—Nada más agradable en un hermoso día en que no veremos salir a los troyanos —repuso Fénix.
Me miró sagazmente y añadió:
—Has estado ausente toda la mañana. Mucho tiempo para una reunión intrascendente.
—Ulises estaba en plena forma.
—Ven y siéntate —dijo Patroclo cogiéndome del brazo.
—Ahora no. ¿Está dentro Briseida?
Nunca había visto enfurecido a Patroclo, pero de pronto se le encendieron los ojos y se mordió los labios.
—¿En qué otro lugar podría estar? —replicó al tiempo que me daba la espalda y se sentaba ante la mesa—. Juguemos —le dijo a Fénix, que puso los ojos en blanco.
La llamé por su nombre y entré en la casa. La muchacha acudió corriendo y se echó en mis brazos.
—¿Me echabas de menos? —le dije con simpleza.
—¡El tiempo se me ha hecho eterno!
—Digamos como medio año —repuse con un suspiro. Pensaba en cuanto había sucedido en la sala tapiada del consejo.
—Aunque ya debes de haber bebido más que suficiente, ¿quieres otra copa?
La miré sorprendido.
—Ahora que caigo en ello, no hemos probado una gota.
En sus ojos azules desbordaba la risa.
—Al parecer ha sido muy absorbente.
—Aburrida, diría yo.
—¡Pobrecito! ¿Os dio de comer Agamenón?
—No. Sé buena y tráeme algo.
Se afanó por complacerme, charlando como un pájaro enjaulado mientras yo la observaba sentado pensando en cuan encantadora era su sonrisa, cuán gracioso su aire y la gracilidad de su cuello de cisne. La guerra comporta una amenaza de muerte continua, pero ella parecía inconsciente a cualquier peligro inminente. Yo nunca le hablaba de la guerra.
—¿Has visto a Patroclo fuera, tomando el sol?
—Sí.
—Pero me prefieres a él —dijo satisfecha demostrando que la rivalidad no existía sólo por una parte.
Me entregó pan recién horneado y un plato de aceite de oliva para mojarlo.
—¡Ten, recién salido del horno!
—¿Lo has hecho tú? —pregunté.
—Sabes perfectamente que no sé hacer pan, Aquiles.
—Cierto. No posees habilidades femeninas.
—Dímelo esta noche cuando corramos la cortina en nuestra puerta y me encuentres en tu lecho —repuso ella imperturbable.
—De acuerdo. Te reconozco una habilidad femenina.
En aquel momento se instaló en mis rodillas, cogió mi mano libre y la introdujo en la holgada túnica que vestía, sobre su seno izquierdo.
—Te amo muchísimo, Aquiles.
—Y yo a ti.
La cogí por los cabellos y alcé su rostro para verla de frente.
—¿Me prometerás algo, Briseida?
—Lo que tú quieras —respondió sin reflejar en sus ojos preocupación alguna.
—¿Y si te despidiera y te ordenara que fueses con otro hombre?
—Si tú me lo ordenaras, lo haría —repuso con labios temblorosos.
—¿Qué pensarías de mí?
—No te tendría en peor estima que ahora. Contarías con suficientes razones o tal vez significaría que te habías cansado de mí.
—Nunca me cansaré de ti. Jamás, en lo que me reste de vida. Algunas cosas no pueden cambiar.
El color retornó violentamente a sus mejillas.
—Te creo. —Se echó a reír presa del entusiasmo—. Pídeme algo fácil, como que muera por ti.
—¿Antes de acostarnos?
—Bueno, mejor mañana.
—Aún quiero que me hagas otra promesa, Briseida.
—¿De qué se trata?
Retorcí entre los dedos un rizo de su espléndida cabellera.
—Que si llegara un momento en que parezco un insensato, un necio o un ser despiadado, seguirás creyendo en mí.
