos rizos.

—¿Qué ha sucedido, Paris?

—¡Lo más extraño que puedas imaginarte, Heleno! Un hombre me ha desafiado en duelo a una distancia que sólo Teucro o yo podíamos acertar con precisión. Era un tipo grandote, de barba dorada y aspecto extravagante. Parecía un rey montaraz de Ida. ¡Pero yo no lo conocía, era la primera vez que lo veía! De modo que acepté el desafío convencido de que resultaría vencedor. Mas él me superó en puntería, ¡y luego se rió de mí, tal como hace Helena!

Yo fijaba más mi atención en la flecha que en su lamentable historia. ¡Sin duda habría visto en alguna ocasión una flecha semejante! ¿O habría oído su descripción en alguna canción del arpista de Amidas? Era un larguísimo astil de sauce manchado de carmesí con jugo de bayas, rematado por blancas plumas de ganso teñidas de idéntico color.

—¡El hombre que ha disparado contra ti es Filoctetes! —le dije—. Te has llevado tu merecido, Paris. Tienes una de las flechas de Heracles en la cabeza. Él le entregó su arco y sus flechas a Filoctetes antes de morir. Había oído decir que también él había muerto víctima del veneno de una serpiente, pero es evidente que no eran ciertos tales rumores. Esta flecha perteneció en otros tiempos a Heracles.

Heleno me miraba furioso.

—¡Cállate, harpía cruel! ¿Debes desahogar tu cólera en un moribundo?

—¿Sabes, Heleno? —comenté pensativa—. Eres peor que la chiflada de tu hermana. Por lo menos ella no finge cordura. ¿Querréis retirar ahora a Paris, por favor?

—¡Heleno! —exclamó Paris tirando débilmente de su faldellín—. Llévame al monte Ida, con mi querida Oinone. Ella puede sanarme, ha recibido tal don de Artemisa. ¡Llévame a Oinone!

Me abrí paso entre ellos, ardiente de ira.

—¡No me importa dónde lo llevéis, pero sacadlo de aquí! ¡Llevádselo a Oinone… sí! ¿Acaso no comprende que es hombre muerto? ¡Arráncale la flecha, Heleno, y déjalo morir! ¡Es lo que se merece!

Lo arrastraron hasta el borde del diván y lo dejaron sentado. Deífobo, el más fuerte de los dos, se inclinó para levantarlo, pero Paris no colaboraba con él, pues, cobarde hasta el final, lloraba paralizado de terror. Cuando Deífobo por fin logró erguirse tambaleante con Paris en los brazos, éste dejó caer todo su peso en él.

Heleno acudió en ayuda de Deífobo y, cuando le tendía los brazos, rozó accidentalmente el astil de la flecha. Paris gritó presa del pánico y agitó las manos frenéticamente, con el cuerpo palpitante y agitado. Deífobo perdió el equilibrio y los tres cayeron en desorden al suelo. Percibí un gruñido sofocado y gorgoteante. Luego Heleno se incorporó y ayudó a su hermano Deífobo a levantarse y yo pude ver lo que a ellos les pasaba por alto.

Paris yacía ladeado, semiapoyado entre su espalda y su costado izquierdo, con una pierna retorcida bajo la otra e inerte la mano aplastada. Retorcía los dedos y arqueaba el cuello y la espalda rígidamente. Debía de haberse caído de bruces y debajo de Deífobo, y luego Heleno, al aterrizar sobre ambos, lo había hecho girar de nuevo bruscamente. La flecha estaba ahora partida, las plumas teñidas del extremo y dos codos del astil se hallaban en el suelo junto a él, y de su ojo asomaba el ancho de un dedo de sauce astillado. De la herida manaba un tenue reguero de sangre oscura que formaba un charco en las baldosas de mármol.

Debí de gritar porque ambos se volvieron a mirarlo.

—Está muerto, Deífobo —suspiró Heleno.

Su hermano agitó torpemente la cabeza.

—¿Paris muerto?

Entonces se lo llevaron. Lo único que me recordaba la existencia de mi marido eran las marcas de sus manos en mi falda y las rojas manchas en el purísimo blanco del suelo. Me quedé inmóvil unos instantes y luego fui hacia la ventana y miré por ella sin ver. Permanecí allí hasta que reinó la oscuridad, aunque nunca me ha sido posible recordar en qué estuve pensando aquel día.

Other books

Secrets by Linda Chapman
Find Me Maggie by Beth Yarnall
A Grimm Curse: A Grimm Tales Novella (Volume 3) by Janna Jennings, Erica Crouch
Champion by Jon Kiln
Ross 02 Rock Me by Cherrie Lynn
Burn by Sarah Fine
D.C. Dead by Stuart Woods
Sand and Clay by Sarah Robinson
Others by James Herbert