Read La búsqueda del dragón Online
Authors: Anne McCaffrey
Pridith tenía ahora los ojos completamente cerrados, y su respiración estaba acompañada de un leve silbido. Kylara miró el abultado abdomen. Pridith había comido a su entera satisfacción, y su sueño sería prolongado.
—No debí permitir que se hartara de ese modo —murmuró Kylara, pero el espectáculo de Pridith desgarrando las reses había sido una especie de desahogo para la Dama del Weyr; como si todas las ofensas, y afrentas, y descortesías, se hubieran derramado al exterior a medida que la sangre de los animales empapaba la hierba de los pastos.
El brazo empezó a dolerle de nuevo. Se había quitado la túnica de piel de wher para atender a Pridith, y las tiernas crostas de la herida tenían una capa de polvo y arena. Súbitamente, Kylara se sintió sucia, repugnantemente sucia de arena y polvo y sudor. Estaba cansada también. Se bañaría y comería, haciendo que Rannelly la frotara bien con arena limpiadora y aceite. Pero antes iría en busca de Brekke para que le proporcionara un poco de ungüento de adormidera.
Al pasar por delante de la ventana del Weyr de Brekke oyó el murmullo de la voz de un hombre y la risueña respuesta de Brekke. Kylara se detuvo, asombrada por el profundo deleite que se reflejaba en la voz de la muchacha. Atisbó al interior sin que la vieran, ya que Brekke sólo tenía ojos para la morena cabeza inclinada hacia ella.
¡F'nor! ¿Y Brekke?
El caballero pardo alzó su mano lentamente y echó hacia atrás un mechón de cabellos pegado a la mejilla de Brekke: la ternura de aquel gesto convenció a Kylara de que habían estado haciendo el amor recientemente.
La rabia semiolvidada de la Dama del Weyr ardió de nuevo en ella. ¡Brekke y F'nor! ¡Cuando F'nor había desdeñado repetidamente sus favores! ¡Brekke y F'nor!
Debido a que Kylara se alejó, Canth no le dijo nada a su jinete.
Primeras horas de la mañana en el Taller del Arpista en el Fuerte de Fort
Tarde en el Fuerte de Telgar
Robinton, Maestro Arpista de Pern, ajustó su túnica, de tela de color verde brillante tan agradable al tacto como a la vista. Se volvió a uno y otro lado para comprobar cómo le quedaba en los hombros. El Maestro Tejedor Zurg había tenido en cuenta su tendencia a inclinar el cuerpo hacia adelante, y había dispuesto hábilmente los dobladillos. El cinturón dorado y la daga eran el complemento correcto del atuendo.
Robinton se hizo una mueca a sí mismo en el espejo. «¡Cinturón y daga!» Alisó sus cabellos detrás de sus orejas, y luego retrocedió un par de pasos para examinar los pantalones. El Maestro Curtidor Belesdan se había superado a sí mismo. El tinte de fellis le había dado a la suave piel de wher un color verde tan brillante como el de la túnica. Las botas eran un poco más oscuras. Se ajustaban como un guante a su pantorrilla y a su pie.
¡Verde! Robinton sonrió, satisfecho. Ni Zurg ni Belesdan habían sido partidarios de aquel color, a pesar de que podía obtenerse fácilmente. Ha llegado el momento de que descartemos otra ridícula superstición, pensó Robinton.
Miró a través de la ventana, comprobando la posición del sol. Ahora estaba encima de la cordillera de Fort. Lo cual significaba que en el Fuerte de Telgar era media tarde y que los invitados estarían llegando. Le habían prometido un medio de transporte. T'ron, del Weyr de Fort había accedido de mala gana a aquella petición, aunque era una vieja tradición que el Arpista podía solicitar ayuda a cualquier Weyr.
Un dragón apareció en el cielo por el noroeste.
