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Authors: Fernando Trujillo

La biblia de los caidos (47 page)

BOOK: La biblia de los caidos
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Mihr no se resistió. No le hubiera servido de nada.

Los otros cinco ángeles se lanzaron sobre él, reaccionaron en cuanto advirtieron sus intenciones, aunque fue demasiado tarde como para impedir que arrojara al Gris al abismo. Le redujeron y le encadenaron las alas.

Duma perdió el control.

—¿Te has vuelto loco? ¡Has matado al Gris! No tenías derecho a tomar esa decisión por tu cuenta.

Los demás estallaron en un remolino de tensión. Volaron alrededor de Mihr, interrogándole, exigiendo una explicación. Algunos se encendieron por la rabia.

Mihr permaneció en silencio, sin mirar a nadie directamente. Mikael fue el único ángel que conservó la calma.

—No hablará —dijo a sus hermanos—. No insistáis en preguntarle.

Gad llamó una vez más al orden.

—¿Por qué dices eso? —preguntó el moderador.

—Porque es evidente —contestó Mikael—. Ha matado al Gris para silenciarle, por lo que estaba a punto de decir. Si se ha expuesto para proteger ese secreto no lo contará ahora porque le hagamos preguntas.

—Entonces tendremos que emplear otros métodos para hacerle hablar —rugió Duma—. Sus actos no pueden quedar impunes.

Los ángeles estuvieron de acuerdo. Especialmente, cuando Mihr confirmó las palabras de Mikael. No habló, pero no hizo falta. Su mirada desafiante y su actitud fueron suficientes.

—Debemos replantearnos lo sucedido —sugirió Gad—. Si se ha delatado para evitar que el Gris hablara, tiene que ser por una razón de peso. ¿Estará involucrado en la muerte de Samael?

—No tiene sentido —reflexionó Duma—. Si Mihr tuvo algo que ver con la muerte de Samael, estaría aliado con el Gris. ¿Por qué matarle?

—Luego es evidente que no eran aliados —concluyó Mikael. Voló hasta quedar a menos de un centímetro del rostro de Mihr—. Quiero que prestes atención, hermano. Vas a sufrir. Mucho más que cualquier criatura mortal. Voy a prolongar tu agonía hasta el fin de la existencia. Y creo que sabes de lo que soy capaz. Te juro por lo más sagrado que ningún ser en toda la creación experimentará un tormento semejante. Solo confesando ahora mismo, no mañana, ni dentro de un tiempo, sino ahora, conseguirás evitarlo. Tú decides.

Se hizo el silencio. Mihr alzó lentamente la cabeza, hasta enfrentarse a los ojos de Mikael.

—¿Crees que no te conozco, hermano? Es verdad, sé de lo que eres capaz. Y también lo sabía antes de matar al Gris. De todos los que estamos aquí, yo soy el único que conoce la verdad, y si estoy en esta situación es porque yo lo he decidido. Ya he sopesado mis posibilidades y las consecuencias. Haz lo que tengas que hacer. No hablaré. ¿Piensas que me descubriría para luego rendirme ante una amenaza?

Los ojos de Mikael relampaguearon, arrojaron destellos de pura rabia.

—Así sea, hermano. Me aseguraré de que lamentes haber decidido proteger ese secreto. Y hablarás, no lo dudes...

—No lo hará —dijo alguien.

Los ángeles se miraron entre ellos, buscando a quien había hablado. El rostro de Mihr se deformó por la sorpresa.

Un punto de luz se acercaba zigzagueando, cambiando de velocidad bruscamente. Se aproximó a ellos, creció y se definió su forma. Ningún ángel pudo creerlo cuando se detuvo ante ellos.

Era el Gris. Y flotaba gracias a dos alas blancas espectaculares. Dos alas que todos conocían perfectamente.

—¡Las alas de Samael! —exclamó Duma.

El Gris se inclinó a un lado, luego recuperó la posición.

—Aún no las controlo bien —dijo—. Por eso he tardado un poco en volver.

—Tienes mucho que explicar, Gris —dijo Gad.

Mikael se adelantó.

—Ahora veo por qué mutilaste el cuerpo de Samael. Para ocultar que te habías apropiado las alas. Pero, ¿por qué nos lo ocultaste? ¡Habla!

—Para que el traidor intentara matarme arrojándome al vacío. Si hubiera sabido que podía sobrevivir, no se hubiera delatado. Y vosotros nunca me hubieseis creído a mí, si os hubiera dicho que uno de vosotros era un traidor.

Mihr sentía un torbellino incontrolado en su interior.

—Es decir —siguió Mikael—, que no sabías cuál de nosotros era.

—Exacto —dijo el Gris—. Tenía que provocarle para que cometiera un error. Por eso necesitaba al cónclave reunido. Si contactaba con Mikael, como sugirió Duma, y él resultaba ser el traidor, me eliminaría sin ninguna dificultad. Os necesitaba a todos.

