La biblioteca de oro (34 page)

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Authors: Gayle Lynds

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Thriller

BOOK: La biblioteca de oro
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Judd hablaba con Tucker por su móvil. Eran cerca de las once de la mañana en Washington, cerca de las seis de la tarde en Estambul. Le contó lo sucedido en el Gran Bazar.

—Preston volvió a encontrarnos.

—Maldita sea. ¿Qué demonios pasa? Nadie podría haber sacado la información por mi lado, de ninguna manera…

Hubo una pausa. Tucker siguió hablando con voz de preocupación.

—Lo pensaré. Sigue. ¿De qué más os habéis enterado?

Judd le repitió la información que aparecía en el cuaderno de Preston.

—Procura enterarte de quién es Robin Miller. Me pregunto si sería la rubia que Eva vio con Sherback en Londres. Recuerda que el
Libro de los Espías
podría estar en la mochila que dejó Sherback a la mujer.

—La NSA está vigilando los dos números que encontraste en el teléfono de Sherback. Si sale algo, te avisaré al instante.

—Bien. Eva va a traducir el resto del mensaje de la tira de cuero en cuanto estemos a solas. Se supone que dice exactamente en qué parte del
Libro de los Espías
se encuentra oculta la situación de la biblioteca.

—En Langley tuvieron guardado ese libro tres años —dijo Tucker, con un suspiro de frustración—. Supongo que salís para Atenas, ¿no?

—Inmediatamente. No te diré con exactitud cómo pensamos viajar hasta allí.

Vio que Serin señalaba con un gesto del pulgar el yate, el cielo que se oscurecía y al alquilador de embarcaciones, para levantar después al cielo las palmas de las manos con gesto de intentar entrar en razón. Serin había dicho al alquilador que insistía en que les hiciera un buen descuento, teniendo en cuenta la poca gente que quería alquilar de noche. En su rostro animado se apreciaba lo mucho que estaba disfrutando con el regateo.

—Excelente idea —dijo Tucker—. Sigue teniendo cuidado.

Mar de Mármara

Con Serin al timón, el yate navegaba a través de la noche, rumbo suroeste, surcando el mar de Mármara. Se había levantado un viento del norte por el Bósforo que picaba el mar y hacía que la travesía fuera agitada. Habían avanzado unas diez millas; se habían comido unos sándwiches de pescado que habían comprado en el puerto deportivo, y se habían ajustado a los ritmos bruscos del barco.

Judd estaba seguro de que no los habían seguido hasta el puerto deportivo de Estambul; pero no por ello dejaba de volver la vista hacia la parte donde las luces de la ciudad se extendían a través del horizonte. Observaba el tráfico marino: barcos de pesca, cargueros y petroleros y portacontenedores gigantescos, todos ellos llenos de luces parpadeantes. Aquel gran mar interior era una vía marítima muy transitada que unía el mar Negro, al norte, con el Egeo y el Mediterráneo al sur, a través del estrecho de los Dardanelos. No parecía que ninguno de los demás barcos los estuviera siguiendo.

—¿Hacia dónde nos dirigimos, exactamente? —preguntó Eva, alzando la voz para hacerse oír entre el viento, el mar y los motores.

A pesar de que tenía a su espalda un asiento de banco corrido, Serin llevaba el timón de pie; Eva iba a su lado, a petición de él. Un parabrisas bajo los protegía en parte. Judd iba de pie detrás del asiento del piloto, asido al respaldo con ambas manos. Eva llevaba abotonada hasta la barbilla su chaqueta color azul medianoche, y del moño en que llevaba recogida a la nuca la larga cabellera negra se le habían soltado algunos hilos. Azotada por el viento, con las mejillas sonrosadas, parecía contenta y tranquila. Cuando Eva se volvió para escuchar la respuesta de Serin, a Judd le sorprendió cuánto le gustaba, cuánto le gustaba estar con ella. Después, recordó el papel que había debido de tener probablemente su padre en la conspiración por la que habían metido en la cárcel a Eva por homicidio. Desvió la mirada.

—Al sur de una ciudad grande que se llama Tekirda —gritó Serin—, y al norte de un pueblecito que se llama Barbados. Vamos a la parte tracia de Turquía; del lado de Europa, claro está.

Serin llevaba el timón con confianza entre sus manos morenas. Era un poco más bajo de estatura que Judd, pero más ancho, con gruesos músculos. Parecía despreocupado y satisfecho. Al mismo tiempo, se apreciaban indicios de su pasado: sus movimientos de atleta en la embarcación, y los atisbos de penetración intensa en su mirada. Aunque no hubiera dicho él mismo que había formado parte del duro MIT del Gobierno nacional, Judd habría sospechado que tenía algunos antecedentes de esa clase.

—Un antiguo camarada mío tiene una pista de aviación privada —seguía diciendo Serin—. Habremos llegado en cuestión de tres horas.

Judd vio que, a pesar de las olas, hacían sus buenos treinta y tantos nudos. El Chris-Craft, veloz, con dos potentes motores interiores, era una embarcación impresionante. Bajo cubierta había camarotes con todas las comodidades, un salón y una cocina.

