Read La biblia de los caidos Online
Authors: Fernando Trujillo
—¿Esa es tu excusa? ¿Eso te dices a ti mismo? Como nadie más puede hacerlo, entonces tengo carta blanca para actuar como me venga en gana, ¿es eso? Y si alguien muere, mala suerte, era inevitable. Te escudas en tu condición única, de persona sin alma, para justificarte. Y como no hay otro que pueda emular tus métodos, no hay referencia para saber si se podía haber hecho mejor.
—Sí la hay, los que fracasaron antes que yo son una excelente referencia. Y no pases por alto que me llaman a mí, no al revés. Me encargan los trabajos más sucios y peligrosos, y me desprecian por ello. No pueden luego cuestionarme los resultados. ¿Eso intentas hacer tú, Sara? ¿Pedirme que me enfrente al demonio y exigirme por adelantado que todo salga de maravilla?
—No te exijo nada respecto al resultado del exorcismo —puntualizó Sara. Se estaba enfureciendo con el Gris sin quererlo, espoleada por la tensión de la conversación—. Solo te pido que te preocupes por la vida de esa niña. Si el demonio se escapa, qué le vamos a hacer. Pero no puedes matarla, Gris. Es por tu propio bien. Nadie puede matar a una niña sin pagar un alto precio en su interior.
—Yo sí puedo. No hablo por hablar. Ya lo he hecho, y lo volveré a hacer. No importa que me mires así. Es mejor que sepas con quién estás, Sara, antes de tomar tu decisión sobre si me acompañarás o no en el futuro.
—Tu voz, tu expresión... Suenas demasiado decidido, inflexible. Yo nunca estaré de acuerdo contigo en ese punto. No veo una solución.
—No es necesaria. No pretendo que pienses como yo. Debes ser tú misma, Sara, lo necesito. Te escogí por algo. Algo que no te puedo explicar ahora.
Así que había una razón oculta después de todo. No era la simple necesidad de contar con una rastreadora en el equipo. La quería a ella en concreto. Su rabia desapareció por un momento, se sintió halagada y llena de curiosidad.
Pero la cuestión de la niña seguía en pie y sus principios eran demasiado firmes como para esquivarlos. Se estaba planteando el asesinato de una niña. Y anunciarlo con tanta frialdad no la ayudaba a aceptarlo, a entender que el Gris en realidad lo hacía por una buena razón.
—Esperaré que me expliques la razón de que me escogieras como has prometido, pero la niña...
—Deja que te haga una pregunta, Sara. Puedo leer la duda en tu rostro. Supongamos que no puedo completar el exorcismo, y siguiendo tus consejos no mato a la niña cuando tenga la ocasión. El demonio se escapa, y mañana nos enteramos de que ha entrado en una guardería y ha devorado a diez bebés. ¿Puedes imaginar la sensación de culpa que te asaltaría? ¿Podrías cargar con ella?
La suposición era terrible. Le pareció un poco bajo que el Gris pretendiera amedrentarla con una amenaza de ese calibre.
—Has recurrido a una situación extrema para justificarte.
—Podría ser peor, te lo aseguro. Para ti puede parecer una situación inventada para apoyar mi postura, pero yo he visto cosas mucho peores, y tú también las verás si continúas con nosotros.
—Se le puede dar la vuelta. ¿Y si matas a la niña y luego descubrimos que el demonio ya se había ido, o que hubiera salido de todos modos? ¿Podrías tú cargar con esa culpa?
—Podría.
Fue una respuesta seca y contundente.
—Desde luego que no tienes alma, Gris —dijo ella arrastrada por el espanto—. No tienes sentimientos. ¡Ni siquiera puedes entender a lo que me refiero con esa palabra! Te compadezco por ello.
El Gris esperó a que se le pasara el arrebato. Sostuvo la mirada de fuego de Sara sin reaccionar. No se puso a la defensiva, ni se enfureció por la dureza de la acusación. Cuando habló lo hizo de manera reposada, casi exprimiendo las palabras, como si quisiera asegurarse de que ella le entendiese perfectamente.
—No negaré que soy frío, Sara. Y puede que no entienda a qué te refieres, como has dicho. Pero lo que es seguro es que tú no comprendes mi dolor ni mi situación, no sabes tanto de mí como crees. Tal vez mis sentimientos estén muertos, pero sí sé qué son porque los he tenido, aunque ahora solo sean meros recuerdos. Y los he tenido por un hecho muy sencillo que se te ha pasado por alto. Hubo un tiempo en que yo era como tú, como los demás. Podía caminar a la luz del sol sin que nadie me señalara con el dedo. Porque hubo un tiempo en el que tenía alma.
