Read La caída de los gigantes Online
Authors: Ken Follett
Walter se encontró con su padre algo pasada la medianoche, cuando los dos se estaban dando un pequeño descanso, tomando un café para permanecer despiertos y seguir trabajando.
—¡Esto es indignante! —bramó Otto—. Accedimos a un armisticio basado en los Catorce Puntos de Wilson… ¡pero este tratado no tiene nada que ver con ello!
Por una vez, Walter estaba de acuerdo con su padre.
Por la mañana ya se habían impreso copias de la traducción y se enviaron a Berlín con un mensajero especial: un ejercicio clásico de la eficiencia alemana, pensó Walter, a quien le resultaba más fácil ver las virtudes de su país ahora que lo estaban denigrando. Demasiado agotado para dormir, decidió ir a pasear hasta que se sintiera lo bastante relajado para acostarse.
Salió del hotel y fue al parque. Los rododendros estaban brotando. Era una mañana buena para Francia; sombría para Alemania. ¿Qué efecto causarían las propuestas en el apurado gobierno socialdemócrata alemán? ¿Se desesperaría la gente y abrazarían el bolchevismo?
Estaba solo en el gran parque, salvo por una mujer que llevaba un ligero abrigo de primavera y que estaba sentada en un banco, bajo un castaño. Absorto en sus pensamientos, Walter se llevó la mano al borde del sombrero de fieltro con educación al pasar junto a ella.
—Walter —dijo la mujer.
Se le detuvo el corazón. Conocía esa voz, pero no podía ser ella. Se volvió y la miró fijamente.
La mujer se levantó.
—Oh, Walter —dijo—. ¿No me has reconocido?
Era Maud.
La sangre de Walter parecía cantar al recorrer sus venas. Dio dos pasos hacia ella y Maud se lanzó a sus brazos. La estrechó con fuerza. Hundió su rostro en la curva del cuello de Maud e inhaló su fragancia, todavía tan familiar a pesar de los años transcurridos. Le besó la frente, las mejillas y luego la boca. Le hablaba y la besaba a la vez, pero ni las palabras ni los besos podían expresar todo lo que guardaba en su corazón.
Al final, fue ella quien habló.
—¿Todavía me quieres? —preguntó.
—Más que nunca —respondió él, y volvió a besarla.
II
Maud pasó las manos por el torso desnudo de Walter mientras estaban tumbados en la cama después de haber hecho el amor.
—Estás muy delgado —dijo.
El vientre de Walter formaba una curva cóncava, y los huesos de las caderas le sobresalían. Ella quería engordarlo a base de cruasanes con mantequilla y
foie gras
.
Estaban en una habitación de una fonda a algunos kilómetros de París. La ventana permanecía abierta, y una suave brisa primaveral hacía ondear las cortinas amarillo pálido. Maud había descubierto aquel lugar hacía muchos años, cuando Fitz lo había usado para sus citas con una mujer casada, la
comtesse
de Cagnes. El establecimiento, poco más que una casa grande en un pueblo pequeño, ni siquiera tenía nombre. Los hombres hacían una reserva para la comida y cogían una habitación para la tarde. Tal vez hubiera lugares así en las afueras de Londres, pero, en cierta forma, aquel sistema parecía muy francés.
Se registraron como el señor y la señora Wooldridge, y Maud se puso la alianza de boda que había escondido durante casi cinco años. Sin duda, la discreta propietaria dio por supuesto que solo fingían estar casados. Eso no les importaba, siempre que no sospechara que Walter era alemán, lo cual podría traerles problemas.
Maud no podía quitarle las manos de encima. Estaba tan agradecida de que hubiera vuelto a ella con su cuerpo intacto… Le recorrió la larga cicatriz de la espinilla con las yemas de los dedos.
—Me la hicieron en Château-Thierry —explicó Walter.
—Gus Dewar estuvo en esa batalla. Espero que no fuera él quien te disparó.
—Tuve suerte de que curase bien. Muchos hombres murieron de gangrena.
Hacía tres semanas que se habían reencontrado. Durante ese tiempo, Walter había estado trabajando día y noche en la respuesta alemana al borrador del tratado, y solo salía una media hora al día para dar un paseo con ella por el parque o a sentarse en la parte de atrás del Cadillac azul de Fitz mientras el chófer conducía dando vueltas.
Maud estaba tan asombrada como Walter por las duras condiciones que les habían ofrecido a los alemanes. El objeto de la conferencia de París era crear un nuevo mundo justo y pacífico; no permitir que los ganadores se vengaran de los perdedores. La nueva Alemania debía ser democrática y próspera. Ella quería tener hijos con su marido, y estos serían alemanes. A menudo pensaba en ese pasaje del Libro de Rut que empezaba diciendo: «Dondequiera que vayas, iré yo». Tarde o temprano tendría que decirle eso a Walter.
