—Sin ningún compromiso. Anonimato recíproco, como siempre, ¿verdad?
—Por supuesto. Aunque es extraño, ¿sabe?
—¿El qué?
—Algo que descubrí cuando preparaba los papeles de Tonu y revisaba su expediente.
Voskresenyov se puso rígido; creía haberse ocupado de aquel asunto.
—En ninguno de sus documentos de reclutamiento aparece ningún hermano. De hecho, no figura en ninguna parte ningún hermano como pariente más cercano. Y desde luego, tampoco hay ninguna explicación sobre por qué dos hermanos tendrían apellidos distintos… y encima apellidos distintos e infrecuentes, que en los dos casos significan «domingo» en distintas lenguas.
Voskresenyov miró hacia el sol para poder entornar los ojos y ganar tiempo. Había manipulado su expediente en la oficina central del ejército, pero como era natural, el KGB dispondría de su documentación original. Tendría que haberlo previsto antes de pedir a Lubin que metiera las narices en el asunto.
—¿Ha traído el expediente? —preguntó, tal vez con un exceso de premura.
—¿Que si he traído el expediente? ¿Aquí? Por supuesto que no, ¿por qué iba a traerlo? No me está permitido.
—¿De modo que está con todos los demás expedientes militares en la Lubianka?
—Por supuesto, ¿dónde si no?
Siguieron caminando en silencio por las callejuelas tortuosas y modestas de aquel rincón de la ciudad.
—¿Qué hará ahora? —preguntó por fin Voskresenyov.
—¿A qué se refiere?
Voskresenyov bajó la mirada hacia él y adoptó una expresión que esperaba fuera entre seria e irónica.
—Ah, bueno —exclamó Lubin—, yo también voy a dejarlo, como usted. Todas las cuentas quedan saldadas, supongo. —Lanzó una leve carcajada que de inmediato se trocó en una tos persistente que sonaba como una guadaña segando un campo de trigo—. Me permitirán quedarme con una pequeña dacha que tengo cerca de Suzdal. Mi piso pasará a manos de mi hijo mayor para que tenga donde vivir cuando vuelva de Berlín… si es que vuelve, claro, teniendo en cuenta cómo están las cosas. Mi mujer y yo llevaremos una vida tranquila en Suzdal, y ya está.
Lubin asintió para recalcar sus palabras y cortó el aire con la mano, como si junto a aquella arboleda en el cruce de Sechenovski y Ostozhenka estuviera separando su vida pasada de la presente, o tal vez la presente de la futura.
—¿Y usted? —preguntó a Voskresenyov.
—Bueno, ya sabe… Tengo un par de proyectos en mente. Dispondré de más tiempo libre, contaré con la pensión del ejército, ya no llevaré uniforme… —repuso este, buscando mentalmente otras vaguedades que contar.
—Nunca he acabado de entenderle. ¿A qué se dedica? ¿Qué planes tiene? He oído rumores de que está ayudando a un ladrón de joyas ingush a salir de la cárcel de Magadan, pero de forma muy discreta. Y por cierto, ¿puede explicarme por qué yo tengo el aspecto de un hombre que lleva cuarenta años bebiendo, fumando y viviendo en un clima gélido, mientras que usted apenas ha envejecido en todos estos años?
—Salmuera —repuso Voskresenyov, palmeándose las mejillas—. Mi abuela siempre me decía que me untara la piel con salmuera cada mañana.
Lubin lanzó una carcajada escéptica.
—¿Salmuera? Bueno, si usted lo dice… ¿Sabe? Podría comprar el expediente si quisiera —espetó de repente—. Hoy en día todo está en venta. Si quisiera guardar en secreto esa información, podría comprar el expediente y todo resuelto.
Voskresenyov lo miró sin cambiar la expresión, aunque ya sabía a ciencia cierta que eso era lo que tendría que hacer.
—¿Comprar un expediente a la KGB? —preguntó, fingiendo sorpresa—. ¿Y con quién tendría que hablar para hacer eso?
Lubin arrancó una pestaña del paquete de Winston light que llevaba en el bolsillo y anotó un nombre en la cara interior antes de entregársela a Voskresenyov.
—Este es su hombre. Muy discreto, se lo aseguro. Todos los que tienen suficiente dinero y aspiraciones en la nueva Rusia le compran información. Y puesto que todo pasa por sus manos, todo el mundo sabe quién es, de modo que se ha hecho intocable. Aunque puede que sea al revés, que aunque todo el mundo sabe quién es, la gente lo utiliza y por eso se ha hecho intocable.
—Claro, claro —rió Voskresenyov, si bien no sabía por qué se reía—. ¿Y no podría pagarle a usted? ¿Me haría usted el favor de hacer desaparecer mi expediente?
—¿Yo? Desde luego que no. No hago esa clase de cosas, y además, ¿de qué me serviría el dinero? Pero de todas formas, gracias por proponérmelo.
