La caída de los gigantes (135 page)

BOOK: La caída de los gigantes
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Caminó despacio, escudriñando la arremolinada neblina con la mirada. Si de verdad se trataba de Lev, era evidente que habría cambiado. En los últimos cinco años, Grigori había perdido un incisivo y la mayor parte de una oreja, y seguramente había cambiado también en otras cosas que él mismo no percibía. ¿Cuánto se habría transformado Lev?

Tras unos momentos, dos figuras salieron de la niebla blanca: un soldado ruso, con uniforme ajado y zapatos de confección casera; y, junto a él, un hombre que parecía estadounidense. ¿Era ese Lev? Llevaba el pelo muy corto, al estilo americano, y se había afeitado el bigote. Tenía ese aspecto de cara redondeada de los soldados estadounidenses bien alimentados, con hombros rollizos bajo el elegante uniforme nuevo. Un uniforme de oficial, comprobó Grigori con creciente incredulidad. ¿Podía ser Lev un oficial estadounidense?

El prisionero lo miraba fijamente y, al acercarse, Grigori vio que sí, era su hermano. En efecto, estaba diferente, y no era solo por ese aspecto general de pulcra prosperidad. Era la forma en que se movía, la expresión de su rostro y, sobre todo, la mirada de sus ojos. Había perdido su engreimiento infantil y había adquirido un aire precavido. De hecho, había madurado.

Cuando estuvieron lo bastante cerca para tocarse, Grigori pensó en todas las veces que lo había decepcionado Lev, y a sus labios afluyeron una horda de reproches; pero no pronunció ninguno de ellos y, en lugar de eso, abrió los brazos y abrazó a su hermano. Se dieron dos besos en las mejillas, se dieron palmadas en la espalda con cariño, volvieron a abrazarse y Grigori se sorprendió al verse llorar.

Al cabo de un rato, hizo subir a Lev al tren y lo llevó al vagón que utilizaba como despacho. Grigori le dijo a su ayudante que les trajera té. Se sentaron en dos sillones raídos.

—¿Estás en el ejército? —preguntó Grigori con incredulidad.

—En Estados Unidos el servicio militar es obligatorio —dijo Lev.

Eso tenía sentido. Lev jamás se habría alistado voluntariamente.

—¡Y eres oficial!

—Igual que tú —contestó Lev.

Grigori sacudió la cabeza.

—En el Ejército Rojo hemos abolido los rangos. Soy comisario militar.

—Pero todavía hay hombres que piden té y otros que lo sirven —repuso Lev cuando el ayudante entró con las tazas—. ¿No estaría orgullosa mamá?

—A más no poder. Pero ¿por qué no me escribiste nunca? ¡Pensaba que habías muerto!

—Ay, maldita sea, lo siento —dijo Lev—. Me sentía tan mal por haberme quedado con tu billete que quería escribir y decirte que podía pagarte un pasaje a ti también. No hacía más que retrasar la carta hasta que tuviera el dinero.

Era una excusa endeble, pero muy típica de Lev. No iba a una fiesta a menos que tuviera una chaqueta elegante que ponerse, y se negaba a entrar en un bar si no tenía dinero para invitar a una ronda de copas.

Grigori recordó otra traición.

—No me dijiste que Katerina estaba embarazada cuando te marchaste.

—¡Embarazada! No lo sabía.

—Sí que lo sabías. Le dijiste que no me lo contara.

—Ah. Supongo que lo olvidé. —Lev parecía tonto, pillado en plena mentira, pero no tardó mucho en recuperarse y contraatacar con su propia acusación—: ¡Ese barco en el que me enviaste ni siquiera iba a Nueva York! Me dejaron en tierra en una ciudad de mala muerte llamada Cardiff. Tuve que trabajar durante meses para ahorrar y poder comprar otro billete.

Grigori incluso se sintió culpable un instante; después recordó cómo le había suplicado su hermano ese billete.