—¿No nos va a llevar por los Dardanelos? —preguntó Eva—. Así pasaríamos ante las ruinas de Troya, y estaríamos mucho más cerca de Atenas.

—Demasiado peligroso. Es un paso estrecho y transitado. Serpentea para aquí y para allá. Además, hay corrientes muy fuertes.

—¿A qué se dedica usted cuando no está llevando a gente en barcos alquilados? —le preguntó Judd.

—Ah, es larga historia. Para abreviar, soy lo que llaman un polifacético. Me contratan para que haga de guía, de guardián, y para que lleve a su destino artículos importantes. Tengo una reputación, ¿se dan cuenta? Soy de fiar. Y ustedes dos son artículos muy importantes, y ahora ya saben que soy de fiar. ¿Y usted, señor Ryder? No me ha contado nada.

—Somos turistas, tal como creía usted.

—Pretende engañar a un perro viejo; pero yo me las sé todas. Soy curioso. Dígame, ¿es que la curiosidad es mala? —preguntó, con un tono de estar dolido en la voz sonora—. Al menos, explíquenme eso que llaman el
Libro de los Espías
. Entreténganme mientras yo trabajo tanto.

Eva se rio.

—Es un manuscrito iluminado del siglo XVI —dijo—. Un libro único y muy valioso. Ha desaparecido. Nosotros estamos intentando localizarlo.

Volvió la cabeza para echar una mirada a Judd.

—Me estoy cansando de gritar —concluyó.

—De modo que ese libro está en Atenas y ustedes quieren encontrarlo. ¿Tiene que ver con alguna gran operación de negocios? —insistió el turco.

—¿Por qué cree usted que tenemos que ver con una operación de negocios? —le preguntó Judd.

—Tenía la esperanza de que ganaran mucho dinero, y después volverían a Estambul y me contratarían otra vez. ¿Es este libro la causa de que corran peligro sus vidas?

—La verdad es que sí —dijo Judd, considerando que esta información era bastante inofensiva.

Serin volvió la cabeza para mirarlo, frunciendo el ceño. Cuando miró al frente de nuevo, se secó la cara. El timón se le escapó de la otra mano. Serin volvió a asir el timón con ambas manos, demasiado tarde. La embarcación dio un bandazo; las olas la azotaban, el viento silbaba. El yate cayó pesadamente en el vientre de una ola y fue izada con brusquedad en la cresta de la siguiente. El agua los empapó.

Eva se tambaleó mientras Serin se esforzaba por controlar el yate; pero este saltaba y se agitaba con violencia. Una mano se le soltó de la agarradera de la consola. El barco viró a estribor, agitándolos a todos. Pero a Eva se le resbaló un pie, y cayó de rodillas.

Judd la asió inmediatamente del brazo, aferrándose con la otra mano al respaldo del asiento del piloto, mientras procuraba no perder el equilibrio él también.

Mientras la embarcación seguía cabeceando y saltando, el timón mojado giraba libre sin que Serin pudiera hacerse con él.

La embarcación volvió a cabecear con fuerza, saltando y escorándose. Judd se soltó. La mano se le deslizó sin control por el respaldo húmedo del asiento, y se tambaleó. Eva cayó por la borda de la embarcación, arrastrándolo consigo porque no quiso soltarla, y quedó entre la borda y el agua. Un bandazo más, y los dos caerían al agua oscura y encrespada.

Con el corazón palpitándole con fuerza, Judd volvió la vista atrás buscando algún modo de salvarse los dos. Pero lo que vio fue otra cosa. Serin no estaba aterrorizado; ni siquiera tenía aspecto de preocupación, mientras observaba cínicamente la situación de peligro mortal en que se encontraban Eva y él. La inteligencia helada de su mirada dio a entender a Judd que podía dejarlos caer por la borda y abandonarlos sin ningún problema. ¿Lo tenía pensado desde el principio?

—¡Canalla! —gritó Judd—. ¿Por qué nos hace esto?

Serin parpadeó. Miró a lo lejos, y volvió a mirarlos después. Parecía que había tomado una decisión. Hizo un leve gesto de asentimiento con la cabeza y metió las manos entre las cabillas de la rueda del timón. Las mangas del caftán le cayeron hacia atrás, dejándole al descubierto los músculos nervudos. Cargando los hombros, aplicó toda su fuerza para dominar el yate.

Los bandazos de la embarcación fueron reduciéndose poco a poco. Judd subió a Eva a bordo y la atrajo a su pecho. Helado y furioso, la rodeó con sus brazos. Ella solo se resistió un instante; después, se aferró a él con todas sus fuerzas. Él le besó los cabellos. Ella se acurrucó más contra él. Después, Judd se metió la mano en la chaqueta y sacó la Beretta.

Soltó a Eva y se apartó de ella girando sobre sí mismo, alzando la pistola para apuntar a Serin.

CAPÍTULO
43

Eva lo miraba atónita.

—¡Quieto, Judd! —exclamó, y corrió hacia Serin; el aire le agitaba los cabellos negros alrededor del rostro.