No obstante, le había reconfortado saber que no era la única a quien no le parecían bien las propuestas del tratado. Había más gente del lado de los aliados que creía que la paz era más importante que la venganza. Doce miembros de la delegación estadounidense habían dimitido en señal de protesta. En Gran Bretaña, en unas elecciones para cubrir un escaño que había quedado vacío, había ganado el candidato que abogaba por una paz no vengativa. El arzobispo de Canterbury había declarado públicamente que se sentía «muy incómodo» y decía hablar en nombre de un silencioso cuerpo de opinión que no estaba representado en los periódicos «antihunos».
El día anterior, los alemanes habían presentado su contrapropuesta: más de un centenar de páginas rigurosamente argumentadas que se basaban en los Catorce Puntos de Wilson. Esa mañana, la prensa francesa estaba que echaba humo. Indignados hasta más no poder, dijeron que el documento era un monumento a la insolencia y una payasada detestable.
—Nos acusan de arrogancia… ¡los franceses! —exclamó Walter—. ¿Cómo es ese dicho de un puchero?
—Apártate que me tiznas, dijo la sartén al cazo —contestó Maud.
Walter se tumbó de lado y empezó a jugar con el vello púbico de ella. Era oscuro, rizado y exuberante. Maud se había ofrecido a recortárselo, pero él le dijo que le gustaba tal como estaba.
—¿Qué vamos a hacer? —preguntó—. Es romántico verse en un hotel y acostarse por la tarde, como dos amantes ilícitos, pero no podemos seguir así para siempre. Tenemos que decirle al mundo que somos marido y mujer.
Maud estaba de acuerdo. También ella esperaba con impaciencia el día que pudiera dormir con él todas las noches, aunque no lo decía: le daba un poco de vergüenza lo mucho que le gustaba disfrutar del sexo con él.
—Podríamos formar un hogar, simplemente, y dejar que sacaran sus propias conclusiones.
—No me sentiría cómodo con eso —dijo Walter—. Parecería que los dos nos avergonzamos.
Ella sentía lo mismo. Quería anunciar su felicidad a los cuatro vientos, no ocultarla. Estaba orgullosa de Walter: era guapo, valiente y tenía una inteligencia fuera de lo común.
—Podríamos volver a casarnos —propuso—. Nos prometemos, lo anunciamos, organizamos una ceremonia, y nunca le diremos a nadie que ya llevábamos casados casi cinco años. No es ilegal casarse dos veces con la misma persona.
Walter lo meditó bien.
—Mi padre y tu hermano se opondrían. No podrían detenernos, pero sí hacérnoslo todo muy desagradable… lo cual marchitaría la felicidad de la ocasión.
—Tienes razón —dijo ella, entristecida—. Fitz diría que puede que algunos alemanes sean hombres de bien, pero que de todas maneras a nadie le gusta que se casen con su hermana.
—De modo que debemos anunciarles un hecho consumado.
—Podemos contárselo, y luego lo publicamos en la prensa —dijo Maud—. Diremos que es un símbolo del nuevo orden mundial. Un matrimonio angloalemán al mismo tiempo que el tratado de paz.
Él parecía dudarlo.
—¿Cómo podríamos conseguirlo?
—Hablaré con el director de la revista
Tatler
. Me tienen en estima; les he proporcionado muchísimo material.
Walter sonrió y dijo:
—Lady Maud Fitzherbert siempre va vestida a la última moda.
—¿Qué dices?
Walter cogió su billetera de la mesilla de noche y sacó un recorte de periódico.
—La única fotografía que tenía de ti —dijo.
Maud se la arrebató. Estaba desgastada por los años y su color se había desvanecido hasta quedar arenoso. Miró la foto con atención.
—Es de antes de la guerra.
—Y ha estado conmigo desde entonces. Como yo, ha sobrevivido.
Los ojos de Maud se llenaron de lágrimas y la imagen se emborronó más aún.
—No llores —dijo él, abrazándola.
Maud apretó su rostro contra el torso desnudo de Walter y siguió llorando. Había mujeres que lloraban por cualquier cosa, pero ella nunca había sido de esas. En ese momento, sin embargo, gimoteaba sin poder contenerse. Lloraba por los años perdidos, por los millones de jóvenes que yacían en su tumba y por el desperdicio estúpido e inútil que había supuesto la guerra. Estaba derramando todas las lágrimas reprimidas durante cinco años de autocontrol.
Cuando terminó y se le secaron los ojos, lo besó con avidez y volvieron a hacer el amor.
III
El 16 de junio, el Cadillac azul de Fitz recogió a Walter en el hotel y lo llevó al centro de París. Maud había decidido que la revista
Tatler
querría una fotografía de ellos dos. Walter llevaba puesto un traje de tweed confeccionado en Londres antes de la guerra. Le venía demasiado ancho en la cintura, pero todos los alemanes iban por ahí con ropa que les quedaba grande.
