Read La caída de los gigantes Online
Authors: Ken Follett
—Esta guerra es una guerra imperialista y depredadora. No queremos formar parte de esta vergonzosa carnicería humana imperialista. ¡Con el derrocamiento del capital podemos alcanzar una paz democrática!
Esa frase arrancó un rugido aún mayor.
—¡No queremos las mentiras ni los fraudes de un Parlamento burgués! La única forma de gobierno posible es un Sóviet de Diputados Obreros. Debemos tomar todos los bancos y someterlos al control del Sóviet. Toda la propiedad privada debe ser confiscada. ¡Y todos los oficiales del ejército deben ser electos!
Eso era exactamente lo que pensaba Grigori, y vitoreó y alzó su mano igual que todos los demás de aquel gentío.
—¡Larga vida a la revolución!
La muchedumbre enloqueció.
Lenin bajó como pudo de lo alto del vehículo y entró en el carro blindado, que arrancó y avanzó al paso. La multitud lo rodeó y lo siguió, agitando banderas rojas. La banda militar se unió al desfile, tocando una marcha.
—¡Este es el hombre que quiero! —exclamó Grigori.
—¡Y yo! —repuso Konstantín.
Y siguieron el desfile.
Mayo y junio de 1917
I
El Monte Carlo, el club nocturno de Buffalo, tenía un aspecto horrible a plena luz del día, pero aun así a Lev Peshkov le gustaba. La carpintería estaba rayada, la pintura desconchada, la tapicería manchada, y había colillas de cigarrillo por toda la moqueta; sin embargo, Lev lo consideraba el paraíso. Cuando entró le dio un beso a la chica del guardarropa, un puro al portero, y le dijo al camarero que tuviera cuidado al levantar una caja.
El trabajo de gerente de club nocturno era ideal para él. Su principal responsabilidad era cerciorarse de que nadie robaba. Puesto que él mismo era ladrón, sabía cómo hacerlo. Por lo demás, tan solo debía asegurarse de que hubiera suficiente bebida en la barra y un grupo decente en el escenario. Aparte de su sueldo, tenía cigarrillos gratis y todo el alcohol que pudiera beber sin caerse al suelo. Siempre llevaba un traje de noche formal, que lo hacía sentirse como un príncipe. Josef Vyalov le permitía dirigir el negocio sin meter baza. Mientras hubiera beneficios, su suegro no mostraba un gran interés por el club, tan solo aparecía de vez en cuando con sus compinches para ver la actuación.
Lev únicamente tenía un problema: su mujer.
Olga había cambiado. Durante unas cuantas semanas, en el verano de 1915, se había comportado como una viciosa, siempre tenía ganas de sentir su cuerpo. Pero ahora sabía que aquel comportamiento fue la excepción, no la regla. Desde que se habían casado, todo lo que él hacía la disgustaba. Ella quería que se bañara a diario, que usara cepillo de dientes y dejara de tirarse pedos. A Olga no le gustaba bailar ni beber, y le pidió que no fumara. Nunca iba al club. Dormían en camas separadas. Le decía que era un hombre de clase baja.
—Soy de clase baja —le dijo Lev un día a su mujer—. Por eso era el chófer. —Su respuesta no satisfizo a Olga.
De modo que contrató a Marga.
Su antiguo amor estaba en el escenario, ensayando un nuevo número con el grupo, mientras dos mujeres negras con pañuelos en la cabeza limpiaban las mesas y barrían el suelo. Marga llevaba un vestido ceñido y pintalabios rojo. Lev le había dado trabajo como bailarina, sin tener ni idea de si era buena o no. Al final, resultó que no solo era buena, sino que era toda una estrella. Ahora estaba cantando a pleno pulmón una canción muy sugerente sobre una mujer que esperaba a que llegara su hombre toda la noche.
Aunque me consume la frustración
,
el anhelo de la espera
aviva nuestra relación
cuando me devora entera
.
