—Me dijo que venía a devolverme la tela —contestó Amrita—. Quería que las cambiásemos. Tú y yo nos íbamos por la mañana.
—Pero... Dios Santo, pequeña... —Callé y bajé el rostro.
—Tú no me dijiste que no hablara con ella, Bobby. Conocía a Kamakhya.
El inspector Singh se aclaró la garganta.
—Sin embargo, era muy tarde, señora Luczak. ¿No sintió cierta inquietud?
—Sí —contestó Amrita, volviéndose hacia el inspector—. Abrí con la cadena y le pregunté por qué venía tan tarde. Ella me explicó... parecía incómoda, inspector... que no le había sido posible salir de su casa hasta que su padre se hubo dormido. Dijo que antes había telefoneado dos veces.
—¿Y lo había hecho, señora Luczak?
—El teléfono sonó dos veces, inspector. Bobby me había ordenado que no contestara y así lo hice.
Los dos se me quedaron mirando. Sostuve la mirada de Singh. La de Amrita me fue imposible.
—¿Está seguro de que no necesita asistencia médica, señor Luczak? Hay un médico de guardia en este hotel...
—No, estoy seguro.
Pasados los primeros minutos, cuando Singh me preguntó qué me había pasado, desembuché toda la historia. Mi relato no debió de ser muy coherente, pero no omití nada salvo el hecho de que había sido yo quien entregara la pistola. El inspector Singh asentía mientras tomaba notas como si todas las noches escuchara historias semejantes.
No importaba.
Se volvió hacia Amrita.
—Siento tener que volver sobre lo mismo, señora Luczak, pero ¿puede calcular el tiempo que estuvo fuera de la habitación?
Amrita tembló levemente bajo su control glacial y pude darme cuenta de que en su interior era presa de la histeria y el dolor. Ansiaba ir junto a ella y abrazarla. No hice nada.
—Un minuto, inspector. Tal vez ni siquiera tanto. Estaba hablando con Kamakhya cuando, de repente, me sentí muy mareada. Excusándome fui al cuarto de baño para mojarme la cara con agua fría y en seguida volví. Quizá unos cuarenta y cinco segundos.
—¿Y la niña?
—Victoria... Victoria estaba dormida ahí. En la cama cerca de las ventanas... Utilizamos... utilizamos las almohadas y el almohadón para una especie de... le gusta dormir bien arropada, inspector. Le gusta tener la cabeza apoyada en algo. Y con el almohadón ahí no podía escurrirse.
—Ya.
Me puse en pie y caminé hasta el pie de la cama de Amrita. A cualquier parte, con tal de no ver la otra cama con su círculo de almohadas vacío y la manta blanca y azul de Victoria, todavía arrugada y húmeda allí donde se la había llevado a la cara mientras dormía.
—Ya ha oído antes todo esto, inspector —intervine—. ¿Cuándo va a dejar de hacer preguntas y empezar a buscar al... a la persona que se ha llevado a nuestra hija?
Singh me dirigió una mirada sombría. Recordé el dolor en los ojos de Das y entonces comprendí mucho mejor que acaso no haya límite para el dolor.
—Ya estamos buscando, señor Luczak. Han sido notificadas todas las fuerzas de la policía metropolitana. En el hotel nadie vio marchar esa mujer. En la calle las gentes no recuerdan haber visto a semejante persona llevando en brazos a una criatura o un bulto. He enviado un coche a la dirección que la señora Luczak recuerda que le dieron en la tienda de saris. Y como puede ver hemos instalado líneas telefónicas extra en las habitaciones contiguas para que podamos recibir comunicaciones a fin de que su teléfono quede libre.
—¿Que quede libre? ¿Para qué?
Singh bajó la vista, recorrió con el pulgar la línea perfecta de sus pantalones y luego la alzó de nuevo.
—Por si hubiera una petición de rescate, señor Luczak. Hemos de presumir que haya un elemento de rescate.
—¡Ah! —musité dejándome caer pesadamente sobre la cama. Aquellas palabras cayeron sobre mí como cuchillas aceradas que hubiera de tragarme—. Comprendo. Muy bien. —Cogí la mano de Amrita. La tenía helada y sin vida—. Pero ¿qué hay de los Kapalikas? —pregunté.— ¿Y si estuvieran implicados?
Singh asintió.
—También estamos comprobando eso, señor Luczak. Tenga en cuenta que es muy tarde.
—Pero ya le he dado la descripción de la zona industrial donde me reuní con Das.
—Sí, y ello ha sido de una gran ayuda. Pero debería comprender que cerca del Hooghly, en la vieja Calcuta, hay infinidad de lugares semejantes. Y todos ellos son de propiedad privada. Muchos pertenecen a extranjeros. ¿Está seguro de que ese lugar está cerca del río, señor Luczak?
—No. No del todo.
—¿Y no recuerda detalle alguno? ¿Ningún nombre de calle? ¿Alguna referencia fácilmente identificable?
—No, tan sólo las dos chimeneas. Era un barrio bajo...
—¿Advirtió alguna señal de que se tratara del domicilio permanente de aquellos hombres? ¿Algún indicio de que vivieran allí habitualmente ?
