La caída de los gigantes (139 page)

BOOK: La caída de los gigantes
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En cierto momento había parecido que los alemanes se negarían a firmar. El héroe de guerra y mariscal de campo Von Hindenburg había dicho que prefería una derrota honrosa a una paz vergonzosa. El gabinete alemán en pleno había dimitido para no aceptar el tratado. También lo había hecho el jefe de su delegación en París. Al final, la Asamblea Nacional había votado a favor de firmar todo, excepto la bien conocida cláusula de culpabilidad. Los aliados se habían apresurado a decir que incluso eso era inaceptable.

—¿Qué harán los aliados si los alemanes se niegan a firmar? —le había preguntado Maud a Walter en su fonda, donde vivían juntos sin llamar la atención.

—Dicen que invadirán Alemania.

Maud sacudió la cabeza.

—Nuestros soldados no querrán luchar.

—Tampoco los nuestros.

—Estaríamos en un punto muerto.

—Solo que la armada británica no ha levantado el bloqueo, así que Alemania sigue sin suministros. Los aliados sencillamente esperarían a que estallaran disturbios por la comida en todas las ciudades alemanas y entonces podrían entrar sin encontrar resistencia.

—O sea que tendréis que firmar.

—Firmar o morir de hambre —dijo Walter con acritud.

Era 28 de junio, cinco años después del día que asesinaron al archiduque en Sarajevo.

El camión llevó a las secretarias al patio de Versalles, y ellas bajaron todo lo dignamente que pudieron. Maud entró en el palacio y subió la gran escalinata, flanqueada por más soldados franceses de excesiva gala; esta vez la Garde Républicaine, con sus cascos de plata y sus penachos de crin.

Por fin entró en el Salón de los Espejos. Era una de las salas más imponentes del mundo entero. Tenía el tamaño de tres pistas de tenis puestas en fila. A lo largo de todo un lado, diecisiete altas ventanas daban al jardín; en la pared contraria, las ventanas se reflejaban en diecisiete arcos de espejo. Y, lo que era más importante, se trataba de la misma sala en la que, en 1871, al finalizar la guerra franco-prusiana, los victoriosos alemanes habían coronado a su primer emperador y habían obligado a los franceses a firmar la concesión de Alsacia y Lorena. Esta vez los alemanes serían humillados bajo el mismo techo de bóveda de cañón. Y sin lugar a dudas, algunos de entre ellos soñarían con el momento futuro en que, a su vez, pudieran cobrarse su venganza. «Las vejaciones a las que sometes a los demás regresan, tarde o temprano, para torturarte», pensó Maud. ¿Harían esa misma reflexión los hombres de uno y otro lado en la ceremonia de ese día? Seguramente no.

Maud encontró su sitio en uno de los bancos de felpa roja. Había decenas de reporteros y fotógrafos, y un equipo cinematográfico con enormes cámaras para grabar el acontecimiento. Los gerifaltes entraron de uno en uno y de dos en dos y se sentaron a la larga mesa: Clemenceau, relajado e irreverente; Wilson, fríamente formal; Lloyd George, como un gallito avejentado. Entonces apareció Gus Dewar, que le dijo algo al oído a Wilson antes de acercarse a la sección de la prensa y hablar con una joven y guapa reportera que tenía un solo ojo. Maud recordaba haberla visto antes. Se dio cuenta de que Gus estaba enamorado de ella.

A las tres en punto, alguien llamó al orden y se hizo un silencio reverente. Clemenceau dijo algo, se abrió una puerta y entraron los dos signatarios alemanes. Maud sabía, por Walter, que en Berlín nadie había querido que su nombre figurara en el tratado, así que al final habían enviado al ministro de Asuntos Exteriores y al ministro de Correos. Los dos hombres estaban pálidos y se los veía abochornados.

Clemenceau dio un breve discurso y luego les hizo una señal a los alemanes para que se acercaran. Ambos se sacaron una pluma del bolsillo y firmaron el papel que había en la mesa. Un momento después, a una señal oculta, las armas dispararon en el exterior, comunicándole al mundo que el tratado de paz había sido firmado.

Entonces se acercaron a dejar su firma también los demás delegados, no solo los de las principales potencias, sino los de todos los países que formaban parte del tratado. Aquello llevó su tiempo, y entre los espectadores empezó a surgir la conversación. Los alemanes permanecieron rígidamente sentados hasta que, por fin, todo hubo terminado y los acompañaron para salir.

Maud sentía náuseas de repugnancia. «Predicamos un sermón de paz —pensó—, pero no hacemos más que planear la venganza.» Salió del palacio. Fuera, el público asediaba a Wilson y a Lloyd entre celebraciones. Ella esquivó la muchedumbre, caminó hacia la ciudad y fue al hotel de los alemanes.

Esperaba que Walter no estuviera muy desanimado: había sido un día horrible para él.

Lo encontró haciendo las maletas.

—Nos vamos a Alemania esta noche —le comunicó—. Toda la delegación.

