La biblioteca de oro (31 page)

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Authors: Gayle Lynds

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Thriller

BOOK: La biblioteca de oro
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Tucker emprendió una descripción de la operación de la Biblioteca de Oro. Cuando hubo concluido, Canon se recostó en su asiento, reflexionando.

—¿Es esto un empleo prudente de los recursos de Catapult? —le preguntó por fin—. Todavía no tienes ninguna prueba de que haya relación con el terrorismo. ¿A quién demonios le importa la Biblioteca de Oro? Que es una reliquia maravillosa de la antigüedad…, ¿y qué? Ese es el terreno de los historiadores y de los antropólogos. Es una pérdida de un tiempo que podría dedicarse mejor a misiones más trascendentes.

Tucker se puso rígido.

—Comprendo tu punto de vista, pero ahora ya estamos muy metidos en ello. Tengo a un contratado y a una civil en estado de fuga, perseguidos. Y un muerto que apareció vivo y que decía que era el bibliotecario jefe. Ahora también está muerto, y esta vez es de verdad. Y hay otros cadáveres, como los de Jonathan Ryder y los Charbonier.

—¿Has descubierto por medio de Ryder o de los Charbonier algo acerca de la situación de la biblioteca?

—Todavía no. La vida de Jonathan es mucho más fácil de investigar. Tenemos los datos de sus viajes; pero era hombre de negocios internacional y volaba por todo el mundo. Son muchas ciudades y poblaciones. En cuanto a los Charbonier, tenemos que trabajar con los franceses para conseguir información, y eso es difícil. Ya sabes lo reservados que pueden llegar a ser.

—Será otro callejón sin salida.

—Puede. Pero las dos personas que tengo en Estambul tienen una buena pista. Debemos seguirla.

—¿Una buena pista? ¿De qué se trata?

—Un hombre llamado Okan Biçer. Vende caligrafía en el Gran Bazar —dijo Tucker, echando una mirada a su reloj—. Se supone que sabe dónde se encuentra un viejo conocido del marido de Eva Blake, un tratante de antigüedades llamado Andrew Yakimovich. Esperan que Yakimovich tenga guardado algo para dárselo a Blake, algo que les indique dónde está la biblioteca.

Hudson Canon dio muestras de estar pensándoselo. Por fin, asintió con la cabeza.

—Yo ya había manifestado a Cathy mis reservas sobre si esta operación merecía la pena o no, pero ella me convenció para que le diésemos algo más de tiempo. Tus argumentos a favor de darle más tiempo también son válidos. No obstante, yo también he consultado a mi jefe. Sobre todo ahora que ya no está Cathy y que tendremos que reorganizar Catapult, vamos a tener que replegarnos. Tienes treinta y seis horas para encontrar la biblioteca. El jefe dice que, si para entonces no sabes dónde está, cerremos el grifo y pongamos fin a la operación.

CAPÍTULO
39

Peshawar, Pakistán

Cuando Martin Chapman entró en camión en la cuidad de Peshawar, contaminada y paranoide, se cernían sobre ella densos nubarrones de tormenta amenazadores, y la temperatura había descendido tres grados. Chapman llevaba puesto el
shalwar kameez
tradicional, la camisa larga con pantalones bombachos que llevaban la mayoría de los hombres pakistaníes, de manera que podía pasar por un uzbeko, por un checheno o por un pastún de piel clara.

Aquella ciudad, hervidero de talibanes y de Al Qaeda, era donde había acordado reunirse con el señor de la guerra que le había prometido salvoconducto. Con todo, Chapman no era partidario de fiarse de promesas. Llevaba la pistola al cinto, con el cierre de la pistolera abierto y la mano en la empuñadura. A su lado estaba el AK-47 del conductor del camión, con el cargador lleno.

Peshawar era una guarnición armada. Hombres y niños, algunos de solo cinco años, llevaban armas de muchos tipos, colgadas, al hombro o entre las manos. No en vano aquella era la capital de la provincia de la Frontera del Noroeste, a solo diez kilómetros de las Áreas Tribales bajo Administración Federal, sin ley. Los yihadistas acudían en masa a la ciudad para reagruparse, para luchar, para comprar e intercambiar armas y provisiones y para disfrutar de la civilización. Había sido desde siempre refugio de contrabandistas y centro de fabricación de armas autóctonas. Pero ahora más que nunca. Domicilios privados funcionaban como talleres de armas de fuego. Familias enteras fabricaban, con las herramientas más elementales, copias de buena calidad de armas cortas y medias destacadas.

Mientras el camión circulaba por la ciudad, a Chapman le impresionó aquella pobreza y aquella destrucción. Las calles estaban salpicadas de edificios reducidos a su esqueleto, algunos de los cuales apenas se mantenían en equilibrio con varios pisos de altura, consecuencia de ataques suicidas con bombas, asaltos de la Policía y algún que otro ataque con aviones no tripulados desde Afganistán, al otro lado de las montañas.