Robinton recogió su capa —la túnica sería insuficiente contra el intenso frío del inter—, sus guantes, y el estuche forrado de fieltro que contenía su mejor guitarra. Había vacilado hasta el último momento en llevársela. Chad tenía un instrumento excelente en el Fuerte de Telgar, pero la madera y la tripa de buena calidad no resultarían afectadas por aquellos fríos segundos del inter como la simple carne.
Cuando pasó por delante de la ventana vio a un segundo dragón que descendía, y quedó ligeramente sorprendido.
Al llegar al pequeño patio del Taller del Arpista, la cosa empezó a resultar divertida: un tercer dragón había aparecido, procedente del este.
Cuando uno los necesitaba no se dejaban ver ni por casualidad... Robinton suspiró, ya que parecía que los problemas del día habían empezado ya, en vez de esperarle obedientemente en el Fuerte de Telgar, donde él había previsto encontrarlos.
Verde, azul... y ah—ha... bronce, alas de dragón bajo el temprano sol de la mañana.
—Sebell, Talmor, Brudegan, Tagetarl, poneos vuestros mejores harapos. Daos prisa, si no queréis que os despelleje y utilice vuestras perezosas entrañas para fabricar cuerdas —gritó Robinton, con una voz que penetró en todas las estancias que daban al patio.
Dos cabezas asomaron por una alta ventana del barracón de los aprendices, otras dos en la vivienda de los oficiales.
—Sí, señor.
—¡En seguida, señor!
Sí, con cuatro de sus arpistas y los tres del Fuerte de Telgar —Sebell era un verdadero artista con el contrabajo, en tanto que Chad, Arpista del Fuerte de Telgar, no tenía rival improvisando en el triple—, formarían un grupo excelente. Robinton se echó al hombro la pesada capa, olvidando que la tela de la túnica verde podía arrugarse, y sonrió sardónicamente a los dragones cada vez más próximos. Casi esperó que todos ellos dieran media vuelta al descubrir aquella multiplicidad.
Robinton debía montar en el azul del Weyr de Telgar, teniendo en cuenta que había sido el primero en aparecer. Sin embargo, el dragón verde procedía del Weyr de Fort, a cuya jurisdicción pertenecía su Artesanado. Pero el Weyr de Benden le hacía el honor de enviar un bronce. Tal vez debería tomar el primero que se posara en el suelo, aunque parece que ninguno de ellos tiene prisa en hacerlo, pensó.
Robinton salió del patio en dirección a los campos que se extendían más allá, puesto que era evidente que los dragones se posarían allí.
El bronce fue el último en tomar tierra, lo cual canceló aquel sistema de elección imparcial. Los tres jinetes se encontraron en el centro del campo, a unas cuantas longitudes de dragón de distancia del disputado pasajero. Cada uno de los hombres empezó a reclamar sus derechos. Cuando el caballero bronce se convirtió en el blanco de los otros dos, Robinton se sintió obligado a intervenir.
—El Maestro Arpista pertenece a la jurisdicción del Weyr de Fort. Nos asisten todos los derechos —exclamó el caballero verde en tono indignado.
—El Maestro Arpista es huésped del Fuerte de Telgar. El Señor Larad en persona ordenó...
El caballero bronce (Robinton le reconoció como N'ton, uno de los primeros jóvenes nacidos fuera del Weyr que había Impresionado a un dragón en el Weyr de Benden, hacía muchas Revoluciones) no parecía estar ni furioso ni desconcertado.
—Creo que el Maestro Arpista es quien debe zanjar la cuestión —dijo, inclinándose graciosamente ante Robinton.
Los otros le miraron de reojo, pero siguieron discutiendo.
—Bueno, no hay ningún problema —dijo Robinton, en un tono firme y decidido que utilizaba raramente y que nunca era contradecido.
Los dos querellantes dejaron de hablar y se enfrentaron con él, uno de ellos hosco, el otro indignado.