—A lo mejor no debería haberte ayudado a escapar de la policía —dijo, arisco.

—Supongo que hiciste lo mejor para mí —repuso Lev a regañadientes. Después le dirigió esa cálida sonrisa con la que siempre conseguía el perdón de Grigori—. Como has hecho siempre —añadió—. Desde que murió mamá.

Grigori sintió un nudo en la garganta.

—De todas formas —dijo, concentrándose en que su voz sonara firme—, deberíamos castigar a la familia Vyalov por engañarnos.

—Yo ya tuve mi venganza —dijo Lev—. Hay un Josef Vyalov en Buffalo. Me follé a su hija y la dejé embarazada, y él tuvo que permitir que me casara con ella.

—¡Dios mío! ¿Ahora formas parte de la familia Vyalov?

—Después lo lamentó, y por eso se encargó de que me llamaran a filas. Espera que me maten en el campo de batalla.

—Joder, ¿todavía piensas con la polla?

Lev se encogió de hombros.

—Supongo que sí.

También Grigori tenía que darle algunas noticias, y estaba nervioso por cómo hacerlo. Empezó por decir con cautela:

—Katerina tuvo un niño, tu hijo. Lo llamó Vladímir.

Lev parecía satisfecho.

—Ah, ¿sí? ¡Conque tengo un hijo!

Grigori no tuvo valor para revelarle que Vladímir no sabía nada de Lev, y que lo llamaba «papá» a él. En lugar de eso, dijo:

—Yo he cuidado de él.

—Sabía que lo harías.

Grigori sintió una punzada de indignación familiar al ver cómo Lev daba por sentado que otros asumirían las responsabilidades que él iba dejando por el camino.

—Lev —dijo—, me casé con Katerina. —Esperó a ver la reacción de ultraje.

Pero Lev permaneció calmado.

—También sabía que harías eso.

Grigori no salía de su asombro.

—¿Qué?

Lev asintió.

—Siempre estuviste loco por ella, y Katerina necesitaba a un hombre fuerte y digno de confianza para criar a su hijo. Estaba convencido de que sucedería así.

—¡Pasé un infierno! —exclamó Grigori. ¿Había sufrido tanto por nada?—. Me torturaba la idea de haberte sido desleal.

—Diablos, no. Yo la dejé en la estacada. Os deseo lo mejor.

Grigori se enfureció al ver que Lev se lo tomaba todo tan a la ligera.

—¿No te preocupábamos ni un poco? —preguntó, dolido.

—Ya me conoces, Grishka.

Por supuesto que Lev no se había preocupado por ellos.

—Casi ni pensabas en nosotros.

—Claro que pensaba en vosotros. No seas tan santurrón. Tú la querías; durante una temporada mantuviste las distancias, puede que unos años; pero al final te la tiraste.

Era la pura verdad. Lev tenía una forma muy molesta de rebajar a todo el mundo a su nivel.

—Tienes razón —dijo Grigori—. De todas formas, ahora tenemos también una niña, Anna. Tiene un año y medio.

—Dos adultos y dos niños. No importa. Tengo bastante.

—¿De qué estás hablando?

—He hecho un poco de dinero vendiéndoles whisky de los almacenes del ejército británico a los cosacos a cambio de oro. He acumulado una pequeña fortuna. —Lev se metió una mano por dentro de la camisa del uniforme, desabrochó una hebilla y sacó una faltriquera—. ¡Aquí hay bastante para pagar los pasajes de los cuatro y que os vengáis a América! —Le dio la faltriquera a su hermano.

Grigori estaba atónito y emocionado. Lev, después de todo, no se había olvidado de su familia. Había ahorrado para un pasaje. Naturalmente, tenía que realizar la entrega del dinero con un gesto ampuloso: así era el carácter de Lev. Pero había mantenido su promesa.

Qué lástima que no sirviera de nada.