Álex observaba la puerta del salón con gran detenimiento desde que el Gris y Sara habían salido. Y Miriam le observaba a él. Ninguno de los dos prestaba la menor atención a la charla que mantenían el niño y Plata.
La centinela se había prometido tener vigilado a Álex y no darle la espalda nunca. No había olvidado que le había arrojado un puñal, y que de no ser por Plata, le habría alcanzado de lleno. Era un tipo peligroso, y lo que más la irritaba a ella, estaba lleno de enigmas.
Miriam aún no sabía qué clase de persona era Álex. Siempre estaba con el Gris, a su alrededor, protegiéndole y, curiosamente, discutiendo con él. Nada más parecía interesarle. La centinela estaba convencida de que algo de la máxima importancia les unía, aunque no alcanzaba a adivinar qué podía ser. Se sorprendió de lo poco que sabía de Álex después de coincidir con él en tantas ocasiones. Era un hombre frío y reservado, que no dudaba en enfrentarse con ella, un detalle que le llevaba a pensar a la centinela que era mucho más de lo que aparentaba. Un hombre normal y corriente no se atrevería a desafiarla como había hecho Álex, y menos aún sin el menor atisbo de miedo o de vacilación. No, Álex no era uno más, de eso estaba segura.
Sin embargo, Miriam no lograba dar con su secreto. No era un brujo, eso era evidente. Los brujos no se involucraban en los asuntos de los demás, al menos no por un tiempo prolongado, mientras que Álex parecía estar solo pendiente del Gris.
Tampoco era un mago. Los magos solían ser más fuertes físicamente, y Álex no tenía las características marcas en la piel que todos los magos presentaban debido al uso de sus armaduras.
Le había visto bajo la luz del sol, así que no era un vampiro. Podría ser un hombre lobo que evitara transformarse para ocultar su naturaleza, pero no era probable. Los licántropos suelen estar con la manada, defendiendo sus territorios.
El caso era que Álex no terminaba de encajar en ninguna facción conocida. Y eso no podía ser.
Justo en ese instante, Álex giró la cabeza y la miró directamente. Miriam casi creyó que había escuchado sus pensamientos. La centinela sostuvo su mirada.
Se obligó a repasar cuanto sabía de él. Todo lo que le había oído decir, sus últimas discusiones, la pelea que casi tuvieron cuando apuñaló a Plata, la rapidez con la que llegó hasta el Gris cuando la niña le atacó la primera vez... ¡Un momento! ¡Eso era lo que buscaba! Miriam revivió la escena en su mente. Recordó lo extrañada que se había quedado de que Álex hubiera llegado antes que ella, algo teóricamente imposible. Ahora lo veía claro, era tan sencillo que debería haberlo deducido inmediatamente.
El secreto de Álex era tan increíble que costaba creerlo, dudó de sí misma, y sin embargo tenía que ser ese y no otro. Explicaba todas las dudas que ella tenía respecto a él. ¡Dios, qué ciega había estado! Tenía que verificarlo. Convenía ser prudente en este caso y no precipitarse. Si se equivocaba, alertaría a Álex. Le advertiría de que sospechaba algo y de que le estaba vigilando.
Era el momento de actuar.
Parpadeó, volviendo a la realidad, y se encontró con que Álex se había esfumado. La puerta del salón estaba abierta. Miriam se marchó a toda prisa. Diego y Plata seguían hablando con mucho entusiasmo, en un tono más elevado del normal, sobre no sé qué disparates acerca de las mujeres y los problemas de convivencia. Miriam no les prestó atención. Aquellos dos formaban una pareja imposible. Ya eran difíciles de manejar por separado, pero cuando se juntaban... mejor era dejarles tranquilos con sus locuras.
No vio a Álex por ninguna parte. En el pasillo solo estaban Sara y el Gris. Gobernada por una intuición, Miriam decidió buscar a Álex en el sótano. Se encaminó a las escaleras.
—El demonio no se lo esperará —decía el Gris. Él y Sara estaban situados cerca de las escaleras que conducían la sótano—. Se centrará en poseerte cuando le expulse de la niña, pero...
Miriam se detuvo junto a ellos.
—¿Aún estáis con eso? —dijo de mal humor. Tendría que buscar a Álex más tarde—. No vais a utilizar a Sara para el exorcismo. Pensé que tenías más cerebro, Gris.
—Preocúpate de tu misión, Miriam —repuso él—. El exorcismo es cosa mía.
La centinela se contuvo con dificultad. Estaba bastante furiosa por el asunto de Álex.
—¿Crees que puedo consentir que un demonio posea a una inocente? Piensa en otro método.
—Yo asumo el riesgo, Miriam —explicó la rastreadora—. Es mi decisión.
