Read La caída de los gigantes Online
Authors: Ken Follett
—Si se puede vender armas a los rebeldes, también se podrán vender al gobierno —dijo Otto.
Díaz pareció sorprenderse.
—¿Me está diciendo que Alemania estaría dispuesta a hacerlo?
—¿Qué necesitan?
—Debe de saber que estamos desesperados por conseguir fusiles y munición.
—Podríamos hablar sobre el tema.
Walter estaba tan sorprendido como Díaz. Aquello causaría problemas.
—Pero, padre, Estados Unidos… —protestó.
—¡Un momento! —Otto levantó la mano para hacerlo callar.
—Por supuesto que debemos proseguir con esta conversación —dijo Díaz—. Pero, dígame, ¿qué otros temas podrían surgir en la charla? —Imaginaba que Alemania querría algo a cambio.
La puerta que daba a la Sala del Trono se abrió, y entró un lacayo con una lista. La ceremonia estaba a punto de empezar. Sin embargo, Otto prosiguió sin apresurarse:
—En tiempos de guerra, un país soberano tiene derecho a retener suministros estratégicos.
—Se refiere al petróleo —dijo Díaz. Era el único suministro estratégico que tenía México.
Otto asintió.
—De modo que ustedes nos darían armas… —repuso el mexicano.
—Se las venderíamos, no regalaríamos —murmuró Otto.
—Nos venderían armas ahora, a cambio de la promesa de que suspendiéramos la venta de petróleo a los británicos en caso de guerra. —Era evidente que Díaz no estaba acostumbrado a los complejos rodeos de una conversación diplomática normal.
—Tal vez valdría la pena tratar la cuestión. —En el lenguaje diplomático era un «sí».
El lacayo empezó a llamarlos:
—¡Monsieur Honoré de Picard de la Fontaine! —Y dio comienzo la ceremonia.
Otto miró a los ojos a Díaz.
—Lo que me gustaría saber es cómo se recibiría tal propuesta en Ciudad de México.
—Creo que el presidente Huerta se mostraría interesado.
—De modo que, si el embajador alemán en México, el almirante Paul von Hintze, presentara una propuesta formal a su presidente, no sería rechazada.
Walter sabía que su padre deseaba recibir una respuesta clara en este aspecto. No quería que el gobierno alemán corriera el riesgo de sufrir el bochorno de que les rechazaran la propuesta en la cara.
En opinión de Walter, que se mostraba muy inquieto, el bochorno no era el mayor peligro al que se enfrentaba Alemania en aquella estratagema diplomática. Se arriesgaba a convertirse en enemigo de Estados Unidos. Pero resultaba muy difícil y frustrante señalar ese aspecto en presencia de Díaz.
El mexicano respondió a la pregunta:
—No sería rechazada.
—¿Está convencido? —insistió Otto.
—Se lo garantizo.
—Padre, ¿podría hablar…? —Pero el lacayo lo llamó:
—¡Herr Walter von Ulrich!
Walter titubeó y su padre le ordenó:
—Ha llegado tu turno. ¡Ve!
Walter se volvió y entró en la Sala del Trono.
A los británicos les gustaba intimidar a sus invitados. El techo alto artesonado tenía molduras con dibujos de diamantes, de las suntuosas paredes rojas colgaban enormes retratos, y en el extremo más alejado se hallaba el trono, situado bajo un dosel alto, adornado con colgaduras de terciopelo negro. Frente al trono se encontraba el rey, ataviado con un uniforme naval. Walter se alegró al ver el rostro familiar de sir Alan Tite al lado del monarca; sin lugar a duda estaba susurrando los nombres al oído real.
Walter se aproximó al soberano e hizo una reverencia.
—Me alegra verlo de nuevo, Ulrich.
Walter había ensayado lo que iba a decir.
—Espero que a Su Majestad le resultaran interesantes los debates de Ty Gwyn.
—¡Mucho! Aunque la fiesta quedó muy eclipsada, por supuesto.
—Debido a la tragedia de la mina. Fue un trágico suceso.
—Deseo que llegue nuestra próxima reunión.
Walter se dio cuenta de que aquello era la despedida. Se alejó sin darle la espalda al rey, haciendo varias reverencias, tal y como era preceptivo, hasta que llegó a la puerta.
Su padre lo esperaba en la sala de al lado.
—¡Ha sido rápido! —dijo Walter.
—Al contrario, has estado más rato de lo habitual —dijo Otto—. Por lo general el rey se limita a decir: «Me alegra verlo en Londres», y ese es el final de la conversación.
Abandonaron el palacio juntos.
—Un pueblo admirable, el británico, en muchos sentidos, pero blando —comentó Otto mientras recorrían St. James’s Street, en dirección a Piccadilly—. El rey está sometido a sus ministros, los ministros al Parlamento, y los miembros del Parlamento son elegidos por los ciudadanos de a pie. ¿Qué forma es esta de dirigir un país?