A pesar de todo ello, la gente se esforzaba por mantener la normalidad. Mujeres envueltas en burkas fantasmagóricos rondaban como sombras de tienda en tienda, llevando bolsas de la compra de malla. Hombres con turbantes tribales o con gorras
pakul
(la gorra tradicional de lana, redonda y plana) posaban para retratarse ante viejas cámaras fotográficas de cajón, montadas sobre trípodes de madera destartalados.

—Nosotros
allí pronto
—dijo el conductor a Chapman. Era un pastún afgano que trabajaba directamente para el señor de la guerra. Afortunadamente, entendía el inglés mucho mejor de lo que lo hablaba.

El conductor hizo un giro con el camión para tomar la carretera de Lahore. Saltando con los baches, hizo otro giro y pisó los frenos. Se levantó una nube de polvo sofocante a su alrededor. Se habían detenido ante una tienda de armas de fuego.

—¿Es aquí? —preguntó Chapman.

El conductor asintió con la cabeza con entusiasmo.

—Espera aquí —le ordenó Chapman.

Asintiendo de nuevo con la cabeza, el hombre apagó el motor y levantó la vista a través del parabrisas, observando el cielo tormentoso del anochecer. Sacudió la cabeza con desagrado, y se bajó del camión y encendió un cigarrillo marrón.

Chapman también se bajó, maldiciendo para sus adentros a Syed Ullah por haberse empeñado en que se reunieran en Peshawar. Pero Ullah era así. Era miembro de una larga estirpe de jefes tribales pastunes de la provincia fronteriza de Jost, en Afganistán. Era un señor de la guerra independiente, y las órdenes de Kabul le eran indiferentes.

Cuando Chapman caminaba hacia la tienda, apareció en la puerta Ullah, llenándola por completo. Era un hombre gigantesco, de complexión fuerte, con manos que daban la impresión de que podrían sujetar con la palma una bola de jugar a los bolos. Tenía los pómulos marcados, los ojos castaños, fríos e inteligentes, muy separados, y llevaba bien recortado el espeso bigote sobre su boca ancha. Llevaba puesto un jersey de lana marrón, un
shalwar kameez
, y botas negras pesadas. En pistoleras, a ambos lados de la cadera, llevaba dos pistolas iguales con cachas de madreperla.

Parecía tranquilo y pagado de sí mismo.

—Aquí está usted, Chapman. Pase.
Pekher ragle
.

«Bienvenido».

Chapman entró y se detuvo, manteniendo apariencia de despreocupación. Allí estaban a la venta armas que iban desde las pequeñas pistolas de dos tiros hasta lanzacohetes trucados. Las armas estaban amontonadas de a cuatro y cinco en fondo sobre las paredes, en estantes que llegaban hasta el techo, y puestas de pie en los rincones, formando pabellones semejantes a pajares. El local olía a grasa barata. Al fondo de la tienda, cerrando silenciosamente el paso a una puerta, estaban de pie seis de los soldados de Ullah. Llevaban fusiles, y tenían flores en los cinturones a la manera pastún. Cada uno llevaba al pecho dos cananas cruzadas, en las que no solo había balas sino granadas de mano colgantes.

El señor de la guerra recorrió la tienda con la mirada sonriendo con orgullo, y después bajó la vista hacia Chapman.

—Es impresionante —reconoció Chapman.

A un gesto de la cabeza de Ullah, sus hombres se dirigieron a la puerta principal abierta.

—Van a traer aquí las cajas. ¿Lleva usted en la trasera del camión lo que acordamos?

—Todo.

—Bien, bien.

Ullah señaló con gesto ampuloso los dos taburetes bajos que estaban junto a un escritorio.

Se sentaron. Se había extendido un mantel de seda blanca con puntillas, y los esperaba, dispuesta en el centro, una tetera de porcelana blanca decorada con amapolas rojas. El señor de la guerra vertió té en dos tazas con borde de oro y montadas en bases decorativas doradas, con asas también doradas.

Entregó una taza a Chapman sin ofrecerle leche ni azúcar.

—Este es un buen té negro de la India, aromatizado con cardamomo y miel. Solo lo sirvo en las ocasiones más importantes, a mis huéspedes más importantes. Según nuestro código Pashtunwali, tengo el deber de brindarle hospitalidad, de estimarlo y de protegerlo.

Ullah levantó su taza a modo de saludo.

Chapman levantó también la taza e hizo un gesto de agradecimiento con la cabeza. Bebieron, y Chapman no hizo ningún comentario sobre aquel código, pues sabía muy bien que la hospitalidad del señor de la guerra quedaría en nada y que su propia vida correría peligro si no cumplía su parte del acuerdo. Los pastunes se regían por unos fuertes vínculos culturales, emocionales y sociales, el código Pashtunwali. Por otra parte, para ellos luchar era como respirar. Según un viejo dicho pastún, «Yo contra mi hermano; mi hermano y yo, contra nuestros primos, y nuestros primos y nosotros contra el enemigo, cualquier enemigo». Así confirmaban su honra, y no parecía que les importase si alcanzaban el éxito… o la muerte.