—¡Tan pronto! —Maud casi no había pensado en lo que sucedería después de la firma. Era un acontecimiento de tan enorme importancia simbólica que no había sido capaz de ver más allá.

Walter, por el contrario, sí que lo había contemplado, y tenía previsto un plan.

—Ven conmigo —dijo simplemente.

—No me darán permiso para ir a Alemania.

—¿De quién necesitas permiso? Te he conseguido un pasaporte alemán a nombre de frau Maud von Ulrich.

Estaba desconcertada.

—¿Cómo lo has hecho? —preguntó, aunque no era ni mucho menos la pregunta más importante que tenía en la cabeza.

—No ha sido difícil. Eres la esposa de un ciudadano alemán. Tienes derecho a un pasaporte. Solo he usado mi influencia especial para acelerar el proceso y que fuera cuestión de horas.

Maud se quedó mirándolo. Era tan repentino…

—¿Vendrás? —preguntó él.

En los ojos de Walter vio un miedo terrible. Pensaba que podía echarse atrás en el último momento. Al ver el pánico que tenía Walter de perderla, a Maud le dieron ganas de llorar. Se sintió muy afortunada de que la amara con tanta pasión.

—Sí —dijo—. Sí, iré contigo. Por supuesto que iré.

Walter no estaba convencido.

—¿Estás segura de que es lo que quieres?

Ella asintió.

—¿Recuerdas la historia de Rut, en la Biblia?

—Desde luego. ¿Por qué…?

Maud la había leído muchas veces en las últimas semanas, y en ese momento citó las palabras que tanto la habían emocionado:

—«Dondequiera que tú vayas, iré yo, y dondequiera que vivas, viviré; tu pueblo será mi pueblo y tu Dios, mi Dios; donde tú mueras… —Se detuvo, incapaz de hablar por el nudo que le cerraba la garganta; después, tras un momento, tragó saliva y continuó—: Donde tú mueras, moriré yo, y allí seré enterrada».

Walter sonrió, pero tenía lágrimas en los ojos.

—Gracias —dijo.

—Te quiero —repuso Maud—. ¿A qué hora sale el tren?

38

Agosto-octubre de 1919

I

Gus y Rosa regresaron a Washington al mismo tiempo que el presidente. En agosto, se las ingeniaron para que les concedieran permiso a ambos simultáneamente y volvieron a casa, a Buffalo. Al día siguiente a su llegada, Gus llevó a Rosa a la residencia de sus padres para que la conocieran.

Estaba nervioso, porque lo que más deseaba en este mundo era que a su madre le gustase Rosa. Sin embargo, la mujer tenía una opinión demasiado idealizada de lo atractivo que resultaba su hijo para las mujeres, y siempre había encontrado defectos a todas las chicas a las que él había mencionado a lo largo de su vida. Ninguna era lo bastante buena para él, sobre todo socialmente. Si hubiese querido casarse con la hija del rey de Inglaterra, seguramente su madre le habría dicho: «Hijo mío, ¿es que no puedes encontrar una chica americana de buena familia?».

—Lo primero que te llamará la atención de ella es que es muy guapa —dijo Gus durante el desayuno esa mañana—. En segundo lugar, verás que solo tiene un ojo. Al cabo de unos minutos, te darás cuenta de que es muy lista, y cuando llegues a conocerla mejor, entenderás que es la muchacha más maravillosa del mundo.

—Estoy segura de que así será —dijo su madre, con su apabullante falta de sinceridad habitual—. ¿Quiénes son sus padres?

Rosa llegó poco después de mediodía, cuando la madre de Gus estaba durmiendo la siesta y el padre todavía no había vuelto de la ciudad. Gus le enseñó la casa y los alrededores.

—¿Te das cuenta de que provengo de una familia más bien humilde? —preguntó ella, nerviosa.

—Te acostumbrarás a esto enseguida —dijo él—. Además, tú y yo no vamos a vivir rodeados de todos estos lujos, aunque es muy posible que nos compremos una casita elegante en Washington.

Jugaron al tenis. La partida no estaba muy igualada: Gus, con aquellas piernas y aquellos brazos tan largos, era demasiado bueno para ella, y la joven no sabía calcular con la necesaria precisión las distancias. Sin embargo, se enfrentó a su contrincante con una gran resolución, yendo a por cada pelota, y llegó a ganar algún set. Además, con aquel vestido de tenis blanco con el dobladillo a la altura de la pantorrilla, siguiendo la última moda, la joven estaba tan atractiva que Gus tuvo que hacer un gran esfuerzo para concentrarse en los golpes.

Para cuando llegó la hora del té, estaban sudando a mares.

—Haz acopio de todas tus reservas de tolerancia y buena voluntad —dijo Gus al otro lado de la puerta de la sala de estar—. Mamá puede ser una esnob insoportable.

Sin embargo, la madre de Gus estaba absolutamente encantadora; dio dos besos a Rosa en las mejillas y dijo:

—Pero qué aspecto tan sano tenéis los dos, así, tan acalorados después del ejercicio. Señorita Hellman, me alegro mucho de conocerla y espero que nos hagamos grandes amigas.