Lev sabía exactamente a qué se refería.
Observó su actuación hasta que acabó. Marga bajó del escenario y le dio un beso en la mejilla. Lev cogió dos botellas de cerveza y la siguió hasta el camerino.
—Ha sido una gran actuación —dijo, cuando entró.
—Gracias. —Se llevó la botella a la boca y la inclinó. Lev miró sus labios rojos alrededor del cuello de la botella. Marga tomó un gran sorbo. Se dio cuenta de que Lev la miraba, tragó la cerveza y sonrió—. ¿Esto te recuerda algo?
—Y que lo digas.
La abrazó y deslizó las manos por su cuerpo. Al cabo de unos minutos, ella se arrodilló, le desabrochó los pantalones y se la empezó a chupar. Era muy buena, la mejor que había conocido. O bien le gustaba mucho, o era la mejor actriz de Estados Unidos. Lev cerró los ojos y lanzó un suspiro de placer.
De repente se abrió la puerta y entró Josef Vyalov.
—¡De modo que es cierto! —gritó con furia.
Lo siguieron dos de sus matones, Ilya y Theo.
Lev se llevó un susto de muerte. Intentó abrocharse el pantalón a toda prisa y disculparse al mismo tiempo.
Marga se puso en pie rápidamente y se limpió la boca.
—¡Estáis en mi camerino!
—Y tú en mi club nocturno —replicó Vyalov—. Pero por poco tiempo. Estás despedida. —Se volvió hacia Lev—. ¡Cuando estás casado con mi hija, no te puedes follar al personal!
—No me estaba follando, Vyalov —dijo Marga en tono desafiante—. ¿Es que no te has dado cuenta?
Vyalov le dio un puñetazo en la boca. Ella gritó y cayó de espaldas, con el labio ensangrentado.
—Estás despedida —le repitió—. Que te den por culo.
La cantante agarró su bolso y se fue.
Vyalov miró a Lev.
—Eres un imbécil —le dijo—. ¿Acaso no he hecho bastante por ti?
—Lo siento, padre.
Su suegro lo aterraba. Era capaz de todo: quien lo contrariaba corría el peligro de ser azotado, torturado, mutilado o asesinado. No tenía piedad ni miedo de la ley. A su manera, era tan poderoso como el zar.
—No me digas que es la primera vez —espetó Vyalov—. He oído estos rumores desde que te puse al mando del negocio.
Lev no abrió la boca. Los rumores eran ciertos. Había habido otras, pero no desde que contrató a Marga.
—Voy a trasladarte —dijo Vyalov.
—¿A qué se refiere?
—Que voy a apartarte del club. Hay demasiadas chicas por aquí, joder.
A Lev se le cayó el alma a los pies. Le encantaba el Monte Carlo.
—Pero ¿qué haré?
—Tengo una fundición en el puerto, donde no trabaja ninguna mujer. El gerente se ha puesto enfermo, está en el hospital. Dirígela por mí.
—¿Una fundición? —preguntó Lev con incredulidad—. ¿Yo?
—Trabajaste en la fábrica Putílov.
—¡En los establos!
—Y en la mina de carbón.
—Haciendo lo mismo.
—De modo que conoces el entorno.
—¡Y lo odio!
—¿Te he preguntado lo que te gusta? Joder, acabo de pillarte con los pantalones bajados. Aún has tenido suerte.
Lev se calló.
—Sal y métete en el maldito coche —le ordenó Vyalov.
Lev salió del camerino y atravesó el club, seguido de Vyalov. No podía creer que se fuera para siempre. El camarero y la chica del guardarropa lo miraron fijamente, con el presentimiento de que algo iba mal.
—Iván, esta noche estás tú al mando —le dijo Lev al camarero.
—Sí, jefe.
El Packard Twin Six de Vyalov se encontraba aparcado en la acera. Junto al coche había un chófer nuevo, un muchacho de Kiev, que esperaba con actitud orgullosa. El portero se apresuró a abrir la puerta trasera a Lev. «Al menos aún puedo ir en el asiento de atrás», pensó Lev.
