—¡Por Zeus tonante! —exclamó Diomedes lentamente. Y añadió con escepticismo—: Serán detectados al punto.
—¿Por qué? Te consta que no enviaré a Troya a unos inexpertos. No pareces haber comprendido que mis trescientos hombres tendrán una inteligencia superior, pues los seres problemáticos, temerarios y descontentos son tipos brillantes. Los lerdos no constituyen un peligro en las filas. Ya he estado dentro de Troya y mientras estuve allí memoricé la versión troyana del griego: acento, gramática, vocabulario… Estoy muy dotado para las lenguas.
—Lo sé —repuso Diomedes con sonrisa sincera.
—También descubrí muchas cosas que no le transmití a nuestro querido amigo Agamenón. Antes de que cualquiera de mis espías ponga los pies en Troya sabrá cuanto le sea preciso. A algunos, los que no tengan habilidad para las lenguas, los aleccionaré para que digan que son esclavos que han huido de nuestro campamento. Como no necesitan ocultar su calidad esencial de griegos serán especialmente valiosos. Otros que estén algo más capacitados para las lenguas fingirán ser licios o carios. Y eso es sólo el principio —dije alegremente mientras me ponía las manos tras la cabeza.
Diomedes profirió un prolongado suspiro.
—Agradezco a los dioses que estés de nuestra parte, Ulises. Me preocuparía muchísimo tenerte como enemigo.
Todos los ciudadanos de Troya se encontraban en lo alto de las murallas para ver pasar al gran soberano de Micenas al frente de los miembros de la realeza. Advertí el creciente sonrojo de Agamenón mientras captaba los abucheos y rudas expresiones que el incesante viento troyano transportaba a nuestros oídos y me alegré profundamente de que no llevase consigo al ejército.
Me dolía el cuello de levantar constantemente la cabeza, pero cuando llegamos a la Cortina Occidental la escudriñé cuidadosamente, pues en realidad no la había visto desde el exterior durante mi visita a Troya. Tan sólo por allí era posible asaltar las murallas, aunque incluso Agamenón había abandonado aquella idea cuando las dejamos atrás, pues dada su escasa longitud, cuarenta mil defensores nos arrojarían desde arriba aceite hirviendo, rocas al rojo vivo, carbones encendidos e incluso excrementos.
Cuando Agamenón nos ordenó regresar al campamento tenía una expresión muy preocupada.
No convocó consejo, y transcurrieron los días uno tras otro sin que tomara decisiones ni emprendiera acción alguna. Yo lo dejé sufrir a solas porque tenía cosas más provechosas que hacer que discutir con él. Comencé a reunir a los hombres que deseaba para mi colonia de espías.
Los oficiales al mando no me pusieron trabas; es más, se sintieron muy satisfechos de solucionar su peor problema. Carpinteros y albañiles trabajaron con denuedo en la hondonada para levantar treinta sólidos módulos de piedra y un edificio mayor que sería utilizado como comedor y sala de recreo e instrucción. A medida que llegaban mis reclutas se integraban asimismo en la tarea; desde el momento en que fueron escogidos habían sido mantenidos aislados por una guardia de soldados de ítaca apostados alrededor de la hondonada. En cuanto a los oñciales al mando, suponían que me limitaba a construir una prisión donde me proponía encerrar a todos los delincuentes.
Hacia otoño todo estaba dispuesto. Reuní a mis reclutas en el salón principal del edificio mayor para dirigirme a ellos. Mientras marchaba hacia el estrado me seguían trescientos pares de ojos recelosos, curiosos, desconfiados o aprensivos. Llevaban ya mucho tiempo confinados en aquel lugar y habían llegado a la horrible conclusión de que habían perdido privilegios y que todos eran de la misma clase.
Me instalé en un trono soberano con patas talladas a modo de garras y con Diomedes a mi diestra. Cuando reinó el silencio apoyé las manos en los brazos del sillón y extendí un pie adoptando la postura de un rey.
—Os preguntaréis por qué os he traído aquí y qué va a ser de vosotros. Hasta ahora todo han sido simples conjeturas; a partir de este momento lo sabréis porque voy a decíroslo. En primer lugar, todos vosotros tenéis ciertos rasgos de carácter que os hacen detestables para vuestros superiores. Ninguno de los que os encontráis en esta sala es buen soldado, ya sea porque ponéis en peligro otras vidas o porque transmitís dolores de vientre con vuestras continuas jugarretas o quejas. No deseo que exista ninguna mala interpretación por vuestra parte en cuanto a las razones por las que habéis sido escogidos; ello se debe a que sois profundamente detestados.
Me interrumpí y aguardé haciendo caso omiso de sus rostros sorprendidos, irritados o indignados. Varios de ellos se mostraban especialmente inexpresivos y merecieron mi especial atención, pues aquéllos debían de ser los dotados con habilidad e inteligencia superiores.
Todo había sido dispuesto. Mi guardia ítaca estaba apostada alrededor del edificio. Su jefe, Hakios, un elemento que merecía mi absoluta confianza, había recibido órdenes de matar a cualquiera que apareciese por la puerta antes que yo. A los que decidieran que mis condiciones eran inaceptables no se les permitiría regresar a las filas generales del ejército: tendrían que morir.