Walter había montado un pequeño departamento de los servicios secretos en el Hôtel des Réservoirs, y desde allí hacían un seguimiento de los periódicos franceses, británicos, estadounidenses e italianos, además de recopilar todos los chismes de los que se enteraba la delegación alemana. Sabía que había enconadas discusiones entre los aliados sobre las contrapropuestas alemanas. Lloyd George, un político que pecaba de flexible, estaba dispuesto a reconsiderar el borrador de tratado. Pero el primer ministro francés, Clemenceau, decía que ya había sido bastante generoso y resoplaba de indignación ante cualquier insinuación de enmienda. Sorprendentemente, Woodrow Wilson también se mostraba obstinado. Creía que el borrador era un acuerdo justo, y siempre que tomaba una decisión hacía oídos sordos a cualquier crítica.
Los aliados también estaban negociando tratados de paz para los socios de Alemania: Austria, Hungría, Bulgaria y el Imperio otomano. Estaban creando nuevos países como Yugoslavia y Checoslovaquia, y repartiéndose Oriente Próximo en zonas británicas y francesas. También discutían sobre si firmar la paz con Lenin. La gente estaba cansada de la guerra en todos los países, pero quedaban unos cuantos hombres poderosos que aún insistían en luchar contra los bolcheviques. El diario británico
Daily Mail
había descubierto una conspiración de financieros judíos internacionales que apoyaban al régimen de Moscú: una más de las inverosímiles fantasías de ese periódico.
En el tratado para Alemania, Wilson y Clemenceau habían invalidado la posición de Lloyd George, y ese mismo día, algo antes, el equipo alemán del Hôtel des Réservoirs había recibido un impaciente mensaje que les daba tres días para aceptar.
Walter, sentado en la parte de atrás del coche de Fitz, pensaba en el futuro de su país con pesimismo. Sería como una colonia africana, se dijo, donde los primitivos habitantes no trabajan más que para enriquecer a sus amos extranjeros. No querría educar a sus hijos en un lugar así.
Maud lo esperaba en el estudio del fotógrafo, maravillosa, con un vaporoso vestido veraniego que, según le dijo, era de Paul Poiret, su modisto favorito.
El fotógrafo tenía un fondo pintado en el que se veía un jardín repleto de flores, pero Maud decidió que era de mal gusto, así que posaron frente a las cortinas del comedor, que por suerte eran lisas. Al principio se colocaron uno al lado del otro, sin tocarse, como dos desconocidos. El fotógrafo propuso que Walter se arrodillara frente a Maud, pero aquello resultaba demasiado sentimental. Al final encontraron una postura que les gustó a todos: ellos dos dándose la mano y mirándose a los ojos en lugar de a la cámara.
El hombre prometió que al día siguiente ya tendrían listas las copias de la fotografía.
Se fueron a comer a la fonda.
—Los aliados no pueden ordenar a Alemania que firme y ya está —dijo Maud—. Eso no es una negociación.
—Es lo que han hecho.
—¿Qué pasará si os negáis?
—No lo han dicho.
—Y ¿qué vais a hacer?
—Unos cuantos de la delegación vuelven a Berlín esta noche para consultar con nuestro gobierno. —Suspiró—. Me temo que me han elegido para acompañarlos.
—Entonces, este es el momento para hacer nuestro anuncio. Volveré a Londres mañana, después de recoger las fotografías.
—Está bien —accedió él—. Yo se lo contaré a mi madre en cuanto llegue a Berlín. Ella se lo tomará bien. Después se lo diré a mi padre. Con él será otra cosa.
—Yo hablaré con tía Herm y la princesa Bea, y le escribiré a Fitz a Rusia.
—O sea que esta será la última vez que nos veamos en una temporada.
—Pues acaba de comer y vayamos a la cama.
IV
Gus y Rosa habían quedado en el Jardín de las Tullerías. París empezaba a recobrar la normalidad, pensó Gus con alegría. El sol lucía, los árboles tenían hojas y había hombres con claveles en el ojal que se sentaban a fumar un cigarro y a ver pasar a las mujeres mejor vestidas del mundo. A un lado del parque, la rue de Rivoli bullía de coches, camiones y carros tirados por caballos; al otro, las barcazas de carga navegaban por el Sena. Tal vez el mundo se recuperara, después de todo.
Rosa estaba deslumbrante con su vestido rojo de algodón ligero y un sombrero de ala ancha. «Si supiera pintar —pensó Gus al verla—, la pintaría así.»
Él llevaba una chaqueta azul y un canotier de paja muy de moda. Nada más verlo, Rosa se echó a reír.
—¿Qué pasa? —preguntó Gus.
—Nada. Estás muy guapo.
—Es por el sombrero, ¿verdad?
Ella reprimió otra risilla.
—Estás adorable.
—Me hace parecer estúpido. No puedo evitarlo. Los sombreros me sientan mal. Es porque tengo la misma forma que un martillo de bola.
Ella le dio un beso suave en los labios.
—Eres el hombre más atractivo de todo París.
Lo asombroso era que lo sentía de verdad. «¿Cómo he tenido tanta suerte?», pensó Gus.
La agarró del brazo.
—Vamos a pasear. —Y se la llevó hacia el Louvre.