—Siempre creeré en ti. —Oprimió con más fuerza mi mano en su seno—. Tampoco yo soy una necia, Aquiles, y me consta que algo te preocupa.
—Si es así, no puedo decírtelo.
Con aquello, desechó el tema y no volvió a tratar de suscitarlo.
No comprendimos cómo se las ingenió Ulises para realizar las tareas que se había impuesto; sabíamos que había sido obra suya, pero no distinguimos rastro de ello. Fuera como fuese, en todo el ejército bullían las noticias de que el resentimiento existente entre Agamenón y yo alcanzaba su punto crítico, que Calcante demostraba una exasperante insistencia en la cuestión de Criseida y que Agamenón se estaba crispando.
Tres días después de celebrarse el consejo se olvidaron tan interesantes tópicos de conversación y el desastre nos fulminó. Al principio los oficiales trataron de echar tierra al asunto, pero en breve el número de hombres que enfermaban fue excesivo para poder ocultarlo. La temida palabra se transmitió de boca en boca: epidemia, epidemia, epidemia. En el intervalo de un día sucumbieron cuatro mil hombres, otros cuatro mil al siguiente día y parecía que aquello nunca iba a concluir. Visité a algunos mirmidones que se encontraban entre los afectados y el espectáculo que presencié me hizo rogar a Leto y a Artemisa que Ulises supiera lo que hacía. Los hombres, febriles y delirantes, estaban cubiertos con un sarpullido supurante y gemían sometidos a fuertes jaquecas. Hablé con Macaón y Podaliero y ambos me aseguraron que sin duda se trataba de una epidemia.
Al cabo de unos momentos me encontré con el propio Ulises, que sonreía radiante.
—Tendrás que reconocer que he creado una especie de hito capaz de engañar a los hijos de Asclepios, Aquiles —me dijo.
—Confío en que no te hayas excedido —repuse secamente.
—Tranquilízate, no habrá víctimas permanentes. Todos saldrán recuperados de sus lechos de enfermos.
Agité la cabeza exasperado ante su autocomplacencia.
—Supongo que en el momento en que Agamenón obedezca a Calcante y entregue a Criseida se producirá una magnífica y milagrosa recuperación por obra divina… Sólo que en esta ocasión se tratará de un dios no accidental.
—No lo digas demasiado fuerte —respondió.
Y se alejó para atender personalmente a los enfermos y granjearse así una inmerecida reputación por su valentía.
Cuando Agamenón recurrió a Calcante para que efectuase un augurio público, el ejército suspiró aliviado. A nadie le cabía la menor duda de que el sacerdote insistiría en que Agamenón debía devolver a Criseida y comenzó a despejarse el pesimismo ante la perspectiva de que concluyese la epidemia.
Un augurio público implicaba la asistencia personal de todos los oficiales, desde los veteranos del ejército hasta los que dirigían simples escuadrones. Todos ellos se reunieron en el espacio reservado para las asambleas, tal vez eran un millar los que se alineaban tras los reyes, frente al altar, la mayoría desde luego estaban emparentados con los soberanos; otros, muy próximos a ellos.
Sólo Agamenón se hallaba sentado. Cuando pasé por delante de su trono no hice intento alguno de inclinar la rodilla ante él y lo miré con ferocidad. Mi actitud no pasó inadvertida y todos reflejaron profunda preocupación. A modo de advertencia, Patroclo incluso llegó a tocarme el brazo con la mano, que yo aparté irritado. Acto seguido ocupé mi lugar y oí decir a Calcante que la epidemia no se mitigaría hasta que se le hiciera justicia a Apolo y se devolviera a la joven Criseida, a quien Agamenón debía enviar a Troya.
