Introdujeron el equipaje de Chapman en un carrito, y el gerente salió de la habitación tras hacer otra reverencia.
—¿Dónde está mi mujer? —preguntó Chapman.
—De compras, señor. Mahaira está con ella.
Chapman asintió e hizo una seña con la mano. Pasaron al comedor formal privado, cuya elegante mesa estaba dispuesta para una reunión de negocios de solo ocho personas, ya que Jonathan Ryder y Angelo Charbonier habían muerto. El club de bibliófilos tendría que buscarles sustitutos en el transcurso del año siguiente. El centro de mesa era un rico despliegue de orquídeas. Para cada participante había dispuestos sendos blocs de papel y costosas plumas Montblanc con el logotipo del hotel.
Preston cerró la puerta.
—El mayordomo servirá bebidas —dijo—. ¿Le pido alguna cosa más?
Chapman eligió un puro Partagas del humectador de madera de raíz. Lo hizo girar entre los dedos acercándoselo al oído, para oír el crujido sordo del buen tabaco. Le cortó la punta y lo olisqueó. Satisfactorio. Después de prender el puro con el encendedor de oro del hotel, fue a situarse junto a una de las altas ventanas que dominaban los monumentos más destacados de la ciudad.
—¿Cuánto te falta para encontrar al Carnívoro? —preguntó Chapman mientras fumaba, dominándose la furia.
Cuando habían transcurrido cuatro horas sin que el Carnívoro hubiera confirmado a Chapman el golpe, este había llamado al número que le había dado el asesino. Estaba desconectado. Después, había enviado un correo electrónico a Jack, el contacto. Le había llegado devuelto.
Preston acudió junto a Chapman, ante la ventana, y dijo:
—Es un problema. Como dijo usted, el Carnívoro tiene un nivel de seguridad muy alto. La dirección de correo electrónico se enrutó por varios países. Jan no ha conseguido todavía encontrar su origen, pero sigue trabajando en ello.
Jan Mardis era la jefa de seguridad informática de Carl Lindström.
—En cuanto al número desconectado, no podemos hacer nada al respecto. Me he puesto en contacto con el hombre que le recomendó a usted al Carnívoro, pero asegura que no tiene otro medio para ponerse en contacto con él y que ya no lo encontrará usted nunca. No entiende lo sucedido, pero, sea lo que sea, se figura que también él se ha quemado. Cuando el Carnívoro toma el dinero de un cliente, se puede confiar en él. Siempre cumple. Y no olvida nunca.
Chapman sintió un escalofrío al recordar la fría letanía de las reglas del Carnívoro. Pero se lo quitó de encima. Aquel canalla le debía un pago a cuenta de un millón de dólares.
—Encuéntralo. Quiero mi dinero, y después quiero que se le liquide.
Preston bajó la cabeza.
—Sí, señor. En cuanto Jan encuentre algo, tendré mucho gusto en deshacerme de él.
—Y ¿qué hay de Judd Ryder y de Eva Blake? Según nuestro agente en Washington, se dirigían a Tesalónica y se habían puesto en contacto con Robin Miller.
—Tienen que ir a Atenas. Me tomaron una nota personal mía, y el Carnívoro sabía que era auténtica. He puesto hombres en el aeropuerto, en las estaciones de ferrocarril y en el puerto para que los busquen. No sé cómo podrían haber localizado a Robin, pero es posible que lo hayan conseguido. Eso podría ser favorable para nosotros.
Hizo una pausa.
—Sé cómo encontrarla.
Chapman se quedó inmóvil, con el puro a medio camino de la boca. Observó a Preston, que estaba tranquilamente a su lado, con la caja todavía en las manos. Ni estaba nervioso ni pedía disculpas. De hecho, tenía una calma mortal. Sus ojos azules parecían hielo picado. Lo habían humillado, y quería venganza. Tanto mejor.
—Cuéntame.
—Hice que el piloto registrara el Learjet —dijo Preston—. Robin no se dejó el móvil. Si pensaba huir, se lo habría llevado, porque era el único que tenía. Ella no sabe que se le puede localizar por el móvil. Mi contacto en la NSA está esperando a que lo encienda, y en cuanto lo haga, la tendremos. Pero hay otro problema: Tucker Andersen se ha marchado, y el hombre al que contraté en Washington para que acabara con él ha desaparecido. Y Andersen también. He puesto a gente a buscarlos a los dos.
Chapman soltó unas sonoras maldiciones.
—¿Algo más?
—Mis hombres de Roma atraparon a Yitzhak Law y a Roberto Cavaletti.
—¿Los han matado? —preguntó Chapman al instante, con agrado.
Preston negó con la cabeza.
—Todavía no —dijo—. Ryder y Blake han acabado por dar muchos más problemas de lo que nos figurábamos ninguno. Teniendo a Law y a Cavaletti en nuestro poder, disponemos de una baza contra ellos cuando nos haga falta.
Chapman se lo pensó.
—De acuerdo. Podemos eliminarlos en cuanto queramos.