Vivía como un noble ruso, cuando no mejor, se recordó a sí mismo para consolarse. Olga y él disponían de toda el ala infantil de la casa campestre para ellos. Los norteamericanos ricos no tenían tantos criados como los rusos, pero sus casas estaban más limpias y eran más luminosas que los palacios de Petrogrado. Tenían baños modernos, congeladores y calefacción central. La comida era muy buena. Vyalov no compartía la pasión por el champán de la aristocracia rusa, pero siempre había whisky en el aparador. Y Lev tenía seis trajes.
Cuando se sentía oprimido por su suegro intimidador, pensaba en los viejos tiempos en Petrogrado: la habitación que compartía con Grigori, el vodka barato, el pan negro y basto y el estofado de nabo. Se recordaba a sí mismo, cuando le parecía que era un lujo ir en tranvía en lugar de tener que caminar a todas partes. Estiró las piernas en el asiento posterior de la limusina de Vyalov, miró sus calcetines de seda y zapatos negros brillantes, y se dijo a sí mismo que debía ser más agradecido.
Vyalov subió al coche después de él y se dirigieron a la orilla del río. La fundición de su suegro era una versión en pequeño de la fábrica Putílov: los mismos edificios ruinosos con las ventanas rotas, las mismas chimeneas altas y el humo negro, los mismos trabajadores anodinos con el rostro sucio. A Lev se le cayó el alma a los pies.
—Se llama Metalurgia Buffalo, y solo se fabrica una cosa —dijo Vyalov—: ventiladores. —El coche pasó por la estrecha verja—. Antes de la guerra perdía dinero. La compré y les bajé el sueldo a los trabajadores para no cerrarla. Últimamente el negocio vuelve a ir bien. Tenemos una larga lista de pedidos de hélices de avión y barco y de ventiladores para motores de vehículos blindados. Ahora los hombres quieren un aumento, pero tengo que recuperar una parte de lo que he gastado antes de empezar a regalar dinero.
A Lev le aterraba trabajar allí, pero el temor que le inspiraba Vyalov era mayor, y no quería fracasar. Decidió que no sería él quien les concedería el aumento a los trabajadores .
Vyalov le mostró la fábrica. Lev habría preferido no llevar su esmoquin. Sin embargo, el lugar no era como la fábrica Putílov por dentro. Estaba mucho más limpio. No había niños corriendo. Aparte de los hornos, todo funcionaba con electricidad. Allí donde los rusos tenían que recurrir a doce hombres para tirar de una cuerda y levantar la caldera de una locomotora, ahí era una grúa eléctrica la que levantaba la enorme hélice de un barco.
Vyalov señaló a un hombre calvo que llevaba camisa de cuello y corbata bajo el mono de trabajo.
—Ese es tu enemigo —dijo—. Brian Hall, secretario de la filial local del sindicato.
Lev miró fijamente a Hall. El hombre estaba ajustando una troqueladora, apretando una tuerca con una llave inglesa larga. Tenía un aire agresivo y, cuando alzó los ojos y vio a Lev y Vyalov, les lanzó una mirada desafiante, como si estuviera a punto de preguntarles si habían ido a buscar problemas.
Vyalov alzó la voz para hacerse oír a pesar del estruendo de la trituradora.
—Ven aquí, Hall.
El hombre se tomó su tiempo: dejó la llave inglesa en la caja de herramientas y se limpió las manos con un trapo antes de acercarse a Vyalov.
—Este es tu nuevo jefe, Lev Peshkov.
—¿Qué tal? —le dijo Hall a Lev, y se volvió hacia Vyalov—. Esta mañana Peter Fisher se ha hecho un corte muy feo en la cara por culpa de una esquirla de acero. Hemos tenido que llevarlo al hospital.