—Para el Artesanado es un gran honor que os disputéis el derecho a servirlo —y Robinton dedicó una irónica inclinación a los dos disidentes—. Afortunadamente, necesito los tres animales. Otros cuatro arpistas me acompañan al Fuerte de Telgar para festejar el feliz acontecimiento.—Subrayó el adjetivo, observando las miradas que intercambiaban los jinetes verde y azul. El joven N'ton, aunque no había nacido en un Weyr, tenía unos modales excelentes.
—Me ordenaron que te llevara a ti —dijo el hombre del Weyr de Fort en tono desabrido.
—El saberlo me llena de satisfacción —replicó Robinton secamente. Vio la expresión de triunfo en el rostro del caballero azul—. Y aunque aprecio la atención del caudillo del Weyr R'mart a pesar de sus recientes... esto... problemas en el Fuerte de Telgar, montaré en el dragón del Weyr de Benden. Ya que ellos no le regatean las prerrogativas al Maestro Arpista .
Sus artesanos salieron corriendo del Vestíbulo, con sus capas colgadas de sus hombros, acomodando sus instrumentos en envolturas de fieltro mientras salían. Robinton les pasó revista cuando se detuvieron ante él, sin aliento, enrojecidos y, gracias a la Cáscara, felices. Señaló los pantalones de Sebell, indicó que Talmor debía enderezar su torcido cinturón, aprobó el aspecto inmaculado de Brudegan, y murmuró que Tegetarl tenía que alisar sus alborotados cabellos.
—Estamos preparados, señores —anunció Robinton y, .saludando con una leve inclinación a los otros caballeros, giró sobre sus talones para seguir a N'ton.
—Creo que voy a... —empezó a decir el caballero verde.
—Evidentemente —le interrumpió Robinton, con voz tan fría como el inter y tan amenazadora como las Hebras—. Brudegan, Tagetarl, montad con él. Sebell, Talmor, en el azul.
Robinton observó como Brudegan, sin ninguna expresión en el rostro, le indicaba cortésmente con un gesto al caballero verde que les precediera. Los arpistas temían a muy pocos hombres en Pern. Cualquiera que se mostrara deliberadamente antipático con ellos podía verse convertido en el tema de una canción satírica que sería interpretada en todo el planeta.
No hubo más protestas. Y Robinton quedó muy satisfecho al comprobar que N'ton se comportaba con la mayor naturalidad, como si todo se hubiera desarrollado con absoluta normalidad.
El bronce de N'ton penetró a través de la empalizada rocosa que era el Fuerte de Telgar. El rápido río que tenía su fuente en la gran cadena oriental de montañas se había abierto paso a través de la piedra más blanda, practicando una profunda incisión que se ensanchó gradualmente hasta que una serie de altas empalizadas flanquearon el verde y amplio valle de Telgar. El Fuerte de Telgar estaba situado en una de aquellas empalizadas, en la cima de un sector ligeramente triangular de los riscos. Daba la cara al sur, con lados al este y al oeste, y su centenar de ventanas, a cinco niveles distintos, debían de ser otras tantas estancias agradables y perfectamente iluminadas. Todas tenían las pesadas persianas de bronce que pregonaban la riqueza del Fuerte de Tel
Hoy las tres fachadas del Fuerte de Telgar resplandecían con los estandartes de todos los Fuertes menores que a lo largo de la historia habían mezclado su Sangre con la de Telgar El Gran Patio estaba adornado con centenares de ramas floridas y capullos de fellis gigantes, de modo que el aire estaba impregnado de mezcladas fragancias y apetitosos aromas procedentes de la cocina. Los invitados habían estado llegando desde hacía horas, a juzgar por la gran cantidad de monturas patilargas reunidas en los pastos. Todas las habitaciones del antiguo Fuerte de Telgar estarían llenas esta noche, y Robinton se alegró de que su categoría le garantizara un alojamiento. Un poco atestado quizá debido a que había traído cuatro arpistas más. Podrían ser superfluos; todos los arpistas que habían tenido la oportunidad de realizar el viaje estarían presentes. Tal vez sería un feliz acontecimiento, después de todo.