—Hay una cosa más. Después de liberarme en el Gran Bazar, hablé con Yakimovich. Dijo que Charles había dejado una tira de cuero con un mensaje, según el cual la ubicación de la Biblioteca de Oro está escondida en el
Libro de los Espías
.
—Jesús. El bibliotecario anterior sacó ese libro clandestinamente. ¿Sabía él que el libro contenía el dato de la ubicación?
—Fue él quien lo puso en el libro. Charles debió de encontrar algún mensaje que dejó el otro bibliotecario. En cualquier caso, no es problema. Recuperaremos el libro. Ryder y Blake no se acercarán a él siquiera.
Chapman dejó caer el puro en un cenicero y se frotó las manos.
—Dame la caja —dijo.
Pero cuando Preston se la estaba entregando, llamaron a la puerta. A una señal de Chapman con la cabeza, Preston fue a abrir.
Era Mahaira, con traje de lino beis, con los cabellos grisáceos perfectamente peinados enmarcándole el rostro suave.
—Madame
me ha pedido que le diga que se retrasará, señor. Se ha encontrado con unos amigos que se han empeñado en que se quede a tomar el té con ellos. Lo lamenta mucho.
Chapman, molesto por la noticia, le dio la espalda. Mientras la oía alejarse con pasos suaves, reparó en la caja. La abrió rápidamente. Con un suspiro de placer, extrajo de su interior forrado en terciopelo un manuscrito iluminado, no solo espectacular por su belleza física sino también por lo que significaría para su esposa, y por la gran nueva fortuna que le reportaría.
Los miembros del club de bibliófilos habían ido registrándose en el hotel Grande Bretagne a lo largo de la mañana. La reunión empezó puntualmente a las dos de la tarde, y la llegada de los miembros cargó la sala de una energía eléctrica. Todos medían de un metro ochenta para arriba y, a pesar de los treinta años de diferencia entre los más jóvenes y los de edad más avanzada, todos ellos se movían con elegancia de atletas y tenían el cuerpo esbelto y en forma.
Habían sido escogidos cuando eran jóvenes prometedores que luchaban por el dinero y por el poder; se les había cultivado, orientado y financiado, como a Martin Chapman. A pesar de todo, de entre los que recibían tales atenciones eran muy pocos los que llegaban a ingresar en la fraternidad del club secreto de los bibliófilos. Los que ingresaban eran ejemplos vivientes del antiguo ideal griego del hombre perfecto.
Chapman, al observarlos mientras charlaban de pie alrededor de la mesa, sintió orgullo. Llevaba cinco años de director. Podían llegar a ser revoltosos, pero era comprensible. Para conseguir cosas era precisa la agresividad valiente, y eran guerreros en los negocios y en lo que no eran los negocios…, otro rasgo esencial del ideal griego. Pero, al mismo tiempo, lo inquietaba el grado de energía más alto de lo común que estaban mostrando, y las miradas de reojo que le dirigían. Había algo que los incitaba, y él se temía que sabía de qué se trataba.
Miró al mayordomo, que estaba sirviendo bebidas. No empezarían la reunión hasta haberse quedado solos.
—Estás loco, Petr —decía uno, divertido.
—Pasas demasiado tiempo en la biblioteca —comentó otro, de buen humor.
Petr Klok tomó un martini de la bandeja de plata del mayordomo, y proclamó:
—Este es un universo organizado, basado en el número. Los antiguos lo sabían. Los mercados, sus precios y sus ciclos se mueven siguiendo ritmos armónicos.
Era un hombre con barba, con el pelo cortado con elegancia; tenía cincuenta años, y era el primer checo que había hecho una fortuna de mil millones de dólares. Aprovechando las reformas privatizadoras de su país, había empezado con poco, adquiriendo una compañía de seguros a base de créditos y avales de los fondos de la Biblioteca de Oro, y la había ido ampliando hasta convertirla en un imperio que se extendía por Europa y por América.
Brian Collum encontró en la bandeja del mayordomo su copa de Barolo.
—¿Estás afirmando que los altibajos financieros no son aleatorios? —preguntó. El natural de Los Ángeles, que empezaba a encanecer, de rostro largo y hermoso, era el miembro más joven, con solo cuarenta y ocho años. Era el abogado de la biblioteca.
—Estudiad los códigos geométricos que se ocultan en el
Timeo
de Platón —insistió Klok—. Después, conectadlos con la arquitectura de los templos hindúes, con los triángulos aritméticos de Pascal, con el alfabeto egipcio, con el movimiento de los planetas y con las pautas consonantes en las vidrieras policromadas de las catedrales medievales. Todo eso os dará ventaja en los mercados.
—A mí me interesa, por mi parte. Al fin y al cabo, Petr predijo el
crash
mundial de 2008 —les recordó Maurice Dresser. Era canadiense, y había pasado de buscador de petróleo aventurero a dirigir un imperio petrolero de billones de dólares. Tenía el pelo blanco, que ya le clareaba, y rasgos fuertes. A sus setenta y cinco años llevados con vigor, era el de mayor edad.
