—…una mujer, sí. Está muy claro por qué, ¿o no? —rezongaba una voz desabrida a espaldas de Agrícola—. Los reyes nubios nos la han enviado para insultarnos. Sí: insultar a Roma.
El mercader se giró, aunque ya había reconocido esa voz, que trataba siempre de imitar, sin conseguirlo nunca del todo, las inflexiones del latín más noble. Y en efecto, allí estaba el adinerado Quinto Crisanto, a la sombra que le daba un esclavo con un parasol y observando irritado la escena, con los brazos en jarras.
Aquel Crisanto parecía sacado de las páginas de El Satiricón, ya que era un nuevo rico, hijo de libertos, de modales ostentosos, atuendos recargados y arrogancia en demasía. El prototipo de una nueva clase con ínfulas, nacida a la sombra del imperio y sus conquistas, que se abría todas las puertas haciendo tintinear el oro.
Agrícola, siempre atento a sus propios intereses, esbozó una sonrisa e hizo intención de responderle, pero otro se le adelantó.
—Eres demasiado suspicaz, Quinto Crisanto, y por eso ves fantasmas donde no hay nada —le replicó con amabilidad el joven Valerio Félix, que estaba sentado muy cerca, sobre una roca, cubierto con el manto.
Tiempo después, al hablar de todo aquello, Agrícola comentaría a menudo lo distintos que resultaban aquellos dos y cómo verles juntos era como estar ante las dos caras de la Roma pudiente de la época. Porque Valerio era el vástago de una familia antigua y no un nuevo rico como Crisanto. Como muchos de los de su clase, se había sentido fascinado por la vieja Grecia; un interés que le había llevado a cruzar el Adriático y a viajar largo tiempo por las antiguas ciudades, hasta recalar en Atenas, donde había pasado una temporada y se había dejado una gran barba, yendo de filósofo en filósofo, hasta que la moda, siempre pendiente de los gustos del emperador, había dejado de lado a Grecia para encandilarse con Egipto.
—¿Fantasmas? —Crisanto, que gesticulaba mucho cuando se alteraba, estaba señalando a la mujer de los velos blancos—. ¿Es que eso es un fantasma? ¿Me ha dado una insolación y estoy viendo visiones?
—Es de carne y hueso —sonrió el otro, que era alto y delgado, al tiempo que se acariciaba la barba de filósofo, larga y castaña—. Lo que sí es un espejismo es tu suposición de que nos la han enviado como ofensa a Roma.
—Eres demasiado generoso, señor. Llevamos mucho tiempo aquí, esperando la llegada de un alto personaje de la corte de Meroe y, cuando por fin aparece, resulta que no es más que una mujer… se supone que iba a venir alguien de calidad, a la altura que la dignidad de nuestros embajadores exige.
—Esa mujer es de calidad. Yo diría que es una sacerdotisa de Isis.
—Me parece muy bien. Pero yo te estoy hablando de política. Esto es una embajada y mandarnos a una sacerdotisa es una descortesía.
—Los sacerdotes nubios, lo mismo que los egipcios, pesan mucho en política.
—¿Tiene algún poder real esa mujer?
—No lo sé.
—¿Entonces por qué nos hacen esperar y nos la mandan a ella? A eso me refiero. Esto es un gesto para demostrarnos lo poco que les importamos.
—Hubiera sido más adecuado mandar a otro personaje, sí —Valerio se volvió a acariciar, ahora dudoso, la larga barba.
Agrícola, la cabeza cubierta por el manto, ocultó una mueca. Ya había podido comprobar otras veces cómo aquel joven estudioso cambiaba de opinión según sus interlocutores, y no por interés o porque sopesase los argumentos del otro, sino casi por costumbre.
—Escucha, Quinto Crisanto —medió él mismo—. Los nubios son un pueblo antiguo y sus costumbres son a veces, en verdad, un poco chocantes para un romano. Entre ellos, las mujeres ocupan altos cargos. Pueden llegar incluso a lo más alto. No sé si has oído hablar de las Candaces…
—Pues no.
—Es el nombre que en Nubia dan a sus reinas. Ocupan el trono, gobiernan el reino e incluso llegan a dirigir sus ejércitos en campaña.
—No lo sabía, aunque la verdad es que no suelen interesarme mucho las extravagancias de los bárbaros, excepto que eso afecte de alguna manera a mis negocios. Pero me resulta increíble la idea de que las mujeres participen en la política.
—¿Es que no lo hacen en todas partes? La única diferencia es que en Nubia lo hacen abiertamente y no desde las sombras, como en Roma.
Crisanto le correspondió con una sonrisa gruesa.
—¿Es entonces posible que esa mujer sea alguien de verdad importante en la corte nubia?
—Claro —intervino de nuevo Valerio.
—O es un alto cargo en la corte o habla en nombre de alguien que sí lo es —puntualizó con prudencia Agrícola.
—Eso es —remachó Valerio.
—¿Pero por qué los reyes meroítas la envían precisamente a ella?
—Por lo que te ha dicho Valerio. Es sacerdotisa de Isis y, entre su gente, como entre los egipcios en tiempos de los faraones, los sacerdotes no andan nunca lejos del trono.