—No, no lo es —repuso la centinela con un bufido—. ¿Dejan que la gente salte de un avión sin paracaídas si asumen el riesgo? No me importan tus motivos para la estúpida decisión que has tomado, ni lo que creas saber sobre exorcismos. ¡Ni siquiera voy a discutirlo contigo! —Miriam se centró en el Gris—. A ti debería darte vergüenza. Consentir que esta santurrona inocente se ofrezca voluntaria... Es tu responsabilidad explicarle que no puede hacerlo. Tú debes encontrar la manera de cumplir con tu trabajo sin poner en peligro a otros. Para eso te pagan, y te pagan muy bien, ¿no crees?
—Ella es mayorcita —dijo el Gris—. Puede tomar sus propias decisiones, no como tú, que solo puedes hacer lo que estipula el código o lo que te ordenan los ángeles.
—Esto es el colmo...
Miriam no pudo terminar la frase. Sintió un tirón en el hombro y tuvo que darse la vuelta.
—Me gustaría consultarte algo, Miriam —dijo Plata con una nota de urgencia.
El niño estaba detrás de él, cerca de Sara, con la expresión de estar cometiendo una travesura. La centinela se enfadó. Ahora no tenía tiempo para los enredos de esos dos.
—No es el momento, Plata. Luego hablo contigo. —Se sacudió el brazo del hombretón de mala manera y volvió a encararse con el Gris—. Me vas a obligar a detener el exorcismo, Gris, te lo advierto.
—Yo protegeré a Sara, no te preocupes.
—Esa no es la cuestión —dijo la centinela—. No se puede hacer de ese modo y punto. No está permitido.
El Gris endureció la expresión.
—No es asunto tuyo y no me vas a detener —aseguró—. Si no lo ves, no infringes el código. Así que espérame en otra parte y así no hay problema.
—¡He dicho que no! —La centinela cogió el martillo.
—Lamento terriblemente interrumpir una discusión tan animada —dijo Plata dándole unos toquecitos en el hombro. Miriam no lo podía creer—. Verás, querida, es una cuestión muy importante. Necesito consejo femenino —añadió en un susurro—. El niño me ha dado su opinión, pero me sentiría más cómodo si contara con las sabias palabras de una mujer...
La centinela no se molestó en contestarle. De todas las cosas que tenía en la cabeza, lo que menos le importaba eran las estupideces de Plata y el niño. El Gris, por otra parte, la estaba sacando de sus casillas.
—Me estás poniendo las cosas muy difíciles, Gris. Por última vez, no mezcles a Sara en el exorcismo.
Plata continuaba hablando.
—... Y, claro, uno es un caballero. Para cortejar a una dama debidamente...
—No hay otro modo —insistió el Gris—. No te entrometas.
Aquello terminó de enfurecer a Miriam. Le podía haber llevado ante Mikael desde el primer momento, pero no lo había hecho. Le había permitido seguir con el exorcismo y así era como se lo pagaba, quebrantando el código delante de ella, humillándola. Era demasiado.
—Esto se acabó —le advirtió—. Vamos a discutirlo a solas ahora mismo.
La centinela echó atrás el martillo, para dejarle bien claro al Gris que si no obedecía, se encontraría con toda la autoridad de su arma estampada en la cabeza.
—... Solo quiero que ella sepa —decía Plata— que me importa mucho más que un dragón dorado, porque... ¡Ay!
Plata. ¡Maldito entrometido! Miriam se había olvidado de él hasta que su arma topó con algo al echarla hacia atrás. No se había acordado de él y le había golpeado sin querer.
Un peso enorme la desequilibró. No se esperaba que el inmenso cuerpo de Plata se le cayera encima, sobre la espalda. Trató de apoyarse en la pared pero no pudo controlar su caída. Rodaron por las escaleras hasta llegar al sótano. Le costó un esfuerzo considerable no perder el conocimiento, y un empuje mucho mayor sacarse de encima el cuerpo de Plata.
Miriam recuperó su martillo y ascendió por las escaleras tan rápido como fue capaz. La puerta se cerró cuando estaba a medio camino.
—¡Niño, séllala! ¡Deprisa! —oyó gritar al Gris al otro lado.
—Ya voy, tío —dijo Diego—. ¿Y Plata?
—¡Que la selles! —ordenó el Gris—. Eso es. Vamos a realizar el exorcismo antes de que se libere.
La centinela soltó un puñetazo en la barandilla. La rabia estaba devorándola por dentro.
—¡Ves lo que has hecho! —gritó a Plata, que se había levantado del suelo y la miraba extrañado—. ¡Eres un torpe!
—Desde luego —dijo el hombretón—. Yo solo necesitaba consejo sobre mujeres, pero se me olvidó que eres virgen y no entiendes de estas cosas.