Ni él ni yo tuvimos que fingir demasiado, pues estábamos prendidos en la red tejida por Ulises y odiábamos aquella situación. Yo me reí y me mofé de él, que se desquitó ordenándome que le entregase a Briseida. Aparté a un lado al frenético Patroclo, abandoné el recinto de la asamblea y me dirigí a la empalizada de los mirmidones. Briseida guardó silencio ante la expresión de mi rostro, pero sus ojos se anegaron en llanto. Regresamos sin cruzar palabra y ante aquella multitud puse su mano en la de Agamenón. Néstor se ofreció a cuidar de ambas muchachas y a enviarlas a sus destinos. Mientras se alejaba con él, Briseida se volvió a mirarme por última vez.
Cuando le anuncié a Agamenón que mis tropas y yo nos retirábamos de su ejército me expresé con absoluta determinación. Ni Patroclo ni Fénix dudaron por un instante de mi sinceridad. Salí con pasos airados hacia la empalizada de los mirmidones seguido por ellos.
La casa estaba vacía sin Briseida, llena de sus resonancias. Eludí a Patroclo y me escabullí por el hogar todo el día, a solas con mi vergüenza y mi pesar. Mi primo vino a cenar conmigo, pero no mantuvimos conversación alguna pues se negaba a hablarme.
Al final fui yo quien le interpelé:
—¿No puedes comprenderlo, primo?
—No, Aquiles, no puedo —me respondió con los ojos velados por las lágrimas—. Desde que esa muchacha ha entrado en tu vida te has convertido en un desconocido para mí. Hoy has hablado en nombre de todos nosotros sobre algo que no tenías derecho a decidir por tu cuenta. Has retirado nuestros servicios sin consultarnos. Sólo nuestro gran soberano podía decidir en ese sentido y Peleo jamás lo hubiera hecho. No eres un hijo digno de él.
¡Oh, cómo dolía aquello!
—¿Me perdonarás aunque no lo comprendas?
—Sólo si te presentas a Agamenón y te retractas de lo que has dicho.
—¿Retractarme? ¿Estás loco? —exclamé con dureza—. ¡Agamenón me insultó moralmente!
—¡Un insulto que te ganaste de forma merecida, Aquiles! Si no te hubieras mofado de él y lo hubieras humillado, jamás te hubiera insultado. Sé honesto. Te comportas como si tuvieras el corazón destrozado al separarte de Briseida… ¿No se te ha ocurrido que tal vez Agamenón también sufre al separarse de Criseida?
—¡Ese tirano testarudo no tiene corazón!
—¿Por qué eres tan obstinado?
—No lo soy.
Dio una fuerte palmada.
—¡Oh, no puedo creerlo! ¡Todo es por causa de su influencia! ¡Cómo ha debido influirte!
—Sé por qué imaginas tal cosa, pero no es así. Perdóname, Patroclo, por favor.
—No puedo perdonarte —dijo.
Y me dio la espalda. El ídolo Aquiles por fin se había caído de su pedestal. ¡Y cuánta razón tenía Ulises! Los hombres creían que los problemas los causaban las mujeres.
La noche siguiente Ulises se presentó en mi casa con gran sigilo. Celebré tanto ver un rostro amigo que lo saludé casi con entusiasmo.
—¿Te autocondenas al ostracismo? —me preguntó.
—Sí. Incluso Patroclo se desentiende de mí.
—Bien. Eso podía esperarse, ¿no es cierto? ¡Pero cobra ánimos! Dentro de pocos días volverás a estar en el campo y justificado.
—Justificado. Una palabra interesante. Sin embargo, se me ha ocurrido algo que debía haber pensado en el consejo y no fue así. En tal caso nunca hubiera accedido a seguir tus proyectos.
—¿Sí?
Parecía saber lo que iba a decirle.
—¿Qué será de todos nosotros? Como es natural suponíamos que cuando el proyecto resultara, si ése es el caso, estaríamos en libertad de explicarlo. Ahora comprendo que nunca podremos hacerlo. Ni los oficiales ni los soldados nos perdonarían tal patraña. Un medio insensible para lograr un fin. Lo único que verán serán los rostros de los hombres que deberán morir para cumplirlo. ¿Acaso me equivoco?