Crisanto meneó la cabeza, antes de volverse a mirarle. Tenía los rasgos tan aquilinos que casi podría pasar por una caricatura de romano de pura cepa.
—Admito que no sea una burla a Roma, sino que puede tener un poder verdadero. Pero entonces lo que tenemos que preguntarnos es por qué nos la han mandado a ella en concreto, y no a ningún otro.
—¿A qué te refieres?
—Yo soy de los que piensan que nadie hace algo sin ningún motivo. Vamos a emprender un viaje largo, fatigoso y tal vez expuesto a peligros. ¿Por qué nos mandan a una sacerdotisa? Tiene que haber alguna razón. Si los reyes nubios hubieran designado simplemente a alguien en función de las necesidades de la tarea, hubieran elegido a algún hombre de armas.
—Te repito que las mujeres ocupan puestos importantes en la corte de Meroe.
—Y yo te digo que hubieran escogido a un noble acostumbrado a la guerra y a la caza, no a ningún sacerdote, hombre o mujer, de no ser porque hubiera alguna razón para ello.
Agrícola, la cabeza cubierta por el pliegue del manto, volvió a mirar abajo, allá donde el toldo creaba una sombra que era como una isla de penumbra en medio de un mar de luz. Quinto Crisanto podía ser un tipo de falsos modales y poco instruido, pero nadie se hace rico siendo tonto y sus palabras daban que pensar. Se quedó un rato callado, con los ojos puestos en la mujer de los velos blancos y el tocado lunar de plata.
—¿Quién sabe? —murmuró luego—. ¿Acaso no vais a venir vosotros también río arriba?
—Claro que iré. He puesto mucho dinero en todo esto y voy a velar por mi inversión. De hecho, pienso dirigir personalmente la caravana.
—Yo también iré. Es una oportunidad única de conocer la vieja cultura egipcia en estado puro, sin contaminar por las influencias griegas.
—Entonces creo, señores —sonrió distraído Agrícola y sin apartar la mirada del toldo—, que vamos a tener tiempo de sobra, camino de Nubia, de averiguar las intenciones de esa sacerdotisa; o más bien las de quienes la han enviado.
Un poco por encima de la catarata está
Philae
, un asentamiento común para egipcios y etíopes, la cual está construida como Elefantina y tiene unas proporciones similares; también tiene templos egipcios.
Estrabón,
Geografía
, VII, 49
La expedición se demoró aún un día más en aquellas tierras polvorientas y abrasadas por el sol, mientras la enviada nubia y los jefes romanos discutían algunos detalles. Pero a la mañana siguiente, apenas hubo una pizca de claridad a oriente, los legionarios se lanzaron a desmantelar el campamento, a los tres toques de trompa y el clamor preceptivo, antes de que el tribuno diera orden de ponerse en marcha.
Mientras los soldados formaban en columna, en el campamento de la caravana todos se afanaban aún en desmontar las tiendas, en empacar y cargar todo en las acémilas, entre traspiés y reniegos. El sol asomaba ya por el este, rojo y deforme, entre nubes bajas y azuladas, y una brisa primera agitaba los mantos y las telas, al tiempo que hacía correr torbellinos de polvo entre los matorrales.
Para asombro de muchos, la larga columna enfiló hacia el oeste, de vuelta a Syene, a orillas del Nilo. Durante todo ese tiempo, habían dado por supuesto que, si estaban acantonados en aquellas tierras requemadas, era porque Tito y Emiliano habían decidido llegar a Meroe por las rutas de las caravanas del oro y las gemas; es decir, marchando a oriente y alejados del río. Fue
vox populi
que aquella estancia era una parada obligatoria antes de internarse en el desierto, para que las tropas fueran acostumbrándose al sol, la inundación de luz y la sed.
Pero ahora la embajada se volvía por donde había venido, para perplejidad de casi todos. Luego correría el rumor de que todo aquello no había sido sino una de las astucias de Tito. Que había acantonado allí a las tropas para endurecerlas, sí, pero también para impedir deserciones de los mercenarios libios, éstos, reclutados entre los aventureros que se alquilaban como guardias a las caravanas de la ruta de los oasis, en la margen occidental, eran hombres aguerridos pero poco acostumbrados a la disciplina. El prefecto temía, y con razón, que muchos huyesen del campamento en los primeros días, incapaces de sufrir la vida militar. Acampando en la orilla nubia y a tanta distancia del Nilo, era mucho más difícil que un impulso repentino les hiciera desertar. Y aun así, más de uno lo había intentado: unos los habían conseguido y otros colgaban de cruces en una colina cercana para escarmiento de los demás; un castigo ciertamente cruel, pero nada sorprendente en el prefecto, que tenía fama de mano dura.
Más tarde, algunos aducirían aún otra razón. Que el prefecto temía también que les pudieran preparar emboscadas a lo largo del viaje y así, acampando en la margen oriental, lograba que los hipotéticos enemigos preparasen sus celadas por lugares por donde la expedición romana nunca iba a pasar.