—¿Habéis comprendido la magnitud del insulto? —les pregunté—. ¡Insisto en que lo hagáis así! Las mismas cualidades que aborrecen los hombres decentes constituyen vuestra mayor ventaja. Existirán recompensas por servirme; os alojaréis en residencias dignas de príncipes, no realizaréis trabajos manuales y las primeras mujeres que el gran soberano adjudique de los despojos serán para vosotros. Entre vuestros turnos de servicio disfrutaréis de adecuados períodos de descanso. En realidad, constituís un cuerpo de élite bajo mi único mando. Ya no tendréis que responder a vuestros respectivos reyes ni al gran soberano de Micenas, sino tan sólo a mí, Ulises de ítaca.
Seguí explicándoles que el trabajo que requería de ellos era muy peligroso e insólito, y concluí aquel fragmento de mi discurso diciéndoles:
—Algún día vuestra especie será famosa. Las guerras se ganarán o perderán por la clase de función que vais a realizar. Para mí, cada uno de vosotros vale más que mil soldados de infantería, de modo que comprenderéis que es un honor ser escogido. Ahora, antes de ampliaros mis explicaciones, os permitiré comentar este asunto entre vosotros.
Durante un breve espacio de tiempo persistió el silencio, pues estaban tan sorprendidos que les resultaba difícil conversar. Luego, a medida que comenzaron las charlas, observé sus rostros con detenimiento y descubrí que más de una docena decidían hacer caso omiso de mi propuesta. Uno de ellos se levantó y marchó seguido de algunos más; Hakios surgió amenazador tras la puerta abierta sin que se produjera ninguna conmoción en el exterior. Otros ocho salieron y mis hombres siguieron cumpliendo instrucciones. Si no regresaban jamás a sus compañías, supondrían que estaban conmigo. De no ser así, se suponía que habían regresado a sus compañías. Sólo Hakios y sus hombres lo sabrían; eran de ítaca y conocían a su rey.
Me interesaron dos hombres en particular. Uno era primo de Diomedes y el peor engorro para un oficial al mando que yo había conocido durante mi reclutamiento. Se llamaba Tersites. Aparte de su habilidad, algo más me atraía en él, porque se decía que había sido engendrado por Sísifo en la tía de Diomedes. Lo mismo se decía de mí, que Sísifo y no Laertes era mi padre. Aquella afrenta sobre mi nacimiento jamás me provocó la menor angustia, pues la sangre de una brillante cabeza de lobo probablemente le sería más útil a un hombre que la de un rey como Laertes.
Al otro lo conocía muy bien y era el único entre los trescientos que sabía exactamente por qué me encontraba yo allí. Se trataba de mi primo Sinón, que me había acompañado en mi séquito. Un hombre asombrosamente útil que esperaba ansioso incorporarse a su nueva profesión.
Tanto Tersites como Sinón permanecían inmóviles en sus asientos con los negros ojos fijos en mi rostro y de vez en cuando interrumpían su examen para volverse y calcular el nivel de los hombres con quienes se hallaban agrupados.
Tersites tosió para aclararse la voz y se dirigió a mí.
—Adelante, señor, cuéntanos el resto —dijo.
Así lo hice.
—De modo que ya comprendéis por qué os considero los hombres más valiosos del ejército —dije para concluir—. Sea vuestra función transmitirme informaciones o concentraros en causar problemas para quienes administren Troya, seréis muy importantes en el esquema general. Se establecerá un sistema seguro de comunicación, se fijarán lugares de enlace y reunión entre aquellos de vosotros que de modo más o menos permanente residáis en Troya y los que sólo realicéis fugaces visitas a la ciudad. Aunque el trabajo es muy peligroso, estaréis debidamente equipados para enfrentaros a los riesgos cuando se os encargue comenzar el trabajo. —Y añadí con una sonrisa—: Que, por añadidura, os parecerá realmente interesante.
Me puse en pie y concluí.
—Pensad en ello hasta que volvamos a reunimos.
Diomedes y yo nos retiramos a una antesala donde permanecimos charlando y bebiendo vino mientras, al otro lado de la cortina, crecía y menguaba el sonido de las voces.
—Imagino que tú y yo también iremos a Troya de vez en cuando, ¿no es cierto? —dijo Diomedes.
—¡Oh, sí! Con el fin de controlar a hombres como éstos es necesario demostrar que estamos dispuestos a asumir riesgos aún superiores a los que les pedimos. Somos reyes y nuestros rostros, reconocibles.
—Te refieres a Helena, ¿no es cierto? —repuso.
—Exactamente.
—¿Cuándo comenzaremos nuestras visitas?
—Esta noche —repuse tranquilamente—. He descubierto un excelente conducto por la parte noroeste de los muros suficientemente grande para admitir el acceso de un hombre tras otro. Esa abertura del interior de las murallas está más disimulada que la mayoría y no se halla vigilada. Nos vestiremos como mendigos, exploraremos las calles, hablaremos con la gente y mañana por la noche huiremos de igual modo que entramos. No te preocupes, no correremos peligro.
