El uno, Salvio Seleuco, era uno de esos hombres que, a fuerza más de grandes que de altos —manos grandes, grandes espaldas—, parecen a primera vista casi gigantes. El otro, S. Antonio Quirino, era en cambio pequeño y ancho, y se afeitaba la cabeza a la egipcia. Los dos eran joviales, burlones y estoicos a la hora de encarar la vida y sus lances, aunque cada uno a su manera.
Ahora se volvían al campamento romano, entre perplejos y divertidos, comentando con grandes aspavientos. Seleuco reía a carcajadas y Quirino mostraba al hablar una sonrisa de medio lado muy suya. Luego los jugadores volvieron otra vez los ojos a la tienda nubia, porque las que ahora salían eran las dos esclavas personales de Senseneb, y se veía claramente, pese a los velos, que ellas estaban riéndose también.
Agrícola hizo saltar una vez más los dados en su palma, luego lanzó sobre una piedra plana. Una mala tirada. Valerio los recogió y se quedó a su vez jugueteando con ellos.
—Esto es increíble.
—¿Qué es lo que es increíble? —Agrícola le miró.
—Se han quedado los dos a solas, dentro de su tienda.
—Ah —se encogió de hombros.
—¿Pero qué es lo que están haciendo? Ahora todos sonrieron.
—Está bien claro lo que están haciendo —dijo con cierta sorna el griego Demetrio. Valerio se acarició la larga barba de filósofo, porque trataba de cultivar la mesura y a lo que recurría era a eso, a pasarse la mano por la barba, dándose tiempo así a meditar las respuestas.
—No me refiero a eso. Lo que me asombra es que sean capaces de hacer una cosa así.
—él es un hombre y ella una mujer —repuso sentencioso el griego.
—Te equivocas, él es prefecto de Roma y ella una enviada de los reyes nubios.
¿Cómo se les ocurre liarse así, a la vista de todos? Esto es una falta de discreción, como poco.
—Lo que esté ocurriendo ahí dentro sólo podemos suponerlo —medió Agrícola.
—Bueno, sí —comenzó a recular Valerio, cuyas opiniones cambiaban según las de sus interlocutores.
—A Tito Fabio le gustan demasiado las mujeres, o eso dicen sus soldados —Demetrio se echó a reír sin maldad—. Y ella, al fin y al cabo, es una sacerdotisa nubia…
Le interrumpió la risa suave de Merythot, el egipcio, que se apoyaba en un báculo, disfrutando de la brisa, ya fresca, del ocaso.
—Ay, griego —meneaba la cabeza—. Tu gente lleva siglos en nuestra tierra y aún lo veis todo como desde muy lejos y a través de nieblas.
—Mis antepasados vinieron a Egipto con el gran Alejandro —respondió sin molestarse el otro—. Yo nací aquí, y mi padre, y mi abuelo, y el abuelo de mi abuelo, ésta es mi tierra.
—Egipto sólo es la tierra de los egipcios. Todos aquellos que no son egipcios están en Egipto de paso, por muchos siglos que pueda durar esto.
El mercenario y el adivino se contemplaron mutuamente, aunque sin hostilidad. Comenzaba a oscurecer ya a oriente, y el cielo a poniente era violeta, con nubes bajas y blancas, tocadas de rojo arrebol. El viento suspiraba y hacía ondear las telas de las tiendas.
Demetrio era alto y fuerte, de porte marcial. Uno de tantos mercenarios de sangre helénica que nutrían los ejércitos privados de los terratenientes del Alto y el Bajo Egipto, y que estaba en aquella expedición a sueldo de las mismas casas comerciales que pagaban a Agrícola. De hecho, compartía mula de carga y tienda con él.
En cuanto a Merythot, estaba allí enviado desde la propia Roma. Era alto y magro, y de porte digno. Vestía de lino blanco, se depilaba cabeza y cuerpo, y cumplía a rajatabla con las normas de aseo, alimentación y demás preceptos del sacerdocio egipcio; pese a lo cual, muchos ponían en duda que fuera un sacerdote consagrado.