Desde que se conocían y se hacían favores mutuos, ambos hombres habían intentado en todo momento tener alguna ventaja sobre el otro, no para hacer uso de ella, sino por el mero hecho de tenerla. Los constantes reajustes infinitesimales en la jerarquía les permitían personalizar su relación profesional y profesionalizar su relación personal. Voskresenyov se preguntó qué pretendería hacer Lubin con la información que tenía sobre él. Se quedó mirando el rostro rollizo y fláccido coronado por la mata de cabello canoso y quebradizo, aquellas manos temblorosas y salpicadas de manchas de vejez, y concluyó que absolutamente nada. Jaque al rey; Lubin arrojaba la toalla. Y con un hombre que no quiere nada no se puede hacer nada.
—No, no quiero dinero —prosiguió Lubin casi en un murmullo, como si hablara para sus adentros—. Tan solo quiero vivir tranquilo lejos de todo esto. Mi mujer y yo somos de campo, de cerca de Tver, y hemos pasado cuarenta años en esta ciudad, en esta mierda. No, no quiero dinero.
En aquel momento llegaron a un pequeño parque situado en el cruce de cinco calles, con un grupo de abedules desnudos cuyas ramas se abrían cual manos en una señal de advertencia demasiado alta para que nadie la viera. En el centro del parque desierto había una fuente, en realidad un cuenco de hormigón lleno de agua estancada verdosa tan solo atisbada bajo la fina película de hielo, y rodeada por unos arbustos. Al acercarse a la fuente pasaron de la radiante luz del sol a la sombra de la maleza. Los arbustos los protegían de la calle. De repente, Voskresenyov agarró a Lubin y lo besó de lleno en la boca abierta por la sorpresa. Mientras percibía que el hombre intentaba apartarlo con sus manos débiles y huesudas, se llevó la mano al bolsillo para sacar la navaja, la abrió y seccionó las arterias a ambos lados de la entrepierna de Lubin antes de empujarlo al interior de la fuente.
Acto seguido arrojó el cuchillo al agua, se examinó los zapatos, los pantalones y el abrigo en busca de manchas de sangre (no había) y echó a andar en dirección a la Lubianka para comprar el resto de su pasado.
Objeto 15: Un colgante con un amuleto ancho (3,6 centímetros de anchura por 5,8 centímetros de altura) con dorso de cuero, prendido a una fina cuerda de piel negra de 34 centímetros de longitud. Sobre el amuleto se ven dos gemas, un topacio en forma de estrella, es decir, un círculo color ámbar del que salen ocho tentáculos en forma radial, y junto a él un ónice ovalado.
Las representaciones de soles sombreados o crepusculares simbolizan una empresa casi terminada pero en peligro de fracasar, infundiendo esperanza y exigiendo atención a partes iguales.
Fecha de fabricación: Imposible de determinar. Las gemas aparecen resquebrajadas y turbias por la edad, por lo que sin duda tienen varios siglos de antigüedad. Por el contrario, el cuero se encuentra en buen estado, si bien un poco gastado por el uso.
Fabricante: Ivan Voskresenyov, quien afirmó que el diseño se basaba en un dibujo de «El sol y su sombra», un enigmático jeroglífico alquímico hallado en el cuaderno del geógrafo árabo-siciliano
Al-Idrisi
.
Sin embargo, el experto en cómics Milos Smilos, autor del artículo «¿Dónde está ese balón de fútbol, Charlie Brown? Deseo sexual ilícito en las tiras de cómic diarias», y de la autobiografía gráfica ficticia ¡Llamadme señor! Peppermint Patty, Bollera Guerrera, escribió en su embellecida autobiografía no oficial que los colgantes de cuero con incrustaciones de cristal amarillo y obsidiana bruñida se hicieron muy populares entre los artistas e intelectuales bálticos durante los años de entreguerras. Su diseño se basaba en la interpretación que un artista de Estonia había hecho de un jersey que Flash Gordon llevaba en la serie de 1940 titulada Flash Gordon conquista el universo.
Lugar de origen: Tan difícil de determinar como la fecha de fabricación. Estonia es uno de los exportadores de ámbar más importantes del mundo, y su sector del curtido siempre ha sido muy activo. El ónice, que no se produce en el Báltico, es no obstante una gema común y popular.
Último propietario conocido: Ivan Voskresenyov. Tras su asesinato, [NOMBRE BORRADO] se lo quitó al cadáver para entregárselo más tarde a [NOMBRE BORRADO].
Valor aproximado: Con toda probabilidad, Smilos y los de su ralea subirían el precio de lo que, en el mejor de los casos y a ojos del más emocionado de los compradores valdría a lo sumo 300 dólares.
Se completa así lo que tenía que decir de la obra del sol.
Bueno —dijo Tonu, de pie junto a mi puerta abierta, con el abrigo puesto, un pie en el pasillo y una mano sobre el pomo—, me parece que he contestado a todas sus preguntas —señaló en tono casi inquisitivo al tiempo que arqueaba las cejas.
—¿Qué hay de Eddie el Albanés?
—Ah, sí, Edouard. Creía que lo habíamos olvidado —espetó con sarcasmo.
En aquel instante me pareció estar viendo un reptil de cristal, una criatura amamantada con veneno capaz de cortarte a poco que ejercieras la más mínima presión sobre ella. No entiendo cómo alguien podría confiar en él.