—No lo dudo, Ulises —repuso riendo.
—Ha llegado el momento de reunimos con los demás —dije.
Tersites, que había sido elegido portavoz del grupo, nos aguardaba en pie.
—¡Habla, primo del rey Diomedes! —le ordené.
—Señor, estamos contigo. De los que quedábamos en la sala cuando te marchaste, sólo dos rechazaron tu oferta.
—No importan —repuse.
Me miró burlón: conocía el destino que habían sufrido.
—La vida que nos has propuesto es mucho mejor que cuanto pudiéramos disfrutar en un campamento de asedio. Somos tus hombres.
—Os exigiré un juramento para tal fin.
—Y lo pronunciaremos —repuso impasible, aunque sabía que éste sería demasiado espantoso para atreverse a quebrantarlo.
Cuando hubieron jurado hasta el último hombre, les informé de que se instalarían en unidades de diez elementos, uno de los cuales sería el oficial, escogido por mí cuando llegara a conocerlos mejor. Sin embargo, a dos de ellos los conocía bastante bien para designarlos en aquel mismo momento. Señalé a Tersites y a Sinón como codirigentes de la colonia de espías.
Aquella noche entramos en Troya con relativa facilidad. Yo pasé primero seguido muy de cerca por Diomedes, pues el conducto sólo tenía la anchura de sus hombros. Una vez en el interior nos introdujimos en una acogedora callejuela y dormimos hasta el amanecer, en que salimos para mezclarnos con la gente. En la gran plaza del mercado, tras la puerta Escea, compramos pasteles de miel, pan de cebada y dos tazas de leche de cabra, y escuchamos. A la gente no le preocupaban los griegos que ocupaban la playa del Helesponto y el ambiente general era festivo. Contemplaban sus altísimos bastiones con cariño y se reían al imaginar a las impresionantes fuerzas griegas sentadas impotentes a escasas leguas de distancia. Todos parecían convencidos de que Agamenón renunciaría y se marcharía con sus naves. Abundaban los alimentos y corría el dinero, las puertas Dárdana e Ida aún seguían abiertas y el tráfico circulaba por ellas como de costumbre. Sólo el complicado sistema de vigilantes y guardianes en lo alto de las murallas demostraba que la ciudad estaba dispuesta a cerrar aquellos accesos en el instante en que amenazara el peligro.
Nos enteramos de que Troya estaba dotada de muchos pozos de agua potable y que contaba con gran número de graneros y almacenes en los que se hacía acopio de alimentos imperecederos.
Nadie imaginaba la posibilidad de enfrentarse a una batalla encarnizada en el exterior; los soldados que vimos cabeceaban o perseguían a las mujeres y se habían dejado armas y armaduras en sus hogares. Agamenón y su gran ejército eran causa de franca irrisión.
Diomedes y yo comenzamos a trabajar en la colonia de espías en cuanto retornamos al campamento, y lo hicimos duramente. Algunos mostraban grandes aptitudes y entusiasmo, pero otros flaqueaban y merodeaban por allí con acre expresión. Mantuve una conversación privada con Tersites y Sinón, que convinieron en que los inadaptados debían desaparecer. De los trescientos elementos reclutados originalmente
acabé
conservando a doscientos cincuenta y cuatro, y pensé que podía considerarme afortunado.
U
lises era un hombre notable. Incluso cuando trataba con un esclavo lo hacía con educación. Al final de un simple mes había conseguido que aquellos doscientos cincuenta y cuatro hombres fueran exactamente como él deseaba, aunque aún no estaban en condiciones de entrar en acción. Pasé casi tanto tiempo con él como con mis hombres de Argos, pero lo que aprendí de Ulises me permitió controlar y dirigir mejor a mis tropas en la mitad de tiempo de lo que solía costarme. No se advirtieron más señales de descontento en mi contingente durante mis ausencias, ni más disputas entre los oficiales, pues utilizaba los métodos de Ulises para conseguir tales resultados.
Desde luego que capté algunas bromas y advertí las intencionadas miradas que cruzaban mis principales oficiales argivos cuando me veían con Ulises; incluso los restantes soberanos comenzaban a cuestionarse la naturaleza de nuestra amistad.
Pero a mí no me disgustaba en absoluto. Si hubiera sido cierto lo que ellos pensaban, no me hubiera importado; para hacer justicia a los demás, no había malicia ni desaprobación en ello. Todos estábamos en libertad de aliviar nuestros ardores sexuales con quienquiera, fuera cual fuese su sexo. En general preferíamos a las mujeres, pero una larga campaña en el extranjero significaba que las féminas estaban menos disponibles. Las extranjeras nunca sustituían el puesto de las esposas y las novias, las mujeres de nuestra patria. Mejor en tales circunstancias buscar la parte más suave del amor con un amigo que luchaba a nuestro lado en el campo de batalla y mantenía a raya con su espada al enemigo, al que también nos enfrentábamos nosotros.