Fruncí el entrecejo. Aparte de la mísera estantería que contenía las pertenencias de Das no había visto en ningún momento semejante indicio.
—Estaba el ídolo —dije finalmente—. Utilizaban aquel lugar como templo. El ídolo no debe de ser muy fácil de transportar.
—¿El ídolo que andaba? —preguntó Singh. Si hubiera notado el más leve rastro de sarcasmo me hubiera lanzado sobre él a pesar del dedo roto, oí.
—Y no sabemos si están implicados, ¿no es así, señor Luczak?
Me sujeté con cuidado la mano y lo miré furioso.
—Ella es sobrina de M. Das, inspector. Tiene que estar implicada de algún modo.
—No.
—¿Qué quiere decir «no»?
Singh sacó una pitillera de oro. Era la primera vez que veía a alguien en la vida real dar unos golpecitos con el cigarrillo antes de encenderlo.
—Quiero decir que no, que no es la sobrina de M. Das —respondió.
Amrita lanzó una exclamación entrecortada, como si alguien la hubiera abofeteado. Yo me quedé mirando al inspector.
—Usted dijo, señora Luczak, que la señorita Kamakhya Bharati era la sobrina del poeta M. Das. La hija de la hermana pequeña de M. Das, según ella misma le había dicho. ¿Es correcto?
—Sí.
—Das no tenía hermanas, señora Luczak. Al menos ninguna que sobreviviera a la infancia. Tenía cuatro hermanos con vida, todos ellos granjeros, todos ellos ciudadanos de la misma aldea en Bangladesh. Verá, yo fui uno de los agentes encargados del caso cuando la desaparición del señor Das durante ocho años. Conozco bien su historial. Si cuando hablamos, señor Luczak, me hubiera mencionado que esa mujer se había puesto en contacto con ustedes, le hubiera informado sobre ello.
Singh lanzó una bocanada de humo y se quitó de la lengua una brizna de tabaco. Sonó el teléfono.
Todos nos quedamos mirándolo. Era uno de los teléfonos extra.
Contestó Singh.
—¿
Ha
? —Hubo un largo silencio—. Shukriya —dijo finalmente, para añadir luego—: Muy bien, sargento.
—¿De qué se trata? —pregunté.
El inspector Singh aplastó su cigarrillo y se puso en pie.
—Me temo que poco podemos hacer esta noche. Volveré por la mañana. Mis hombres se quedarán en las habitaciones contiguas. Cualquier llamada a la habitación de ustedes será registrada por un agente destacado abajo, en la centralita. El que ha llamado era mi sargento. La dirección que Kamakhya Bahrati diera en la tienda era, naturalmente, falsa. Volvió a la tienda para recoger en persona la tela. Mis hombres necesitaron algún tiempo para localizar el número de la calle que ella había dado en la tienda, ya que la dirección corresponde a un lugar donde hay pocos edificios. —Vaciló y luego me miró—. La dirección que dio es un lavadero —dijo—. Un lavadero y un lugar de cremación.
Durante las horas y días que siguieron Amrita fue, sin duda alguna, la más valiente y activa de los dos. Después de que Singh se fuera me habría quedado sentado en la cama durante horas de no haberse hecho cargo Amrita de la situación, obligándome a despojarme de mis apestosas ropas y entablillándome el dedo roto lo mejor que pudo mediante el mango de un cepillo de dientes pequeño. Volví a vomitar cuando me encajó el dedo, pero en el estómago ya no me quedaba nada y las arcadas secas se habrían transformado pronto en sollozos de furia y frustración de no haberme empujado Amrita a la ducha. El agua estaba tibia y no tenía presión, pero fue algo maravilloso. Permanecí allí durante media hora, y de hecho me quedé de vez en cuando dormido, dejando que el flujo del agua arrastrara recuerdos y terrores. Sólo un ardiente rescoldo de tristeza y confusión seguía ardiendo en el fondo de mi fatiga, mientras me ponía ropa de algodón limpia y me reunía con Amrita para una vigilia silenciosa.
El amanecer del martes nos encontró sentados uno junto al otro contemplando cómo el sol de Calcuta proyectaba una luz gris y débil a través de las cortinas abiertas. Con la primera claridad llegaron hasta nosotros las campanas de los templos, las de los tranvías, los gritos de los vendedores y los diversos sonidos callejeros.
—Estará bien —decía yo a intervalos—. Sé que lo estará, pequeña. Estará muy bien.
Amrita permanecía muda.
El teléfono sonó exactamente a las cinco treinta y cinco de la mañana. Era el de nuestra habitación. Atravesando la habitación me precipité sobre él.
—¿Hola? —Me pareció sentir en la línea una extraña profundidad. Era como si estuviera hablando dentro de una cueva en la tierra.
—¿Hola? ¿Hola? Señor Luczak, ¿me oye?
—Sí. ¿Con quién hablo?
—¿Hola? Soy Michael Leonard Chatterjee, señor Luczak.
—¿Y bien?
«¿Eres el intermediario? ¿Estás implicado, hijo de puta?»