—Es usted muy amable —dijo Rosa—. Sería un privilegio ser su amiga.

La madre de Gus estaba muy complacida con aquel cumplido: sabía que era una
grand dame
de la alta sociedad de Buffalo, y consideraba muy apropiado que las mujeres más jóvenes le presentasen sus respetos. Rosa lo había adivinado de inmediato. Una chica muy lista, pensó Gus. Y generosa, además, teniendo en cuenta que, en el fondo, odiaba la autoridad bajo cualquiera de sus formas.

—Conozco a Fritz Hellman, su hermano —dijo la mujer. Fritz tocaba el violín en la Orquesta Sinfónica de Buffalo, y la madre de Gus estaba en la junta—. Tiene mucho talento.

—Gracias. Estamos muy orgullosos de él.

La madre de Gus siguió charlando de cosas triviales y Rosa dejó que llevara la voz cantante en la conversación. Gus no pudo evitar acordarse de la última vez que había llevado a casa a una chica con la que pensaba casarse: Olga Vyalov. La reacción de su madre en aquella ocasión había sido distinta: se había mostrado cortés y amigable, pero Gus sabía que no estaba siendo del todo sincera. Ese día parecía hablar con franqueza.

Le había preguntado a su madre por la familia Vyalov el día anterior. Habían enviado a Lev Peshkov a Siberia como intérprete del ejército. Olga no acudía a demasiadas reuniones sociales y parecía entregada en cuerpo y alma a la educación de su hijita. Josef había presionado al padre de Gus, el senador, para que enviase más ayuda militar a los rusos blancos.

—Parece ser que cree que los bolcheviques van a perjudicar los negocios familiares de los Vyalov en Petrogrado —le había dicho su madre.

—Es lo mejor que he oído decir sobre los bolcheviques —había contestado Gus.

Después del té, subieron a cambiarse. A Gus le turbaba la idea de pensar que Rosa estaba duchándose en la habitación de al lado. Nunca la había visto desnuda. Habían pasado horas apasionadas en su habitación del hotel de París, pero no habían llegado a mantener relaciones sexuales.

—Siento ser tan anticuada —le había dicho ella entonces, disculpándose—, pero me parece que deberíamos esperar. —En el fondo no era ninguna anarquista, ciertamente.

Los padres de Rosa estaban invitados a cenar. Gus se puso un esmoquin corto y bajó las escaleras. Preparó un whisky escocés para su padre pero no para él, pues presentía que necesitaría tener la cabeza bien despejada esa noche.

Rosa bajó ataviada con un vestido negro, con un aspecto absolutamente arrebatador. Sus padres llegaron a las seis en punto. Norman Hellman apareció vestido de rigurosa etiqueta, con frac, un atuendo no del todo adecuado para una cena familiar, aunque tal vez no tuviese ningún esmoquin. Era un hombre más bien bajito con una sonrisa encantadora, y Gus se dio cuenta de inmediato de que Rosa se parecía a él. Se bebió un par de martinis bastante rápido, el único indicio de que seguramente estaba nervioso, pero luego rechazó seguir tomando más alcohol. La madre de Rosa, Hilda, era una auténtica belleza, y tenía unas manos preciosas de dedos largos y finos. Costaba imaginársela trabajando como sirvienta. Al padre de Gus le gustó inmediatamente.

Cuando se sentaron a cenar, el doctor Hellman preguntó:

—Y dime, Gus, ¿cuáles son tus planes respecto a tu carrera profesional?

Tenía todo el derecho a hacerle aquella pregunta, pues era el padre de la mujer a la que amaba, pero lo cierto es que Gus no tenía una respuesta muy clara.

—Trabajaré para el presidente mientras me necesite —dijo.

—Ahora mismo tiene una tarea muy delicada entre manos.

—Es cierto. El Senado está planteando muchos problemas para aprobar el tratado de paz de Versalles. —Gus intentó que sus palabras no sonaran demasiado amargas—. Al fin y al cabo, fue Wilson quien consiguió persuadir a los europeos para que formaran la Sociedad de las Naciones, así que ahora me cuesta creer que sean los propios norteamericanos los que vayan a dar la espalda a la idea.

—El senador Lodge es un alborotador incorregible.

A Gus le parecía que el senador Lodge era un hijo de puta egocéntrico.

—El presidente decidió no llevarse a Lodge consigo a París, y ahora Lodge se está cobrando su venganza.

El padre de Gus, que era un viejo amigo tanto del presidente como del senador, dijo:

—Woodrow creó la Sociedad de las Naciones como parte del tratado de paz, pensando que, puesto que sería imposible que rechazásemos el tratado, no tendríamos más remedio que aceptar la sociedad. —Se encogió de hombros—. Lodge lo mandó al diablo.

—Para ser justos con Lodge —comentó el doctor Hellman—, creo que el pueblo americano tiene razón al preocuparse por el Artículo Diez. Si nos incorporamos a una sociedad que garantiza la protección de sus miembros frente a una agresión, estamos comprometiendo a las fuerzas estadounidenses a participar en conflictos desconocidos en el futuro.

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