Se frotó la nariz pesaroso.
—Me preguntaba cuál de vosotros sería el primero en comprenderlo. Había apostado por ti… He vuelto a ganar.
—¿Acaso pierdes alguna vez? ¿Pero he llegado a una conclusión correcta o has elaborado alguna solución que nos deje a todos satisfechos?
—No existe tal solución, Aquiles. Por fin has comprendido lo que debería haberte resultado muy evidente en la cámara del consejo. Algo menos de apasionamiento en tu pecho y lo hubieras advertido entonces. Nunca se revelará la conjuración. Deberemos llevarnos a la tumba ese secreto, ligados todos nosotros por el juramento que Agamenón se vio obligado a sugerir… evitándome así la molestia y, por añadidura, algunas preguntas que me hubiera resultado difícil responder —repuso con gravedad.
Cerré los ojos.
—Así pues, hasta su tumba y más allá, Aquiles parecerá un fanfarrón egoísta, tan henchido de su propia importancia que permitió la muerte de incontables hombres para alimentar su orgullo herido.
—Sí.
—¡Debería cortarte el gaznate, retorcido conspirador! ¡Has echado sobre mí una carga de vergüenza y deshonor que ensombrecerá siempre en mi nombre! En tiempos futuros, cuando los hombres hablen de Aquiles, dirán que lo sacrificó todo por su orgullo herido. ¡Confío en que vayas al Tártaro!
—Sin duda así será —respondió con despreocupación—. No eres el primero que me maldice, ni serás el último. Pero todos notaremos las repercusiones de ese consejo, Aquiles. Los hombres acaso nunca sepan lo que realmente sucedió, pero se sospechará que en algún lugar intervino la mano de Ulises. ¿Y qué me dices de Agamenón? Si tú parecerás la víctima de un orgullo aplastante, ¿qué imagen será la suya? Por lo menos tú fuiste engañado, pero él causó el enredo.
De pronto comprendí cuán necia era aquella conversación, qué pocos hombres tan brillantes como Ulises intervenían en los planes de los dioses.
—Bien —respondí—, es una forma de justicia. Nos merecemos perder nuestras reputaciones inmaculadas. Con el fin de que se ponga en marcha esta aventura desdichada consentimos en formar parte del sacrificio humano. Por ello pagamos ahora. Y por esa causa estoy dispuesto a proseguir con esta necedad. Mi mayor ambición me será por siempre negada.
—¿Cuál era esa ambición?
—Vivir en los corazones de los hombres como el perfecto guerrero. Será Héctor quien lo logrará.
—No puedes darlo por cierto, Aquiles, tal vez lo consigan tus descendientes. La posteridad juzga de un modo diferente.
Lo miré con curiosidad.
—¿No anhelas ser recordado por muchas generaciones de hombres, Ulises?
Se rió francamente.
—¡No! ¡No me importa lo que diga de Ulises la posteridad!
Ni siquiera que se conozca mi nombre. Cuando esté muerto rodaré la misma roca sobre alguna colina del Tártaro o correré tras el mismo frasco de agua, siempre fuera de mi alcance.
—Acompañado por mí. Es demasiado tarde para estas charlas.
—Y sin embargo por fin tienes derecho a sostenerlas, Aquiles.
Nos mantuvimos en silencio, con la cortina echada para evitar la presencia de intrusos que no acudirían a compadecerse de su jefe castigado por su excesivo orgullo. La jarra de vino estaba sobre la mesa. Llené nuestras copas hasta el borde y bebimos pensativos, sin comunicarnos nuestros pensamientos más íntimos. No cabía duda de que Ulises experimentaba los mejores ensueños puesto que no aguardaba el reconocimiento en la posteridad. Aunque no parecía creer en nada más allá del eterno castigo, me maravilló que pudiera considerar su destino con absoluta confianza.