Walter no mordió el anzuelo de aquella provocación. Creía que el sistema político alemán estaba desfasado, con su débil Parlamento, que no podía hacer frente al káiser ni a los generales; pero ya había mantenido esa discusión con su padre en numerosas ocasiones y, además, aún le preocupaba la conversación con el enviado mexicano.
—Lo que le ha dicho a Díaz es muy arriesgado. Al presidente Wilson no le hará gracia que vendamos fusiles a Huerta.
—¿Y qué importa lo que piensa Wilson?
—El peligro es que nos convertiremos en amigos de una nación débil, México, haciéndonos enemigos de una nación fuerte, Estados Unidos.
—No va a haber una guerra en América.
Walter imaginaba que era cierto, pero aun así se sentía intranquilo. No le gustaba la idea de que su país se malquistara con Estados Unidos.
Al llegar a su apartamento, se quitaron sus antiguas vestimentas y se pusieron un traje de tweed, una camisa sin el cuello almidonado y un sombrero de fieltro. De vuelta en Piccadilly se subieron a un ómnibus motorizado que iba en dirección este.
A Otto le impresionó la invitación que había recibido Walter en enero para conocer al rey en Ty Gwyn.
—El conde Fitzherbert es un buen contacto —le dijo entonces—. Si el Partido Conservador asciende al poder, podría ser nombrado ministro, tal vez jefe del Foreign Office, algún día. Debes cultivar esa amistad.
Walter tuvo una idea.
—Debería ir a visitar su clínica de beneficencia y realizar un pequeño donativo.
—Excelente ocurrencia.
—¿Le gustaría acompañarme?
Su padre picó el anzuelo.
—Aún mejor.
Walter tenía otras intenciones ocultas, pero su padre no sospechaba nada.
El ómnibus dejó atrás los teatros del Strand, las oficinas de los periódicos de Fleet Street y los bancos del barrio financiero. Entonces las calles se hicieron más estrechas y más sucias. Los sombreros de copa y los bombines fueron sustituidos por gorras de tela. Predominaban los vehículos tirados por caballos y escaseaban los de motor. Se encontraban en el East End.
Se bajaron en Aldgate. Otto miró alrededor con un gesto de desdén.
—No sabía que me llevabas a los suburbios —dijo.
—Vamos a una clínica para pobres —contestó Walter—. ¿Dónde creía que estaría?
—¿El conde Fitzherbert en persona viene hasta aquí?
—Imagino que se limita a financiarlo. —Walter sabía de sobra que Fitz no había pisado aquel lugar en su vida—. Pero nuestra visita llegará a sus oídos.
Recorrieron los intrincados callejones hasta llegar a un templo no conformista. En un cartel pintado a mano podía leerse: CALVARY GOSPEL HALL. En la tabla de madera había una hoja de papel clavada que decía:
MATERNIDAD
Atención gratuita
hoy y todos los miércoles
Walter abrió la puerta y entraron.
Otto lanzó una exclamación de asco, se sacó el pañuelo y se tapó la nariz. No era la primera vez que Walter acudía a aquel lugar, por lo que esperaba el olor, pero, aun así, era sumamente desagradable. El vestíbulo estaba lleno de mujeres envueltas en harapos y niños medio desnudos, todos sucios y mugrientos. Las mujeres estaban sentadas en bancos y los niños jugaban en el suelo. Al fondo de la sala había dos puertas con unos carteles improvisados en los que podía leerse «Doctor» y «Benefactora».
Cerca de la puerta se encontraba sentada la tía Herm de Fitz, apuntando nombres en un libro. Walter le presentó a su padre.
—Lady Hermia Fitzherbert, mi padre herr Otto von Ulrich.
Se abrió la puerta del doctor y salió una mujer harapienta, con un bebé en brazos y un frasco de medicamento. Una enfermera asomó la cabeza y dijo:
—El siguiente, por favor.
Lady Hermia consultó la lista y llamó a la paciente:
—¡Señora Blatsky y Rosie!
Una anciana y una chica entraron en la consulta del médico.
—Espere un momento aquí, padre, por favor, que voy a buscar al jefe —dijo Walter.
Si dirigió corriendo hacia el fondo de la sala, sorteando a los niños que gateaban por el suelo. Llamó a la puerta en la que colgaba el cartel de «Benefactora» y entró.
La habitación era pequeña como el cuarto de la limpieza y, de hecho, había una fregona y un cubo en un rincón. Lady Maud Fitzherbert estaba sentada a una pequeña mesa, escribiendo en un libro de contabilidad. Llevaba un sencillo vestido gris perla y un sombrero de ala ancha. Alzó la mirada y la sonrisa que le iluminó la cara cuando vio a Walter fue tan deslumbrante que hizo que a este se le empañaran los ojos. Lady Maud se levantó de la silla y lo abrazó.
Se había pasado el día ansiando la llegada de ese momento. La besó en la boca, que no opuso resistencia alguna. Walter había besado a varias mujeres, pero Maud era la única que restregaba su cuerpo contra el suyo de aquel modo. Se sintió avergonzado, por miedo a que ella notara la erección, e intentó apartarse un poco; pero aquello provocó que Maud se arrimara aún más a él, como si quisiera notarla, por lo que acabó cediendo al placer.