—Gracias —dijo Grigori—. Estoy orgulloso de ti al ver que has hecho lo que dijiste. Pero, desde luego, ya no es necesario. Puedo conseguir que te liberen y ayudarte a recuperar una vida normal en Rusia. —Le devolvió el cinturón con el dinero.

Lev lo aceptó y lo sostuvo en las manos sin dejar de mirarlo.

—¿Qué quieres decir?

Grigori vio que Lev estaba ofendido y comprendió que lo había herido al rechazar su regalo. Sin embargo, le preocupaba más otra cosa. ¿Qué sucedería cuando Lev y Katerina se reencontraran? ¿Volvería ella a enamorarse del hermano más atractivo? A Grigori se le heló el corazón al pensar que podía perderla después de todo lo que habían pasado juntos.

—Ahora vivimos en Moscú —dijo—. Tenemos un apartamento en el Kremlin; Katerina, Vladímir, Anna y yo. Me resultará bastante fácil conseguirte uno a ti también…

—Espera un momento —lo interrumpió Lev, y en su rostro apareció una expresión de incredulidad—. ¿Crees que quiero volver a Rusia?

—Ya lo has hecho —repuso Grigori.

—¡Pero no para quedarme!

—No es posible que quieras regresar a América.

—¡Claro que quiero! Y tú deberías venir conmigo.

—¡Pero es que no hay necesidad! Rusia ya no es como antes. ¡El zar ya no está!

—Me gusta América —dijo Lev—. A ti también te gustará, a todos vosotros, sobre todo a Katerina.

—¡Pero aquí estamos haciendo historia! Hemos inventado una nueva forma de gobierno, el sóviet. Esto es la nueva Rusia, el nuevo mundo. ¡Te lo estás perdiendo todo!

—Eres tú el que no lo entiende —replicó Lev—. En América tengo mi propio coche. Hay más alimentos de los que puedas comer. Todo el alcohol que quieras, todos los cigarrillos que puedas fumar. ¡Tengo cinco trajes!

—¿De qué sirve tener cinco trajes? —preguntó Grigori con frustración—. Es como tener cinco camas. ¡Solo se usa uno a la vez!

—No es así como yo lo veo.

Lo que hacía que la conversación resultara tan exasperante era que estaba claro que Lev creía que era Grigori el que no entendía nada. Grigori ya no sabía qué más decir para hacer cambiar de opinión a su hermano.

—¿De verdad es eso lo que quieres? ¿Cigarrillos, demasiada ropa y un coche?

—Es lo que desea todo el mundo. Será mejor que los bolcheviques lo recordéis bien.

Grigori no pensaba dejar que Lev le diera ninguna lección de política.

—Los rusos quieren pan, paz y tierra.

—De todas formas, en América tengo una hija. Se llama Daisy. Tiene tres años.

Grigori arrugó la frente, dubitativo.

—Sé lo que estás pensando —dijo Lev—. No me ocupé del hijo de Katerina… ¿cómo has dicho que se llamaba?

—Vladímir.

—Piensas que él no me importó, así que, ¿por qué debería importarme Daisy? Pero es diferente. A Vladímir no llegué a conocerlo. Solo era una cosa diminuta en el vientre de su madre cuando me fui de Petrogrado. Pero a Daisy la quiero y, lo que es más importante, ella me quiere a mí.

Al menos eso sí que lo entendía Grigori. Se alegraba de que Lev tuviera suficiente corazón para sentirse unido a su hija. Y, aunque lo soliviantaba que prefiriese Estados Unidos, en el fondo se sentiría enormemente aliviado si Lev no volvía a casa. Porque seguro que querría conocer a Vladímir y, entonces, ¿cuánto tiempo pasaría antes de que el niño se enterase de quién era su verdadero padre? Y, si Katerina decidía dejar a Grigori por Lev y llevarse a Vladímir con ella, ¿qué pasaría con Anna? ¿La perdería Grigori también a ella? Para él, pensó con culpabilidad, era mucho mejor que Lev volviera a Estados Unidos solo.