—No. Eva. ¡Ven aquí! —le ordenó Judd, mientras se sentaba en el banco, detrás de Serin, y se deslizaba hacia un lado para tener una vista más amplia del perfil del hombre y mantenerse a una distancia más segura. Lo apuntaba constantemente con la Beretta.

Eva, con los ojos muy abiertos, asió el reposabrazos del asiento para moverse por el yate inestable.

—¿Me he perdido algo? —preguntó a Judd, situándose a su lado.

Serin había perdido el fez, y sus rasgos de color de almendra habían cambiado, dejando al descubierto una profundidad de algo que Judd no era capaz de definir, pero que sentía que él mismo lo tenía, y no le gustaba. De algo de predador. La piel de la cara de Serin también parecía distinta, y Judd comprendió de pronto que el hombre iba disfrazado. Era un disfraz estupendo, con tinte para la piel y los últimos materiales artificiales que, al embadurnarse con ellos la piel y dejarlos secar, producían arrugas y surcos profundos en la superficie. La gran nariz también podía ser postiza.

—Esto ha sido lo que en los servicios de inteligencia se llama
una película
—explicó Judd a Eva con voz sombría—. Es un montaje que parece completamente real.

Hizo un gesto hacia Serin con la pistola.

—Cuénteselo —le ordenó.

Este no titubeó.

—Yo tengo mis reglas —dijo Serin entre el ruido de los motores y del viento—. Son inviolables. Mi cliente accedió a todas ellas. Una de las reglas es que solo hago trabajos de eliminación con personas que no se merecen respirar, y que yo soy el que lo decide. Mi cliente me contó una historia convincente sobre ustedes dos, y por eso acepté el trabajo. Mandó a Preston que preparara una película en la que vosotros dos os creeríais que yo podía ayudaros a escapar. Así que, cuando Preston comprendió que estabais en el almacén de Yakimovich, eliminó a dos de los suyos y me llamó.

—Siga —dijo Judd.

—Desde aquel momento, me hice cargo yo. Pero cuando llegasteis vosotros, empecé a tener mis dudas. Las personas a las que yo elimino no se preocupan por el estado de un viejo. No le preguntan cómo está. Estabais dispuestos a acabar con Preston si se movía, porque él había intentado haceros lo mismo a vosotros antes; pero estabais igualmente dispuestos a esperar para determinar si yo representaba una amenaza o no. La gente mala asesina primero, y no se preocupa de hacer preguntas después. Por todo esto, yo tenía que enterarme de más cosas. ¿Queríais matar a mi cliente y robarle un negocio importante, como alegaba él? Por último, supe que decíais ser unos cazatesoros que perseguíais una quimera, un manuscrito antiguo llamado el
Libro de los Espías
. Esto no concordaba con el perfil que me había dado mi cliente. Entonces volví la cabeza para mirarte a ti, Judd, y perdí el control del timón. Mi especialidad es hacer que los trabajos parezcan accidentes, y por eso tenía pensado acabar con vosotros aquí. Perder el control del barco me ofreció una bonita oportunidad. No hay muchas.

—¿Por qué cambió de opinión?

—Porque, por Dios, yo conozco la naturaleza humana, y en mi mundo es una naturaleza mala, corrompida y desagradable. Como vosotros no lo sois, tuve que acabar por creeros. Ahora os digo que me alegro. Tú me recuerdas a mi hija —añadió, mirando a Eva—. Tenéis la misma edad, más o menos, y las dos sois muy guapas de maneras semejantes. Según la foto que me dieron, el color natural de tu pelo es pelirrojo. Ella lo tiene cobrizo.

El yate seguía navegando en línea recta, subiendo y bajando con las olas del mar. El viento aullaba alrededor de ellos.

—No puedo fiarme de usted —concluyó Judd.

—Lo comprendo. No obstante, os llevaré de todos modos con mi amigo y a su pista de aviación.

—¿Quién le contrató?

—Eso no te lo diré.

—¿Son sus reglas?

Él asintió secamente con la cabeza.

—He sobrevivido muchos años, en una actividad en la que la mayor parte de mis colegas han sido abatidos. Es raro que muramos de viejos. Las reglas no están hechas para cobardes ni para descuidados. Exigen disciplina. El rey Lear despotricaba contra el universo cuando este lo castigaba por haber quebrantado sus reglas. Yo no quiero correr la misma suerte. Además, cuanto más tiempo viva, más posibilidades tendré de volver a ver a mi hija.

—¿Cómo se llama usted? —le preguntó Judd.

El asesino a sueldo lo perforó con la mirada de sus ojos negros.

—El Carnívoro-dijo. Y sonrió.

Tracia, Turquía

El Carnívoro apagó los motores del yate en aguas tranquilas, cerca de una extensión de costa deshabitada al norte del pueblo de Barbados. Judd echó el ancla; tomaron unas linternas y se quitaron los zapatos. El Carnívoro se despojó del caftán. Debajo llevaba unos pantalones vaqueros negros y una camiseta también negra. Tenía una tonicidad muscular excelente, pero en la falta de elasticidad de su piel se apreciaba el peso de los años. Judd supuso que tendría cincuenta y tantos.

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