Maud era muy apasionada con todo: la pobreza, los derechos de las mujeres, la música… y Walter se sentía sorprendido y un privilegiado de que ella se hubiera enamorado de él.
Maud se apartó, jadeando.
—Tía Herm empezará a sospechar algo —dijo ella.
Él asintió.
—Mi padre está fuera.
Maud se atusó el pelo y se alisó el vestido.
—De acuerdo.
Walter abrió la puerta y regresaron a la sala de espera. Otto charlaba con Hermia: le gustaban las damas mayores y respetables.
—Lady Maud Fitzherbert, le presento a mi padre, herr Otto von Ulrich.
Otto se inclinó sobre su mano. Había aprendido a no dar un taconazo: a los ingleses les parecía un gesto cómico.
Walter los observó mientras se miraban atentamente. Maud sonrió, divertida, y Walter supuso que se estaba preguntando si aquel era el aspecto que tendría él dentro de unos años. Otto se fijó en el caro vestido de cachemir y en el moderno sombrero con una mirada de aprobación. De momento, todo marchaba bien.
Otto no sabía que estaban enamorados. El plan de Walter era que su padre conociera antes a Maud. A Otto le gustaban las mujeres acaudaladas que hacían obras de beneficencia, e insistió en que la madre y la hermana de Walter fueran a ver a las familias pobres de Zumwald, su residencia de verano en Prusia Oriental. Si todo salía según lo previsto, Otto se daría cuenta de que Maud era una mujer maravillosa y excepcional, y tendría la guardia baja cuando supiera que Walter quería casarse con ella.
El joven sabía que era una tontería estar tan nervioso. Tenía veintiocho años: tenía derecho a elegir a la mujer a la que amaba. Pero ocho años antes se había enamorado de otra mujer. Tilde era apasionada e inteligente, como Maud, pero tenía diecisiete años y era católica. Los Von Ulrich eran protestantes. Ambas familias se mostraron furiosamente hostiles a la relación amorosa, y Tilde fue incapaz de desobedecer a su padre. Ahora Walter se había enamorado de una mujer poco apropiada por segunda vez. Le iba a costar que su padre aceptara a una feminista y extranjera. Sin embargo, Walter era mayor y más astuto, y Maud más fuerte e independiente que Tilde.
Aun así, el joven agregado militar estaba aterrado. Nunca había sentido lo mismo por una mujer, ni tan siquiera por Tilde. Quería casarse con Maud y pasar la vida con ella; de hecho, no la concebía sin ella. Y no quería que su padre se opusiera.
Maud hizo gala de sus mejores modales.
—Es muy amable que venga a visitarnos, herr Von Ulrich —dijo—. Debe de ser un hombre ocupadísimo. Imagino que un confidente leal de un monarca, como lo es usted del káiser, no debe de tener ni un instante de asueto.
Otto se sintió halagado, tal y como era la intención de Maud.
—Me temo que es cierto —dijo—. Sin embargo, su hermano, el conde, es amigo de Walter desde hace tanto tiempo, que tenía muchas ganas de venir.
—Permítame que le presente a nuestro doctor. —Maud los condujo hasta la consulta y llamó a la puerta. Walter sentía cierta curiosidad ya que nunca había conocido al médico—. ¿Podemos pasar? —preguntó.
Entraron en lo que en el pasado debió de ser el despacho del pastor, en el que había un pequeño escritorio y un estante con libros de contabilidad y un himnario. El doctor, un hombre joven, atractivo, con las cejas negras y una boca sensual, estaba examinando la mano a Rosie Blatsky. Walter sintió un pequeño arrebato de celos: Maud se pasaba días enteros con aquel tipo atractivo.
—Doctor Greenward, tenemos una visita muy distinguida. Le presento a herr Von Ulrich —dijo Maud.
—¿Cómo está usted? —preguntó Otto, formalmente.
—El doctor trabaja de forma gratuita —explicó Maud—. Le estamos muy agradecidas.
Greenward asintió con un gesto brusco. Walter se preguntó qué debía de causar la evidente tensión entre su padre y el doctor.
El médico volvió a centrar su atención en la paciente, que tenía un corte muy feo en la palma de la mano, y la muñeca hinchada. Miró a la madre y preguntó:
—¿Cómo se lo ha hecho?
—Mi madre no habla inglés —respondió la niña—. Me he cortado en el trabajo.
—¿Y tu padre?
—Está muerto.
Maud dijo en voz baja:
—La clínica es para familias sin padre, aunque, en realidad, atendemos a todo aquel que acuda a nosotros.
—¿Cuántos años tienes? —le preguntó Greenward a Rosie.
—Once.
—Creía que los niños no podían trabajar hasta los trece años —murmuró Walter.
—Hecha la ley, hecha la trampa —contestó Maud.
—¿De qué trabajas? —preguntó el médico.
—Como chica de la limpieza en la fábrica textil de Mannie Litov. Había una cuchilla en la basura.