—Ese punto está claro —dijo Duma—. Explica por qué Samael y Mihr nos traicionaron.

El Gris se desestabilizó de nuevo. Un ángel le ayudó a controlar las alas.

—Samael no os traicionó. En eso mentí para engañar al traidor. Samael descubrió a Mihr, o al menos que alguien más conocía el secreto de vuestras espadas. Por eso lo mataron. No fui yo. Yo le encontré malherido, con un soplo de vida. Le rematé y me hice con sus alas para descubrir quién lo había hecho.

—Y para salvarte tú —apuntó Mikael—. Podías haber intentado salvar a Samael y enfrentarte a su asesino. Pero preferiste esta solución, ¿verdad? Hacer perder el tiempo del asesino examinando un cadáver mutilado, para escapar, para asegurar tu vida en vez de arriesgarla salvando a un ángel.

—¿No apruebas mi decisión? —preguntó el Gris—. Os he entregado a un traidor que ni siquiera sabíais que estaba entre vuestros hermanos. ¿Hubieras preferido que me enfrentara al asesino de Samael? ¿A alguien capaz de matar a un ángel? Me habría despedazado y vosotros seguiríais ignorando la verdad. ¿Tanto me odias, Mikael? ¿Tanto que prefieres mi muerte a haber destapado a un traidor?

Por primera vez el Gris se expresó sin rastro de sumisión, imprimiendo en sus palabras un tono desafiante, que demostraba una fuerte determinación a defender su postura, no a someterse sin más. No era el tono que debería emplear un ser inferior, y eso a Mikael no le gustó. Nada en absoluto.

Duma lo vio con claridad y se apresuró a intervenir.

—Hablas del asesino, Gris, y luego etiquetas a Mihr como un traidor. ¿Insinúas que no fue él quien mató a Samael?

El Gris retiró la vista de Mikael y se dirigió a Duma.

—No, no fue él. De haberme enfrentado a un ángel, yo no habría sobrevivido. Y probablemente tampoco hubiera funcionado mi truco de la mutilación. Mihr lo habría descubierto. Imagino que estaría ocupado con algo, quizá maquinando una coartada. Él no fue la mano ejecutora. Le entregó el secreto de vuestras a armas a alguien, y ese alguien mató a Samael cuando este lo averiguó.

Duma y Gad se miraron.

—Eso significa...

—Que ahora es posible matar a un ángel —terminó el Gris—. Vuestras espadas pueden ser usadas contra vosotros.

El Gris creyó ver auténtica preocupación en el rostro de algunos ángeles. Puede que incluso miedo. Dudaba seriamente de que hubiera alguien de origen no divino que hubiera contemplado esa expresión. Solo Mikael le observaba aún con furia.

Gad agitó las alas.

—No es sencillo esgrimir nuestras espadas —dijo en tono pensativo—. Aunque un mortal tuviera una, no lo veo posible. Por eso no las dotamos con un mecanismo de seguridad similar a las de los centinelas, porque no es necesario.

—Yo pensé algo parecido —repuso el Gris—. Pero puede que el asesino tuviera tiempo para entrenar con la espada. No sabemos desde cuándo os lleva traicionando Mihr. Y hay otra posibilidad. Tal vez no fue solo uno.

—Esto es una locura —dijo Duma, sin esconder su turbación—. No creo que comprendas el alcance de estos hechos, Gris. Dinos a quién entregó Mihr nuestro secreto. No hay tiempo para juegos.

—No lo sé —dijo el Gris. Los ángeles se removieron—. Era un farol. Tenía que hacer creer al traidor que lo sabía. Solo así se descubriría, para proteger el secreto. Un secreto que como habéis comprobado considera más importante que su propia integridad. Dudo que haya muchas cosas que puedan interesar a un ángel por encima de su propia existencia. Vosotros sabréis qué podrá ser.

El murmullo que se alzó parecía indicar lo contrario. El Gris no tuvo ninguna duda de que estaban desconcertados. No sabía si eso era bueno o malo, pero desde luego era importante. Quizá tanto como la Biblia de los Caídos, si era capaz de causar tanta agitación en los ángeles.

—Debemos deliberar sobre todo esto —dijo Gad.

Duma asintió.

—Son muchos los asuntos que reclaman nuestra atención. También tenemos que decidir qué haremos con los centinelas de Samael y Mihr. Hay uno en particular que me preocupa.

—Imagino que te refieres a Raphael —dijo Gad—. Yo también lo había pensado. No se tomará muy bien las noticias...

Mikael voló con mucha fuerza.

—Esos temas no conciernen al mortal —dijo—. Los trataremos en privado. El Gris no es de fiar.

—De momento, su intervención nos ha favorecido —le contradijo Duma.

—No te dejes engañar —dijo Mikael—. Lo ha hecho por algún motivo egoísta. Él no nos tiene ningún aprecio. Lo percibo. Y hay algo que no cuadra, nos oculta algo.