Se volvieron pues a orillas del Nilo, en un viaje que duró dos jornadas. Las unidades marchaban en una larga columna, siguiendo un orden prefijado e inmutable. Los soldados caminaban bajo la luz y el calor, con armaduras, equipos y provisiones de boca a cuestas, y las bestias de carga avanzaban azuzadas por los esclavos. La caballería protegía los bagajes y a lo lejos se veía a las patrullas. Corría una brisa sofocante que casi ahogaba. Detrás de los romanos, lo suficientemente lejos como para no cubrirse de polvo, iba la caravana, y aún después la delegación de los nubios, con el gran elefante rodeado de arqueros.
Al segundo día, durante la marcha de la tarde y con el sol bastante alto, la columna llegó a las inmediaciones de Syene; pero, para decepción de las tropas, los jefes ordenaron detenerse lejos de la población. Syene se levantaba a orillas del Nilo y era una gran población, dotada de muelles, almacenes, casas de barro y los cuarteles de las tres cohortes de auxiliares, de guarnición permanente en esa ciudad. Enfrente, en mitad del río, estaba la gran isla de Elefantina y a espaldas de Syene unas colinas que de siempre sirvieron de necrópolis a las gentes de ese nomo, que es el primero de todos los egipcios y constituye la frontera con Nubia.
Y allí, lejos del agua, entre la ciudad y esos cerros, fue donde el tribuno ordenó plantar el campamento.
También fue esa noche cuando ocurrió un suceso que luego sería muy comentado, aunque Agrícola fue de los pocos que pudieron decir que habían visto algo con sus propios ojos.
Era ya última hora de la tarde, el sol colgaba bajo a occidente, sin que el calor hubiera aún remitido. La luz iba cogiendo ese tono tan especial, propio de la hora, y algunas nubes bajas pasaban contra el azul. Las aves planeaban rumbo al río y, a veces, un graznido llegaba resonando al campo romano. Los soldados se habían acercado a los toldos de los cantineros, y se les oía montar escándalo alrededor de las mujeres y las mesas de juego.
Aburrido del ritual cotidiano de vino rancio, putas viejas y pendencias, Agrícola había salido al exterior de las carpas, a jugar una partida de dados con el griego Demetrio y Valerio Félix. Les acompañaban un sacerdote egipcio llamado Merythot, que observaba sin participar, así como un par de esclavos de Valerio.
Fue a esa hora, cerca ya del crepúsculo, cuando el prefecto Tito acudió a la tienda de Senseneb, la enviada de los reyes meroítas, a visitarla por invitación expresa de ésta. Los tres campamentos —el militar, el mercader y el nubio— estaban separados y formaban un triángulo, y en realidad el último no era más que un pabellón enorme, de aspecto fastuoso y exótico, que servía de alojamiento a Senseneb, sus esclavas y eunucos, y un par de tiendas más pequeñas, porque los arqueros y el resto de la servidumbre dormía al raso, muchos de ellos echados a las puertas de la tienda de su ama.
Tito llegó dando un paseo desde su propio campamento, sin escolta y en compañía de dos de sus ayudantes. Los tres iban sin armaduras, vestidos con las túnicas y las capas de color blanco, y con las espadas ceñidas al costado izquierdo para que todos, aun de lejos y con poca luz, supieran sin duda que eran oficiales. Los arqueros nubios, apostados ante el pabellón, se apartaron para dejarles pasar.
Parece ser que Senseneb había invitado a Tito a su tienda a última hora de la tarde, para discutir la ceremonia que debía celebrarse en el templo de Isis de la isla de Filé, por deseo expreso del emperador Nerón. Era aquel un santuario famoso, venerado por los nómadas, que acudían de muy lejos a rendir culto, y la ceremonia era tanto una muestra de respeto del césar hacia la diosa como un gesto hacia las tribus errantes, cuyas relaciones con Roma eran siempre conflictivas.
Pero la discusión sobre tal tema no debió ser demasiado larga, porque todos aquellos que estaban mirando pudieron ver cómo primero los criados de la sacerdotisa y luego los ayudantes del prefecto abandonaban la tienda. Al principio Agrícola, con los dos dados en la mano, pensó que los habían hecho salir para discutir algún asunto muy secreto. Pero eso quedó descartado cuando los dos romanos de vestimentas blancas pasaron entre los arqueros altos y de piel negra, y se volvieron a su campamento sin esperar a su superior.
Agrícola, haciendo saltar los dados en su palma, pudo ver la expresión de aquellos dos, aún de lejos y en la luz menguante, y eso le dio que pensar.
Esa pareja era bien conocida de los soldaderos que seguían a los destacamentos de frontera. Su rango era el de
extraordinarius
—ese título tan flexible que distinguía a todo legionario destinado a una tarea específica y no regulada por las ordenanzas— y eran la mano derecha y la izquierda del
praefectus castrorum
. Quien les buscase fuera de servicio, haría bien en mirar primero entre vasijas de vino, putas y timbas; lo que no quitaba que fuesen dos veteranos diligentes y eficaces, y que gozasen de la confianza de los oficiales superiores.