—Creo que estás tomando la decisión equivocada, pero no voy a obligarte —dijo.

Lev sonrió.

—Tienes miedo de que me lleve a Katerina, ¿verdad? Te conozco demasiado, hermano.

Grigori se estremeció.

—Sí —dijo—. Que te la lleves, y luego vuelvas a abandonarla y dejes que sea yo quien recoja los pedazos una segunda vez. También yo te conozco a ti.

—Pero me ayudarás a volver a América.

—No. —Grigori no pudo evitar sentir una punzada de satisfacción al ver la expresión de miedo que asomó al rostro de Lev, pero no prolongó la agonía—. Te ayudaré a volver al ejército blanco. Ellos podrán llevarte a América.

—¿Cómo lo haremos?

—Iremos en coche hasta la línea de batalla, algo más allá. Allí te liberaré en tierra de nadie. Después de eso, estarás solo.

—Podrían dispararme.

—A los dos podrían dispararnos. Esto es una guerra.

—Supongo que tendré que arriesgarme.

—No te pasará nada, Lev —sentenció Grigori—. Nunca te pasa nada.

IV

Llevaron escoltado a Billy Williams a pie por las polvorientas calles de la ciudad desde la cárcel municipal de Ufa hasta la Escuela de Comercio que el ejército británico estaba utilizando como acuartelamiento provisional.

El consejo de guerra tuvo lugar en un aula. Fitz estaba sentado al escritorio del profesor, con su edecán, el capitán Murray, a su lado. También se hallaba presente el capitán Gwyn Evans, con una libreta y un lápiz.

Billy iba sucio y sin afeitar, y había dormido mal junto a los borrachos y las prostitutas de la ciudad. Fitz llevaba un uniforme perfectamente planchado, como siempre. El muchacho sabía que tenía graves problemas. El veredicto era de prever: las pruebas eran claras. Había revelado secretos militares en cartas codificadas a su hermana. Sin embargo, estaba decidido a no dejar que notaran que tenía miedo. Iba a dar una buena imagen de su persona.

Fitz tomó la palabra:

—Esto es un consejo de guerra sumarísimo de campaña, permitido cuando el acusado está en servicio activo en el extranjero y no es posible celebrar el consejo de guerra habitual. Solo se necesitan tres oficiales en el papel de jueces, o dos, si no se dispone de más. Se puede enjuiciar a un soldado de cualquier rango por cualquier tipo de infracción, y tiene potestad para imponer la pena capital.

La única posibilidad de Billy era influir en la sentencia. Entre los posibles castigos estaban el encarcelamiento o la deportación con trabajos forzados y la muerte. Sin duda, Fitz querría enviar a Billy al pelotón de fusilamiento, o al menos condenarlo a muchos años de cárcel. El objetivo del sargento era sembrar en la mente de Murray y Evans suficientes dudas sobre la imparcialidad del juicio para hacerles optar por un breve período de prisión.

—¿Dónde está mi abogado? —preguntó entonces.

—No nos es posible ofrecerle representación legal —respondió Fitz.

—Está seguro de eso, ¿verdad, señor?

—Hable solo cuando se lo digan, sargento.

—Que conste en acta que se me ha negado el acceso a un abogado —dijo Billy. Miró a Gwyn Evans, el único que tenía una libreta. Como Evans no hacía nada, Billy añadió—: ¿O será el acta de este juicio un embuste? —Puso muchísimo énfasis en la palabra «embuste», sabiendo que ofendería al conde. Era parte del código del caballero inglés decir siempre la verdad.

Fitz le hizo un gesto con la cabeza a Evans, que tomó nota.

«Primer punto para mí», pensó Billy, y se alegró un poco.

—William Williams, se le acusa según la Primera Parte de la Ley del Ejército. La acusación consiste en que, a sabiendas y estando de servicio, ha cometido un acto calculado para poner en peligro el éxito de las fuerzas de Su Majestad. La pena es la muerte, o un castigo menor que le imponga este tribunal.

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