—Puede que Petr se adelante a su época. No sería el primero —dijo Chapman con tono de estar planteando un desafío. Hizo una pausa, hasta que todos le prestaron atención. Había visto la oportunidad, y esperaba tranquilizarlos planteando un pequeño torneo—. Veamos lo que sabéis. He aquí el tema: en el 350 antes de nuestra era, Heráclides estaba tan avanzado a su época que descubrió que la Tierra giraba sobre su eje.
Collum alzó al instante su puro para pedir la palabra.
—Un siglo más tarde, Aristarco de Samos descubrió que la Tierra giraba alrededor del sol. También se adelantó mucho a su época.
—Pero, en la misma época, Aristóteles se empeñaba en que no nos movemos y somos el centro del universo —dijo Dresser, sacudiendo la cabeza—. Un gran error, raro en él.
Hubo un instante de silencio, que cortó Chapman.
—Reinhardt —dijo.
Reinhardt Gruen asintió con la cabeza.
—En el siglo XVI, la mayoría de los científicos volvían a creer que el mundo estaba inmóvil. Un error. Por fin, Copérnico descubrió de nuevo que rotaba y que giraba alrededor del sol. Los hechos tardaron una barbaridad de tiempo en volver a salir a la luz.
Gruen, de Berlín, tenía sesenta y ocho años y era propietario de un conglomerado mundial de medios de comunicación.
—Pero no se atrevió a publicar sus hallazgos —recordó Klok—. Eran demasiado polémicos y peligrosos. Las iglesias cristianas ignorantes combatieron aquella idea durante los trescientos años siguientes.
—¿Carl? —dijo Chapman.
—Afirmaban que se oponían a las enseñanzas de la Biblia.
Carl Lindström, de aspecto regio, con cabellera rubia que encanecía, tenía sesenta y cinco años y era fundador de la poderosa empresa de
software
Estrategias Lindström, con sede en Estocolmo.
—No basta —exclamó Collum en son de desafío.
Martin Chapman, en calidad de director, ejercía también de árbitro.
—Tienes que darnos más, Carl —dijo.
—Creía que ya os sabías la Biblia a estas alturas, so idiotas —dijo Lindström de buen humor—. Lo dice en los Salmos: «El mundo está tan bien asentado, que no se moverá».
—Muy bien. ¿A quién le toca ahora? —preguntó Chapman.
Thomas Randklev levantó su vaso largo de cóctel.
—A la salud de Galileo. Comprendió que Copérnico estaba en lo cierto, y escribió sus propios libros sobre la cuestión. De modo que la Inquisición lo encarceló por hereje.
Randklev, de Johannesburgo, tenía sesenta y tres años y dirigía empresas mineras en tres continentes.
—Grandon. Tú eres el último —dijo Chapman.
Grandon Holmes, de cincuenta y ocho años, londinense, dirigía el gigante de las telecomunicaciones Servicios Internacionales Holmes.
—El mundo occidental solo aceptó en la Ilustración que la Tierra rotaba sobre sí misma y se desplazaba alrededor del sol, más de un milenio después de que Heráclides lo descubriera por primera vez.
Todos bebieron, sonrientes. El torneo había terminado sin errores históricos, y cada uno había aportado algo. La sala se había llenado de un ambiente de calor amistoso y de propósito compartido. «Todo un éxito», pensó Chapman con alivio.
—Muy bien —los felicitó.
—Pero el hecho de que se haya vindicado a Copérnico y a los demás no quiere decir que Petr tenga razón con todas sus tonterías financieras —insistió Collum.
—Hablas como abogado —dijo Petr, risueño—. Eres un Neandertal, Brian.
—Y tú te crees un maldito vidente —repuso Collum. Sonrió, y volvió a beber.
Como todos estaban servidos, Chapman dijo al mayordomo que saliera. Cuando se hubo cerrado la puerta, el grupo se instaló alrededor de la mesa. Chapman advirtió que el ambiente había cambiado, se había vuelto tenso.
Incómodo, ocupó el asiento de la cabecera, donde lo estaba esperando la caja de madera.
—Maurice, esta reunión la has convocado tú. Empieza.
Maurice Dresser cambió de posición sobre la mesa la pluma que tenía delante, y levantó la vista.
—Como miembro más antiguo, a veces tengo el deber de darte a conocer algunas quejas. Nos has estado ocultando algo, Marty.
—Dame más detalles, por favor —respondió Martin Chapman, sin perder el tono coloquial.
Dresser se inclinó hacia delante en su asiento y unió las manos.
—Jonathan Ryder, Angelo Charbonier y nuestro buen bibliotecario, Charles Sherback, han muerto asesinados —dijo—. Sospechamos que tú has tenido algo que ver con eso. Pediste a Thom, a Carl y a Reinhardt que buscaran información. Para ello, hubo que hacer chantaje a una senadora estadounidense, entrar en un ordenador de una unidad secreta de la CIA y asesinar a una oficial de la agencia, una tal Catherine Doyle. No nos hemos dado cuenta del alcance de tus actos hasta que hemos hablado unos con otros. ¿Qué demonios está pasando?