Al parecer, el césar Nerón le había conocido en Roma, donde cada vez había más interés por Egipto y sus cultos, y parecía sentir el mayor respeto por él; pero todos sabían que el emperador se codeaba con extraños personajes. Lo cierto es que había mandado a esa expedición una fastuosa
imago
, una de esas imágenes del emperador que acompañaban a las tropas, formada en este caso por un busto de oro deslumbrante, colocado en lo alto de un astil y a cargo de un
imaginifer
de los pretorianos.
Esa
imago
tenía guardia propia durante las marchas y, en las acampadas, se colocaba en una tienda donde sólo estaba la misma, bien custodiada por pretorianos. Y, además, el emperador había enviado a aquel sacerdote, Merythot, a acompañar a esa enseña, como si ésta fuese él mismo.
Que los falsos sacerdotes estaban a la orden del día en Roma era cierto. Pero, sin embargo, cualquiera que frecuentase durante algún tiempo a Merythot descubría —poco a poco y por detalles, porque él no se jactaba de nada— que era un hombre muy instruido, como si de verdad hubiera estudiado durante muchos años en los templos. Y así, durante las semanas de estancia en el desierto oriental, su nombre había conseguido cierta fama entre los expedicionarios, pues eran muchos los que, desde tahúres a centuriones, iban a él en busca de consejo o a que les interpretase los sueños, y él les recibía a todos con la mayor dignidad, como un gran sacerdote a suplicantes en el patio de su templo.
A Agrícola le gustaba aquel extraño personaje, tanto por las historias que narraba como por el aura de misterio que le envolvía. En cuanto a Demetrio, que era hombre mesurado y nada propenso a echar mano a la espada por una nadería, también sentía cierta debilidad por el supuesto sacerdote. No obstante, el primero se apresuró a intervenir en la discusión, ya que aquellos dos eran, a la postre, enemigos hereditarios. Uno decía pertenecer a la casta que, desde la sombra, había gobernado Egipto durante milenios, y el otro era descendiente de los soldados helenísticos que sojuzgaron el país sagrado en tiempos de Alejandro de Macedonia.
—¿Qué sucede con las sacerdotisas de Isis? —preguntó, tanto por curiosidad como para ir desviando la conversación.
—Todo el mundo sabe lo antiguo y arcano que es el culto de Isis. Las iniciadas en sus misterios adquieren grandes poderes, y yo que Tito me andaría con mucho ojo a la hora de mezclarme con una mujer así.
—¿Poderes? ¿Son como brujas que usan el sexo para hechizar a los hombres y encadenar sus voluntades? —Agrícola era supersticioso, como buen romano, y no pudo ahorrarse un gesto contra el maleficio, en tanto que Merythot se reía.
—Por supuesto —asintió solemne Demetrio—. ¿No ha sucedido otras veces y con hombres más grandes? Acordaos de César y de Antonio.
—¡Ay, amigo! —el egipcio seguía riéndose—. ¡Qué fácil es echar la culpa a la magia de sucesos y comportamientos inesperados, en vez de buscar la explicación en las propias debilidades de la gente!
—¿Qué quieres decir?
—A Cleopatra no le hizo falta ninguna magia para hechizar a vuestros generales. Le bastó con despertar a los demonios que cada uno de ellos llevaba dentro, ése es el más poderoso de los hechizos.
Agrícola agitó la cabeza con una media sonrisa, aunque aún algo inquieto. La forma de pensar de Demetrio era muy común entre su gente, y también entre los romanos corrían toda clase de fábulas sobre los cultos egipcios y las artes negras de sus adeptos. Y, en lo tocante a ciertas sacerdotisas, no debía haber ni un solo legionario que no creyese a pies juntillas que eran capaces de los embrujos más terribles, así como de hazañas amatorias sin cuento.