—Edouard tenía mucho talento como contrabandista, oficio que aprendió en el régimen asfixiante y paranoico de los soviéticos; estábamos convencidos de que triunfaría en esta nación tan abierta y confiada.
—¿Y qué le ocurrió?
Tonu volvió a adentrarse en el piso y estuvo a punto de cerrar la puerta tras de sí, pero en el último momento se lo pensó mejor y volvió a sacar un pie al pasillo.
—Lo mismo que a Jaan, que se volvió codicioso, engañoso y poco digno de confianza. Pero en cualquier caso, era un empleado temporal, sin sentido alguno de la dedicación. Nos ayudó a conseguir ciertas cosas que necesitábamos, pero a partir de allí dejó de sernos útil.
—¿Qué cosas?
Tonu retrocedió otro paso hacia el pasillo, y yo avancé uno hacia él.
—No, ya basta de preguntas; no necesita saber nada más.
—No estoy de acuerdo —barboteé—. Ahora tengo más preguntas que hace tres horas… No puede… Lo que me ha contado no tiene ningún sentido.
—¿Qué es lo que no ha entendido?
—No he entendido nada. No puedo creer que…
—No hace falta que crea nada. No existe ninguna ley según la cual una cosa deba ser creída para ser cierta. ¿Sabe? Debería mostrarse más agradecido. Le he proporcionado una información por la que muchos matarían.
—¿Y confía en que la guarde en secreto?
—¿Que si confío? —repitió Tonu con una carcajada—. Por supuesto que sí. ¿A quién iba a contársela? ¿Quién le creería? Me parece que en este sentido estamos a salvo, y si no es así, echaremos mano del camuflaje. Además, si de repente se pone parlanchín, puede que tenga que hacerle otra visita. Y por otra parte, ahora que Jaan ha llamado la atención de ciertos buscadores de la Tabla, sin duda atraería usted a personas muy poco recomendables si de pronto decidiera jactarse de su relación con él. En tal caso, como ya le he dicho, nosotros estaríamos muy lejos y no podríamos ayudarle.
—¿Y si decido arriesgarme? Es una historia apasionante —faroleé con más irritación que valentía.
Tonu me dedicó una sonrisa decepcionada y se encogió de hombros.
—Como ya le he dicho, no tengo ninguna intención de instalarme en su casa. No puedo controlar lo que hace, pero sí puedo recordarle que podría convertirse en culpable de allanamiento y posiblemente de asesinato. Si desea conocer de cerca el sistema penitenciario de Connecticut, el señor Sickle puede echarle una mano. Pero le aseguro que si lo consideráramos una persona insensata o impetuosa, ni usted, ni Joe ni su tío seguirían con vida. No pierda la cabeza, señor Tomm; es el mejor consejo que puedo darle. No pierda la cabeza.
Dicho aquello se fue, cerrando la puerta detrás de sí con suavidad, educado hasta el último instante. Lo oí bajar la escalera y luego, desde la ventana, lo vi subir a un coche anodino de color anodino. Arrancó el motor, puso los intermitentes pese a que no había ningún otro coche a la vista y se dirigió hacia el sur, alejándose de Lincoln.
Era demasiado tarde o demasiado temprano para dormir. No me importa reconocer que sigo sin dormir bien, aunque la situación empieza a mejorar. Como bien dicen, el tiempo lo cura todo.
En lugar de acostarme, me duché, me afeité, me preparé una cafetera (mi cafetera tiene capacidad para una taza y pico, diseñada para una sola persona, como todo lo que contiene mi piso) y a las siete y cuarto me fui a la oficina.
Tenía la sensación de que me habían vaciado y rellenado con algodón, como si acarreara un peso muerto y ese peso muerto fuera yo. Supongo que la sensación de bailar aun después de cesar la música, de darte cuenta de que has llegado a un callejón sin salida del laberinto, de que te has quedado demasiado tiempo en un lugar, embarga a todo el mundo en un momento dado, salvo a los que se hallan en perpetuo movimiento y los que tienen un sentido infalible de la oportunidad. A mí me sucedió en el último año de instituto, luego de nuevo en el último curso de la universidad y también me ocurre ahora; ha llegado el momento de marcharme. Cuando se apodera de ti, puedes hacerle caso y seguir adelante o esperar a que se te pase y tirarte el resto de tu vida sublimando ese sentimiento de pérdida infinita en un mero malestar. Yo me he decantado por la primera opción.
—Aquí lo tenemos —exclamó Art sin alzar siquiera la vista cuando entré en la redacción.
—¿Qué haces aquí tan temprano? —pregunté.
—Ya te lo dije, cuanto más viejo te haces, peor duermes.
La imagen más clara que tengo de Art es la de aquella mañana, reclinado en su silla y con los pies sobre la mesa cual hamaca humana, hojeando el Times con un termo de café abierto y humeante encima del escritorio, y un cigarrillo colgado en la comisura de los labios.
Con el pie derecho empujó un sobre hacia mí.
—Lo he encontrado debajo de la puerta y he decidido esperar a que lo leas antes de preguntarte por la necrológica interminable.