Esta vez fue Gad el que no estuvo de acuerdo.

—Ya no tenemos razones para dudar de él, Mikael. Si crees que oculta algo debes probarlo.

—Lo haré —aseguró el ángel—. Nos ha contado cómo planeó desenmascarar al traidor. Todo su plan se basaba en situarse sobre la roca y provocarle durante el cónclave para que le arrojara al vacío, porque sabía que podía sobrevivir con las alas de Samael.

—Ya nos lo ha explicado —dijo Duma—. Y tiene sentido.

—No del todo —siguió Mikael—. Para hacer todo eso tendría que saber cómo funciona el cónclave. Es la primera vez que alguien que no es un ángel participa en él. De modo que es imposible que tuviera el conocimiento necesario para anticipar un plan que se basa en caer al abismo. ¿Cómo sabía que había un abismo al que caer?

Ahora todos miraban al Gris. La argumentación de Mikael había despertado las sospechas de los ángeles una vez más.

—Mikael tiene razón —dijo el Gris—. He ocultado algo. Pero no creo que deba saberlo el traidor. Si insistís, lo diré delante de él.

Estuvieron de acuerdo sin necesidad de discutir. Los dos ángeles que el Gris no conocía se llevaron a Mihr.

—Habla —le ordenó Mikael.

—Alguien me contó cómo funciona el cónclave —dijo el Gris—. De ese modo pude trazar mi plan.

—Samael nunca te lo habría dicho —dijo Gad adelantándose a la única respuesta posible.

El Gris asintió.

—No fue él, aunque la respuesta salió de sus labios.

—¿De qué estás hablando? —preguntó Duma.

—Fue Plata —aclaró el Gris. Esperó un tiempo para que pudieran asimilar lo que acababa de decir—. El traidor no lo sabe, pero cuando mató a Samael, era Plata quien ocupaba su cuerpo.

—¡Por todos los...! —Hasta Mikael estaba sorprendido.

—Nunca entenderé por qué te acompaña siempre —dijo Duma.

—Tampoco yo —confesó el Gris. Y si un ángel no lo sabía, tal vez él nunca lo averiguara.

Duma llegó rápidamente a la conclusión más importante.

—Entonces, puede que Samael no esté muerto.

De nuevo, una decepción. Si dudaban, significaba que tampoco ellos estaban seguros de qué sucedía realmente cuando Plata ocupaba un cuerpo. El Gris había estado convencido de que los ángeles sabrían qué le habría pasado a Samael, pero no era el caso. Plata también era un misterio para ellos.

Los tres ángeles hablaron en su idioma, mientras el Gris esperaba pacientemente. Pasó un tiempo indeterminado hasta que terminaron.

Mikael flotó hasta él.

—El cónclave ha concluido.

VERSÍCULO 35

Una rama crujió en mitad de la noche, entre las tinieblas que flotaban sobre las tumbas, removiendo la oscuridad y haciendo añicos el silencio. El gato saltó del regazo de Sara y se perdió entre los arbustos.

La rastreadora se alarmó, examinó los alrededores. Los rayos de luna se filtraban entre las copas de los árboles como largas espadas blancas. Un ave nocturna trinó en alguna parte. No se veía nada. Pero el sonido había venido de alguna parte, en esa dirección...

Y entonces lo vio, detrás de una lápida. Una forma semicircular asomaba tras la piedra de la sepultura. Parecía de color claro, puede que amarillo. Se acercó despacio, intentado no hacer ruido. Bordeó la tumba y encontró lo que esperaba.

Una expresión de pura inocencia en un rostro juvenil, rebelde, con un lunar en la barbilla.

—Lo has oído todo, ¿verdad? —preguntó ella de la forma en que lo hace quien ya conoce la respuesta.

—Hasta la última palabra —admitió el niño esbozando una tímida sonrisa. Se miró su propio trasero, que sobresalía de la tumba y se levantó ayudándose con la muleta—. La verdad es que no había mucho más que hacer por aquí. Y no me va lo de estar solo con tantos muertos, me da mal rollo y eso. Este lugar está bastante guarro —añadió sacudiéndose hojas secas del pantalón—. No te cabrees, tía, es que me aburría.

Sara no estaba enfadada, pero le convenía aparentar lo contrario.

—De acuerdo, no me enfadaré si me cuentas cómo funciona tu maldición —dijo volviendo la cabeza. Álex se había esfumado, ya no estaba sobre la tumba sin nombre. Mucho mejor así. Era el turno de tratar de comprender a Diego de una vez por todas—. Me lo debes, niño.

Diego se rascó el lunar y miró a la luna.

—¿Te lo debo? Oye, que haya espiado una conversación no es algo tan grave. Además, todo lo que te ha contado ese ya lo sabía yo, excepto ese rollo de que estás loquita por el Gris. ¿Iba en serio?

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