—No me vas a negar, padre —dijo—, que son los propios sacerdotes egipcios los que dan alas a las historias que corren sobre ellos mismos y sus poderes.
—Claro que no lo niego. Los adeptos estamos en contacto directo con la divinidad y, en cuanto a los poderes que los demás nos atribuyen, ¿por qué íbamos a aceptar o negar que los tenemos? Tonto es el que no aprovecha las ventajas que otros le dan.
—Tienes razón. Pero luego no te rías de nosotros, ni nos llames crédulos. Mira como, en el caso de Senseneb, son sus propios arqueros los que van diciendo que tiene toda clase de poderes mágicos.
—Los pequeños se crecen haciendo más grandes a aquellos a los que sirven —en esa última luz de la tarde, Merythot se permitió una sonrisa amable y algo distante, muy suya—. Además, como bien has dicho, griego, Senseneb es sacerdotisa de la Isis nubia y no de la Isis egipcia.
—¿Es que no es lo mismo? —intervino al punto Valerio, siempre tan interesado en ciertas materias.
—No lo es. Las sacerdotisas de la Isis nubia dependen de las egipcias, por supuesto; pero su culto e incluso algunos atributos de la diosa son diferentes.
—¿Por qué es así?
—Es lo que sucede cuando dos pueblos distintos adoran a un mismo dios, joven.
—Pero si los nubios son los egipcios del sur…
—¡Ah, no! —el adivino meneó la cabeza calva, con un orgullo muy de los de su raza—. Los nubios son como los egipcios, pero no son egipcios. Nunca lo han sido.
—No pretendo faltarte al respeto, padre, porque eres un sabio. Pero ¿no te dejas llevar ahora por los prejuicios de tu gente? He leído que, durante muchos siglos y en distintas épocas, Nubia no ha sido más que una provincia de Egipto.
—Es cierto. Pero debieras seguir leyendo, joven, porque aún es mucho más lo que ignoras que lo que sabes. Es verdad que Nubia ha pertenecido a veces a Egipto; pero nunca ha sido parte del país sagrado.
Hizo una pausa, antes de señalar con la vara hacia el oeste, hacia donde debía correr rumoroso el gran Nilo, lamiendo las orillas de la ciudad de Syene y la vieja isla de Elefantina. La brisa de la tarde le agitó las ropas de un blanco inmaculado.
—Egipto acaba aquí —anunció, como un oráculo inapelable.
Valerio sonrió con largueza, acariciándose la barba de filósofo y sin tomarse a mal la respuesta del adivino, tanto porque era hombre de paz como porque sus tutores ya le habían enseñado que los egipcios se consideraban superiores al resto de los mortales.
—Pero tú mismo has dicho que Nubia fue parte de Egipto.
—He dicho que nos perteneció, que no es lo mismo. Te repito que, por el sur, el país bendito acaba en estas mismas tierras en las que nos encontramos, que son las del primer nomo. Más allá de las cataratas —volvió a señalar con el bastón, aunque ahora hacia algún punto del sudoeste— está Nubia, que es una tierra y una gente distinta. Nunca jamás los faraones organizaron ese país a la egipcia, ni crearon allí ningún nomo, sino que nombraban virreyes para que gobernasen en su nombre.
—Ah —Valerio volvió a acariciarse la barba.
—Como gustes —medió Demetrio—. Pero los nubios tienen mucho de egipcios, y eso nadie puede negarlo.
—Por supuesto. ¿Pero quién no querría parecerse al pueblo de los dioses? El contacto entre los dos pueblos ha sido estrecho y, desde siempre, desde antes incluso de los primeros faraones, el comercio ha sido muy intenso.
—El comercio… —Agrícola, que tenía los ojos puestos en los últimos resplandores del ocaso, al oeste, se volvió al oír la palabra mágica—. ¿Es tan rica Nubia como dicen?