Uno de los hombres de Ullah entró con la primera caja en una carretilla, seguido de otro, y de otro más; todos desaparecían por el fondo de la tienda. Desde Karachi, las cajas se habían enviado a Islamabad, y de allí se habían llevado en camión a Madari, donde había llegado Chapman en avión desde Omán y se había reunido con el conductor de Ullah.

Retumbó un trueno en algún lugar de las colinas lejanas.

—Ahora se darán más prisa mis chicos —comentó Ullah con humor.

Espetó una orden en pastún a un soldado que había acelerado y pasaba rápidamente junto a ellos con otra caja. El hombre hizo girar la carretilla, la llevó hasta Ullah y arrancó la tapa de la caja con una palanqueta.

Ullah y Chapman se pusieron de pie y bajaron la vista. Ullah se agachó desde su gran altura para palpar un uniforme de camuflaje nuevo del Ejército de los Estados Unidos.

—Bien, bien.

—Las otras cajas contienen más uniformes —le dijo Chapman—. Cascos de Kevlar con visores de visión nocturna, portagranadas, unidades de GPS, teléfonos móviles encriptados, bengalas, carabinas M4 con mira telescópica y chalecos antibalas. Todo lo que acordamos y más; todo reglamentario del Ejército y auténtico.

—Revisaré todas las cajas antes de que se marche usted.

El señor de la guerra volvió a instalarse en su taburete; la delicada taza de té se perdía de vista en su manaza cuando bebía.

Por un instante, Ullah dejaba de ser el pendenciero belicoso, el Mike Tyson de las tierras tribales, para ser el caballero de buen gusto. Exiliado a Pakistán por los talibanes en la década de 1990, había regresado a Afganistán después del 11 de septiembre para encabezar a soldados antitalibanes, participando y dejando de participar en diversas alianzas, sin vincularse al Gobierno nacional ni a las fuerzas de coalición. En la actualidad, su base de operaciones era una región extensa de la provincia oriental de Jost que era principalmente rural y atrasada. Su retrato estaba expuesto en todas las oficinas, tiendas y escuelas, y mantenía un control firme con su ejército personal de más de cinco mil hombres.

Lo que importaba más a Chapman era que poseía veinticinco kilómetros cuadrados de tierra que a él le hacían falta.

Un rayo surcó los nubarrones, iluminando la tienda en un momento de luz blanca sobrecogedora. Retumbó el trueno, y los cielos se abrieron. La lluvia cayó en un torrente brutal mientras introducían apresuradamente la última caja.

Ullah se asomó sobre el borde de su taza.

—Hablando de mi dinero. Estoy impaciente por recuperarlo.

—Lo recuperará. Pronto.

—Ahora mismo.

Cuando Chapman descubrió que el propietario de la tierra era Ullah, había ordenado una investigación completa de aquel hombre. Por medio de Carl Lindström, miembro del club de bibliófilos, la jefa de seguridad de este,
hacker
consumada, había descubierto una cuenta oculta en el extranjero con unos veinte millones de dólares de beneficios del tráfico de drogas y de armas. Si Chapman se la desvelaba al Gobierno de Kabul, el ministro de Finanzas la confiscaría, y el presidente encontraría modos desagradables de castigar a Ullah.

En vez de ello, Chapman, con su empresa de inversiones, había comprado el banco… y había bloqueado la cuenta. Con ese incentivo, Ullah había accedido a reunirse con Chapman en una localidad playera del mar Caspio. Allí, Chapman se había brindado a liberar el dinero y a dar a Ullah un pequeño porcentaje en un trato que el canalla avaricioso no podía rechazar. Obtendría beneficios enormes, durante décadas, a través de un negocio honrado que podría servirle para blanquear sus beneficios de la heroína y del opio. Pero todo dependía de que Chapman pudiera comprar aquella tierra, que el señor de la guerra no podía vender porque la tenía alquilada a los Estados Unidos para una base avanzada secreta.

—Cuando termine el trabajo, tendrá su dinero —le dijo Chapman.

Ullah lo miró con dureza.

—Tal como acordamos —le recordó Chapman, pensando en el código Pashtunwali.

Hubo una pausa. Después, Ullah rio por lo bajo y cambió de tema.

—¿Por qué quiere usted mi tierra?

Esto ya se lo había preguntado varias veces.

—Se enterará en cuanto me haya firmado la venta.

Ullah asintió con la cabeza.

—Me alegro de que haya llegado a tiempo. Podremos llevar las cajas a Jost en camión mañana.

—¿Y después? —le apuntó Chapman.

—La noche siguiente, doscientos cincuenta de mis hombres se pondrán sus uniformes y emplearán sus armas para acabar con unos cien aldeanos. Muchos tiros y cadáveres. Mucha sangre. Haré que estén presentes un reportero pakistaní y un cámara. Harán muchos vídeos. Todo el mundo verá el espectáculo espléndido de los soldados
americanos
masacrando a civiles inocentes.

Se rio ruidosamente, haciendo brillar sus dientes perfectamente blancos.

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