Debo concentrarme en pensamientos positivos y agradables, murmuró Robinton para sí mismo, recordando la frase de Fandarel.
—¿Vas a quedarte, N'ton?
El joven devolvió la sonrisa al Arpista, pero en sus ojos había una sombra de seriedad.
—Lioth y yo tenemos un servicio de patrulla, Maestro Robinton —dijo, inclinándose hacia adelante para palmear cariñosamente el cuello de su bronce—. Pero yo deseaba ver el Fuerte de Telgar, de modo que cuando el Señor Asgenar me pidió que le hiciera el favor de traerte aquí, me alegré de la oportunidad.
—También yo —dijo Robinton como despedida, apeándose del dragón—. Muchas gracias, Lioth, por lo agradable del viaje.
Siempre estoy a disposición del Arpista
.
Sobresaltado, Robinton miró a N'ton, pero la cabeza del joven estaba vuelta hacia un grupo de muchachas elegantemente ataviadas que paseaban procedentes de los pastos.
Robinton miró a Lioth, cuyo ojo opalescente resplandeció por un instante. Luego, el dragón extendió sus grandes alas. Robinton retrocedió apresuradamente, sin estar convencido del todo de que había oído al dragón. Sin embargo, no había otra explicación. ¡Bueno, hasta ahora las sorpresas estaban a la orden del día!
—¿Señor? —inquirió Brudegan respetuosamente.
—Ah, sí, muchachos. —Les sonrió. Talmos no había volado nunca, y tenía los ojos un poco empañados—. Brudegan, tú conoces el vestíbulo. Acompáñales a la habitación del Arpista para que aprendan el camino. Y llévate mi instrumento también. No lo necesitaré hasta el momento del banquete. Luego, muchachos, podéis mezclaros con la gente, conversar, escuchar. Conocéis las cantinelas que hemos estado ensayando. Utilizadlas. Habéis oído los mensajes de los tambores. Utilizadlos. Brudegan, llévate a Sebell contigo, es su primera actuación en público. No, Sebell, hoy no estarías con nosotros si no tuviera confianza en tus facultades. Talmor, vigila ese temperamento tuyo. Tagetarl, espera a que termine el banquete para conquistar a las muchachas. Recuerda que serás un Arpista completo demasiado pronto para poner en peligro una buena situación en un Fuerte. Y todos vosotros, cuidado con los vinos destilados.
Tras haberles advertido, se separó de ellos y se encaminó hacia la rampa del Gran Patio, sonriendo e inclinándose ante aquellos a los que conocía entre los numerosos invitados que se movían de un lado para otro.
Larad, Señor del Fuerte de Telgar, resplandeciente en amarillo oscuro y el novio Asgenar, Señor de Lemos, en un brillante azul medianoche, estaban de pie junto a las grandes puertas metálicas del Vestíbulo Principal del Fuerte. Las mujeres de Telgar iban de blanco a excepción de la hermanastra de Larad, Famira, la novia. Sus rubios cabellos caían en cascada hasta el dobladillo de su vestido de boda tradicional en graduados matices de rojo.
Robinton se paró unos instantes a un lado del portillo del Patio, ligeramente a la sombra de la torre que se erguía a mano derecha, observando a los invitados que formaban ya pequeños grupos en torno del adornado Patio. Localizó al Maestro Ganadero, Sograny, cerca del establo. El hombre parecía estar oliendo algo desagradable. Probablemente no la vecindad, sino sus vecinos. Sograny desaprobaba todo lo que significaba perder el tiempo. El Maestro Tejedor Zurg y su vivaracha esposa se movían continuamente de grupo en grupo. Robinton se preguntó si estaban inspeccionando telas y confecciones. No era posible saberlo, ya que el Tejedor Zurg y su esposa saludaban y sonreían a todo el mundo con amable imparcialidad.