—Yo no diría rica —Merythot se apoyó en su báculo—. Pero los nubios disponen de todo lo que nuestra gente siempre ha apreciado: oro, marfil, gemas, pieles, maderas. Y lo que ellos no tienen lo consiguen en las tierras de los negros, que están más al sur y disponen de todo eso y más, en cantidad aún mayor.
Se quedó en silencio unos momentos y los otros tres le observaron allí, entre dos luces, con la cabeza calva ladeada, el cuerpo flaco recostado en el bastón, las ropas blancas y holgadas agitándose con la brisa.
—Grandes desiertos separan a Egipto del lejano sur, amigos: desiertos ardientes y terribles que han devorado caravanas, expediciones e incluso ejércitos enteros. La única forma de llegar a los países de los negros y sus riquezas es siguiendo el curso del río sagrado. Y eso implica cruzar Nubia.
Agrícola, los dados olvidados, cogió un puñado de tierra y dejó que los granos cayesen entre sus dedos.
—¿Y las rutas marítimas? Se podrían establecer puertos en las costas de los negros y, desde allí, enviar expediciones terrestres o comerciar directamente con los bárbaros de la costa. Sería algo parecido al puerto de Berenice Pancrisia, pero más al sur. Sé que hay cierto tráfico de ese tipo, aunque no a gran escala.
—El pueblo sagrado nunca ha sido marinero. La única opción aceptada ha sido siempre la terrestre. Y en todo momento Egipto, mediante conquista o comercio, ha hecho todo lo posible para llegar hasta las riquezas de los nubios y los negros.
Hizo otra pausa.
—El tráfico de oro, de marfil, de piedras preciosas se ha mantenido siempre. A
toda costa…
Se quedó callado, reclinado en el bastón, como si rumiase sobre viejos sucesos.
—¿Vas a contarnos algo, padre? —aprovechó la ocasión Agrícola, al que le gustaba oír los relatos que aquel extraño vagabundo contaba sobre el viejo Egipto.
—¿Os gustaría oír un cuento?
—Una historia. Una historia de los tiempos antiguos.
Merythot se le quedó mirando aún unos instantes con ojos un poco perdidos; luego pareció ahuyentar lo que fuera que rondase por la cabeza y sonrió.
—Muy bien. Decidme, amigos: ¿os habéis fijado en esas colinas que quedan a nuestras espaldas, las que hemos tenido que sortear para llegar a Syene? ¿Sí? Bien. No sé si os habéis parado a mirar las laderas occidentales. Si lo habéis hecho, tenéis que haberos dado cuenta de que hay tumbas en ellas. Eso se debe a que, desde tiempos inmemoriales, las gentes del nomo de Abu, al que vosotros llamáis Elefantina, han enterrado allí a sus muertos.
»Bueno, pues en esas laderas, si alguno de vosotros se acerca algún día hasta ahí y se molesta en buscar un poco, podrá ver dos tumbas gemelas, que están construidas la una al lado de la otra. No solamente son idénticas entre sí, sino que según la tradición existe un túnel que las comunica.
»Una de ellas cobija al que fuera gobernador del nomo de Abu en tiempos de las primeras dinastías de faraones, cuando la capital estaba en Menfis. Eran tiempos antiguos y nuestro hombre organizó una expedición en busca de todas esas riquezas de las que hablábamos hace un rato: oro, marfil, esclavos, pieles, ébano.
»Los países al sur del reino sagrado han recibido muchos nombres, y sus límites se confunden. En una época, lo que ahora vosotros llamáis Baja Nubia era el Wawat, y también todo eso ha sido conocido como el Yam, el país del arco. En aquellos tiempos, los habitantes de la Baja Nubia eran los bárbaros wawat y nosotros, los egipcios, mantuvimos con ellos relaciones distintas, a veces comerciando, a veces guerreando.