Read La caída de los gigantes Online
Authors: Ken Follett
—¿Has visto el
Tatler
? —preguntó Rosa.
—¿La revista de Londres? No, ¿por qué?
—Parece que tu íntima amiga lady Maud se ha casado con un alemán.
—¡Oh! —exclamó—. ¿Cómo lo han descubierto?
—¿Me estás diciendo que ya lo sabías?
—Lo suponía. Vi a Walter en Berlín en 1916 y me pidió que le llevara una carta a Maud. Supuse que eso significaba que, o estaban prometidos, o estaban casados.
—¡Qué discreto eres! Nunca me dijiste nada.
—Era un secreto peligroso.
—Puede que aún lo sea. El
Tatler
se porta bien con ellos, pero otras publicaciones podrían seguir una línea diferente.
—Maud ya ha sido víctima de la prensa en otras ocasiones. Es bastante dura.
Rosa parecía avergonzada.
—Supongo que era de eso de lo que hablabais aquella noche, cuando te vi teniendo aquel
tête-à-tête
con ella.
—Exacto. Me estaba preguntando si tenía alguna noticia de Walter.
—Me siento boba por haber sospechado que coqueteabas.
—Te perdono, pero me reservo el derecho a recordártelo la próxima vez que me critiques injustificadamente. ¿Puedo preguntarte una cosa?
—Lo que tú quieras, Gus.
—En realidad son tres preguntas.
—Qué mal presagio. Como en un cuento popular. Si no adivino las respuestas, ¿desapareceré?
—¿Sigues siendo anarquista?
—¿Te molestaría?
—Supongo que me pregunto si la política podría separarnos.
—El anarquismo es la creencia de que nadie está legitimado para gobernar. Todas las filosofías políticas, desde el derecho divino de los reyes hasta el contrato social de Rousseau, intentan justificar la autoridad. Los anarquistas creen que todas esas teorías fallan, y que por tanto ninguna forma de autoridad es legítima.
—Irrefutable, en teoría. Imposible de llevar a la práctica.
—Lo pillas todo al vuelo. En efecto, todos los anarquistas se oponen a la clase dirigente, pero difieren muchísimo en su visión de cómo debería funcionar la sociedad.
—Y ¿cuál es tu visión?
—Ya no lo tengo tan claro como antes. Cubrir la información de la Casa Blanca me ha dado una perspectiva diferente de la política, pero todavía creo que la autoridad debe justificarse.
—Me parece que nunca nos pelearemos por eso.
—Bien. ¿Siguiente pregunta?
—Cuéntame lo de tu ojo.
—Nací así. Podría operarme para abrirlo. Detrás del párpado no tengo más que una masa de tejido inútil, pero podría llevar un ojo de cristal. Sin embargo, nunca se cerraría. Supongo que este es el mal menor. ¿Te incomoda?
Gus dejó de caminar y se volvió para mirarla de frente.
—¿Puedo darle un beso?
Ella dudó.
—Está bien.
Se inclinó y le dio un beso en el párpado cerrado. El tacto contra sus labios no tenía nada de extraño. Era igual que darle un beso en la mejilla.
—Gracias —le dijo.
—Nadie lo había hecho nunca —repuso ella en voz baja.
Él asintió. Suponía que podía ser una especie de tabú.
—¿Por qué has querido hacerlo? —le preguntó Rosa.
—Porque me gustas toda tú, y quiero asegurarme de que lo sepas.
—Ah. —Se quedó callada un rato, y él se dio cuenta de que estaba embargada por la emoción; pero entonces sonrió y recuperó ese tono burlón que tanto le gustaba—. Bueno, si hay alguna otra cosa extraña que quieras besar, házmelo saber.
Gus no estaba muy seguro de cómo responder a ese ofrecimiento vagamente incitante, así que lo archivó para futuras reflexiones.
—Tengo una pregunta más.
—Dispara.
—Hace cuatro meses te dije que te quería.
—No se me ha olvidado.
—Pero tú no me has dicho lo que sientes por mí.
—¿No es evidente?
—A lo mejor, pero me gustaría que me lo dijeras. ¿Me quieres?
—Oh, Gus, ¿no lo entiendes? —Su rostro se transformó, parecía angustiada—. No soy lo bastante buena para ti. Tú eras el mejor partido de Buffalo, y yo la anarquista tuerta. Se supone que debes enamorarte de una chica elegante, guapa y rica. Yo soy hija de un médico… mi madre era doncella. No soy la persona adecuada, digna de tu amor.
—¿Me quieres? —preguntó él con tranquila insistencia.
Rosa se puso a llorar.
—Claro que sí, bobo, te quiero con todo mi corazón.
La abrazó.
—Pues eso es lo único que importa —dijo.
V
Tía Herm dejó el
Tatler
.
—Ha sido muy poco apropiado por tu parte casarte en secreto —le dijo a Maud. Después sonrió con complicidad—. Pero ¡qué romántico!