—La policía vino a mi casa durante la noche, señor Luczak. Me hablaron de la desaparición de su hija.
—¿Y?
Si se hubiese tratado de una llamada de condolencia le habría colgado. Pero no lo era en modo alguno.
—La policía me despertó, señor Luczak. Despertaron a mi familia. Vinieron a mi casa. Parece que creen que estoy en cierto modo involucrado en el suceso. Me interrogaron en plena noche, señor Luczak.
—¿Sí? ¿Y qué?
—Estoy llamando para protestar enérgicamente por semejante desprestigio de mi persona e invasión de mi intimidad —dijo Chatterjee—. No debió haberles dado mi nombre, señor Luczak. Soy una persona de cierta importancia en esta comunidad. No permitiré semejantes difamaciones de mi persona, señor. No tiene usted derecho.
—¿Cómo? —Fue la única palabra que logré articular.
—No tiene derecho, señor. Y se lo advierto, cualquier acusación que pueda usted formular, cualquier mención de mi nombre, cualquier implicación del Sindicato de Escritores en sus problemas personales, serán causa de acciones legales por parte de mi abogado, señor Luczak. Se lo advierto, señor.
Hubo un ruido sordo al colgar Chatterjee. La línea siguió silbando y haciendo ruidos durante varios segundos, y luego se oyó un segundo golpe al colgar el policía de la centralita. Amrita estaba de pie junto a mí, pero durante un segundo me fue imposible hablar. Permanecí allí plantado apretando el auricular como si fuera el cuello de Chatterjee. Mi furia alcanzando ese punto en que estallan las venas o se rompen los tendones.
—¿Qué pasa? —preguntó Amrita sacudiéndome el brazo. Se lo conté.
Amrita hizo un ademán de asentimiento. Como quiera que fuese aquella llamada telefónica pareció revitalizarla, impulsándola a la acción. En primer lugar, y utilizando los teléfonos extra, llamó a su tía de Nueva Delhi. Su tía no conocía a nadie en Bengala, pero tenía amigos que a su vez los tenían en el
Lok Sabha
, una de las casas del gobierno. Amrita se limitó a comunicarle el secuestro y a pedirle ayuda. Yo no podía imaginar siquiera en qué consistiría la ayuda, pero el mero hecho de que Amrita actuara hizo que me sintiera mejor.
A continuación telefoneó al hermano de su padre en Bombay. Su tío era también propietario de una empresa constructora y hombre con cierta influencia en la costa oeste del subcontinente. Aun cuando una sobrina que no había visto desde hacía una década le hubiera despertado de un profundo sueño afirmó que cogería el primer avión a Calcuta. Amrita le dijo que no lo hiciera, al menos por el momento, pero le pidió que se pusiera en contacto con toda autoridad bengalí que pudiera ser de alguna ayuda. Su tío prometió hacerlo y mantenerse en contacto.
Yo permanecía sentado, escuchando las elegantes frases en hindi y mirando a mi mujer como si fuera una extraña. Cuando después Amrita me comunicó el resultado de sus llamadas me sentí tranquilizado, como un niño al oír a los adultos conversar con otros adultos sobre cuestiones importantes.
Antes de la llegada del inspector Singh, a las ocho y media de aquella mañana, Amrita había llamado a los tres hospitales más importantes de Calcuta. No, no, durante la noche no había ingresado ninguna niña americana o de tez clara que se ajustara a su descripción.
Entonces telefoneó al depósito de cadáveres.
Yo hubiera sido incapaz de hacer aquella llamada. No habría podido permanecer allí, de pie, como ella, con la espalda erecta, la voz firme y preguntando a algún extraño somnoliento si durante la tenebrosa noche de Calcuta había llegado allí el cuerpo de mi hija.
La respuesta fue negativa.
Sólo después de que hubo dado las gracias y colgado el teléfono, vi iniciarse el temblor en las piernas de Amrita y subirle por el cuerpo hasta que sus manos se agitaron hasta tal punto que hubo de cubrirse la cara con ellas. Me acerqué a ella y la abracé. No disminuyó su tenso control, aún no, pero dejó caer la cabeza en el hueco de mi cuello, y nos mecimos juntos sin decir palabra, nos mecimos juntos con la pena y el dolor compartidos.
El inspector Singh no traía noticias.
Se sentó a la pequeña mesa redonda de la habitación y tomó café con nosotros. Hombres tocados con cascos entraban y salían, entregando papeles, recibiendo instrucciones.
Singh nos dijo que se había dado aviso a los agentes de seguridad del aeropuerto y la estación ferroviaria. ¿Teníamos una fotografía de la niña? Yo la tenía. Era de hacía dos meses. Por entonces Victoria tenía mucho menos pelo. Y sus rasgos estaban menos marcados. Debajo de sus piernas con hoyuelos podía ver la manta naranja, una pieza olvidada de aquella lejana y despreocupada excursión del Memorial Day. Me deprimía tener que entregar la foto.
Singh hizo más preguntas, nos dio esperanzas y se fue. Un flaco sargento de policía asomó la cabeza para recordarnos en un inglés tartajoso que estaría en la habitación contigua. Asentimos.