—Siento lo que ha sucedido —dijo Vyalov—. La metalurgia es una industria peligrosa, pero no obligamos a nadie a trabajar aquí.
—No le dio en el ojo de milagro —replicó Hall, indignado—. Deberíamos llevar gafas protectoras.
—Desde que estoy aquí nadie ha perdido un ojo.
Hall se enfureció rápidamente.
—¿Tenemos que esperar a que alguien se quede ciego para comprar gafas?
—¿Cómo voy a saber, si no, que las necesitáis?
—Un hombre a quien nunca han robado no deja de poner por ello un cerrojo en la puerta de su casa.
—Pero lo paga de su bolsillo.
Hall asintió como si no hubiera esperado una respuesta mejor y, con un aire de resignada sabiduría, regresó a su máquina.
—Siempre andan pidiendo cosas —le explicó Vyalov a Lev.
Lev dedujo que su suegro quería que tuviera mano dura. Pues bien, sabía cómo hacerlo. Era el modo en que se dirigían todas las fábricas de Petrogrado.
Salieron de la fábrica y tomaron Delaware Avenue. Lev supuso que volvían a casa a cenar. A Vyalov jamás se le pasaría por la cabeza preguntarle si le parecía bien. Era un hombre que tomaba decisiones por todo el mundo.
Al llegar a casa Lev se quitó los zapatos, que estaban sucios debido a la visita a la fundición, se puso un par de zapatillas bordadas que Olga le había regalado en Navidad y se fue a la habitación del bebé, donde encontró a Lena, la madre de Olga, con Daisy.
—¡Mira, Daisy, tu padre está aquí!
La hija de Lev tenía ya catorce meses y empezaba a dar sus primeros pasos. Cruzó la habitación tambaleándose para dirigirse a su padre, sonriendo, se cayó y se puso a llorar. Lev la tomó en brazos y le dio un beso. Jamás había mostrado el menor interés por los bebés o los niños, pero Daisy le había robado el corazón. Cuando se ponía tozuda y no quería irse a la cama, y nadie era capaz de calmarla, Lev la acunaba, le murmuraba palabras cariñosas y le cantaba fragmentos de canciones populares rusas, hasta que se le cerraban los ojos, su pequeño cuerpo se relajaba y caía dormida en los brazos de su padre.
—¡Se parece a su padre y es tan guapa como él! —dijo Lena.
Lev creía que su hija simplemente parecía un bebé, pero no contradijo a su suegra. Lena lo adoraba. Coqueteaba con él, lo manoseaba y lo besaba cuando se le presentaba la menor oportunidad. Estaba enamorada de él, aunque, sin duda, la mujer creía que no mostraba nada más que afecto familiar.
En el otro lado de la habitación había una chica rusa llamada Polina. Era la niñera, pero no trabajaba demasiado: Olga y Lena pasaban gran parte del tiempo cuidando de Daisy. Lev le dio el bebé a Polina. Cuando se la entregó, la niñera lo miró a los ojos. Era la típica belleza rusa, rubia y con los pómulos altos. Por un instante, Lev se preguntó si podría tener una aventura con ella sin que lo descubrieran. La chica tenía un pequeño dormitorio. ¿Podría entrar en él sin que nadie lo viera? Quizá valía la pena correr el riesgo: la mirada que le había lanzado estaba preñada de ansia.
Olga entró y lo hizo sentirse culpable.
—¡Qué sorpresa! —exclamó cuando lo vio—. Creía que no volverías hasta las tres de la madrugada.
—Tu padre me ha asignado otra tarea —dijo agriamente—. Ahora dirijo la fundición.
—Pero ¿por qué? Creía que estabas haciendo un buen trabajo en el club.
—No lo sé —mintió Lev.
—Quizá es por el llamamiento a filas —dijo Olga. El presidente Wilson había declarado la guerra contra Alemania y estaba a punto de decretar el reclutamiento obligatorio—. La fundición será clasificada como una industria de guerra esencial. Papá quiere mantenerte fuera del ejército.