Estaban en el salón de la casa de Fitz en Mayfair. Bea la había redecorado después del final de la guerra siguiendo el nuevo estilo
art déco
, con sillas de aspecto utilitario y baratijas modernistas de plata de Aspreys. Con Maud y tía Herm estaban Bing Westhampton, el granuja amigo de Fitz, y la mujer de este. La temporada de Londres estaba en pleno apogeo y ellos se disponían a ir a la ópera en cuanto Bea estuviese lista. La princesa les estaba dando las buenas noches a Boy, que ya tenía tres años y medio, y a Andrew, de dieciocho meses.
Maud cogió la revista y volvió a mirar el artículo. No es que la fotografía le gustara demasiado. Había imaginado que retrataría a dos personas enamoradas. Por desgracia, semejaba una escena de una película sentimental. Walter parecía depredador, sosteniéndole la mano y mirándola a los ojos como un perverso Lothario, y ella la ingenua a punto de caer víctima de sus artimañas.
Sin embargo, el texto era justo lo que había esperado. El redactor recordaba a los lectores que lady Maud había sido «la moderna sufragista» de antes de la guerra que había fundado la publicación
The Soldier’s Wife
para luchar por los derechos de las mujeres que se habían quedado en casa y había ido a la cárcel por protestar en defensa de Jayne McCulley. Decía que Walter y ella habían tenido intención de anunciar su compromiso de la manera habitual, pero que el estallido de la guerra se lo había impedido. Su precipitado matrimonio secreto quedaba retratado como un intento desesperado por hacer lo correcto en unas circunstancias que se salían de lo normal.
Maud había insistido en que la citaran textualmente, y la revista había mantenido su promesa. «Sé que hay británicos que odian a los alemanes —había dicho—, pero también sé que Walter y muchos otros compatriotas suyos hicieron cuanto pudieron por evitar la guerra. Ahora que se ha terminado, debemos crear paz y amistad entre los antiguos enemigos, y espero sinceramente que la gente vea nuestra unión como un símbolo del nuevo mundo.»
A lo largo de sus años de campañas políticas, Maud había aprendido que a veces se podía conseguir el apoyo de una publicación dándole una buena historia en exclusiva.
Walter había regresado a Berlín, tal como habían planeado. Los alemanes habían recibido los abucheos de la muchedumbre al salir hacia la estación del ferrocarril para volver a su país. Una secretaria resultó herida por una piedra que lanzó alguien. El comentario francés había sido: «Recordad lo que le hicieron a Bélgica». La secretaria todavía estaba en el hospital. Entretanto, el pueblo alemán se mostraba furiosamente contrario a la firma del tratado.
Bing estaba sentado al lado de Maud en el sofá. Por una vez, no intentaba coquetear con ella.
—Cómo me gustaría que tu hermano estuviera aquí para aconsejarte sobre esto —dijo, señalando la revista con un gesto de la cabeza.
Maud había escrito a Fitz para darle la noticia de su matrimonio, y había incluido el recorte del
Tatler
para demostrarle que lo que había hecho era aceptado por la sociedad londinense. No tenía idea de cuánto tardaría su carta en llegar a dondequiera que estuviera Fitz, y no esperaba recibir respuesta hasta al cabo de unos meses. Entonces ya sería demasiado tarde para que su hermano protestara. No podría más que sonreír y felicitarla.
Maud se enfureció al oír la insinuación de que necesitaba a un hombre para que le dijera qué hacer.
—Y ¿qué podría decirme Fitz?
—Que, en el futuro inmediato, la vida de la esposa de un alemán va a ser dura.
—No necesito a un hombre para que me diga eso.
—En ausencia de tu hermano, siento cierto grado de responsabilidad.
—Por favor, no te molestes. —Maud intentó no ofenderse. ¿Qué consejo podía darle Bing a nadie, aparte de cómo apostar y beber en los garitos nocturnos de todo el mundo?
Bing bajó la voz:
—Tengo mis dudas al decirte esto, pero… —Miró con intensidad a tía Herm, que captó la indirecta y fue a servirse algo más de café—. Si pudieras decir que el matrimonio nunca se consumó, tal vez podría ser anulado.
Maud pensó en la habitación de las cortinas amarillo pálido y tuvo que contener una sonrisa de felicidad.
—Pero no puedo…
—Por favor, no me expliques nada. Solo quiero asegurarme de que comprendes las opciones que tienes.
Maud reprimió su creciente indignación.
—Sé que lo haces con toda tu buena intención, Bing…
—También existe la posibilidad del divorcio. Siempre hay una forma, ya sabes, de que el hombre le dé motivos a la mujer…
Maud ya no pudo contener más su furia.
—Por favor, deja el tema ahora mismo —dijo alzando la voz—. No tengo el menor deseo de conseguir ni una anulación ni el divorcio. Amo a Walter.
Bing pareció tomárselo a mal.
—Solo intentaba decir lo que creo que Fitz, como cabeza de familia, te diría si estuviera aquí. —Se levantó y le habló a su mujer—: Nos iremos ya, ¿quieres? No hay ninguna necesidad de que lleguemos todos tarde.
Unos minutos después, Bea entró con un vestido nuevo de seda rosa.
—Yo ya estoy lista —dijo, como si la que hubiese estado esperando fuera ella, y no al revés.
Su mirada se dirigió a la mano izquierda de Maud y vio en ella la alianza, pero no hizo ningún comentario. Cuando Maud le había dado la noticia, su respuesta había sido cuidadosamente neutral. «Espero que seas feliz —había dicho sin afabilidad—. Y espero que Fitz sea capaz de aceptar el hecho de que no contaras con su permiso.»
Salieron y subieron al coche. Era el Cadillac negro que Fitz había comprado después de que el azul se quedara abandonado en Francia. Maud pensó que Fitz lo proveía todo: la casa en la que vivían las tres mujeres, los vestidos fabulosamente caros que llevaban, el coche y el palco de la ópera. Sus facturas del Ritz de París habían sido enviadas a Albert Solman, el gestor de los negocios de su hermano, allí en Londres, quien las había pagado sin hacer ninguna pregunta. Fitz nunca se quejaba. Maud sabía que con Walter jamás podría llevar ese estilo de vida. Tal vez Bing estuviera en lo cierto y a ella le costaría pasar sin todos los lujos a los que estaba acostumbrada. Sin embargo, estaría junto al hombre al que amaba.
Llegaron a Covent Garden en el último minuto a causa del retraso de Bea. El público ya había ocupado sus asientos. Las tres mujeres subieron corriendo la escalera de alfombra roja y se dirigieron al palco. Maud recordó de pronto lo que le había hecho a Walter en ese palco durante
Don Giovanni
. Sintió vergüenza: ¿cómo se le había pasado por la cabeza arriesgarse de tal manera?
Bing Westhampton ya estaba allí con su mujer, y se levantó para sostenerle la silla a Bea. El auditorio permanecía en silencio: la representación estaba a punto de empezar. Observar a la gente era uno de los atractivos de la ópera, y muchas cabezas se volvieron para mirar a la princesa mientras tomaba asiento. Tía Herm se sentó en la segunda fila, pero Bing le sostuvo una silla también a Maud. Un murmullo de comentarios se levantó desde el patio de butacas: la mayoría habrían visto la fotografía y habrían leído el artículo del
Tatler
. Muchos de ellos conocían personalmente a Maud: así era la sociedad londinense, los aristócratas y los políticos, los jueces y los obispos, los artistas de éxito y los ricos hombres de negocios… y sus mujeres. Maud se quedó un momento de pie para que pudieran mirarla bien y ver lo satisfecha y orgullosa que estaba.
Fue un error.
El sonido que procedía del público cambió. El murmullo creció. No se distinguía ninguna palabra, pero de todas formas las voces adoptaron una nota de reprobación, como el cambio del zumbido de una mosca cuando se topa con una ventana cerrada. Maud se sintió desconcertada. Después oyó otro sonido, el cual se parecía horriblemente a un abucheo. Confundida y consternada, se sentó.
No sirvió de nada. Todo el mundo la estaba mirando. El abucheo se extendió por toda la platea en cuestión de segundos y después empezó también en el primer piso.
—Lo que yo decía —comentó Bing en una débil protesta.
Maud jamás se había enfrentado a un odio semejante, ni siquiera en el apogeo de las manifestaciones de las sufragistas. Sentía en el estómago un dolor, como un calambre. Deseó que empezara la música, pero también el director la estaba mirando y tenía la batuta a un lado.
Intentó devolverles la mirada con orgullo a todos ellos, pero se le saltaron las lágrimas y se le nubló la vista. Comprendió que aquella pesadilla no terminaría por sí sola. Tenía que hacer algo.
Se levantó, y los abucheos se intensificaron.
Las lágrimas le caían por las mejillas. Casi a ciegas, se volvió de espaldas, tiró la silla al suelo y se tambaleó hacia la puerta del fondo del palco. Tía Herm se levantó y dijo:
—Ay, Dios mío, Dios mío, Dios mío.
Bing se levantó también de un salto y abrió la puerta. Maud salió, seguida de cerca por tía Herm. Bing fue tras ellas. Maud oyó cómo los abucheos se desvanecían entre unas cuantas carcajadas, y luego, para horror suyo, el público arrancó a aplaudir, felicitándose por haberse librado de ella. La burla de su aplauso la siguió por el pasillo, escalera abajo y hasta salir del teatro.
VI
El trayecto desde la puerta del parque hasta el palacio de Versalles era de un kilómetro y medio. Ese día estaba flanqueado por cientos de soldados montados de la caballería francesa con su uniforme azul. El sol estival relucía en el acero de sus cascos. Sostenían lanzas con banderines rojos y blancos en la cálida brisa.
A pesar de la vergüenza sufrida en la ópera, Johnny Remarc le había conseguido a Maud una invitación para la firma del tratado de paz, pero había tenido que viajar en la parte de atrás de un camión abierto, apretada con todas las secretarias de la delegación británica como ovejas de camino al mercado.