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Authors: Fernando Trujillo

La biblia de los caidos (36 page)

BOOK: La biblia de los caidos
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Un año después se enteró de que otro centinela había muerto a manos de un vampiro, y curiosamente tenía el mismo compañero que ella había rechazado. Miriam no tuvo ninguna de duda de quién había sido la culpa. Pero los ángeles no hicieron nada al respecto, algo que la sorprendió mucho, sobre todo por tratarse de vampiros, los peores enemigos de los ángeles y los centinelas, exceptuando a los demonios, naturalmente. Los vampiros eran las criaturas más letales de origen no divino, las únicas que poseían la gracia de la inmortalidad, aunque tuvieran que alimentarse para conservarla. Sin embargo, Miriam consideraba que había algo mucho más peligroso que un vampiro: un compañero incompetente.

El Gris era todo lo contrario. A Miriam le encantaba su modo de actuar, era estricto y no cometía fallos, admiraba su frialdad en situaciones límite.

Y le envidiaba.

La centinela actuaba en gran medida como él, pero ella sí tenía emociones. Tenía que dominarlas y apartarlas a un rincón de su mente en situaciones de peligro. Y ahora se enfrentaba a una nueva emoción, una que no se esperaba, y que había florecido cuando había escuchado al Gris hablando con Sara.

—Tu discurso me pareció conmovedor —dijo cerrando la puerta.

Habían entrado en un salón alargado, con una mesa central que lo recorría de punta a punta. Parecía un comedor para fiestas muy distinguidas.

—¿De qué discurso me hablas? —preguntó el Gris estudiando los cuadros de las paredes.

—El que le soltaste a Sara. Todo el asunto del valor y lo buena que es por ofrecerse como cebo. Se me saltó una lágrima.

—¿Te parece que este es el momento de hablar de eso?

—¿Por qué no? —Se acercó más a él y bajó el tono—. Esta habitación está protegida. La niña no nos atacará mientras estemos aquí.

—No estaremos mucho tiempo.

El Gris saltó sobre la mesa y estudió la pared del otro lado.

—Entonces, dime —insistió Miriam—. ¿Creíste todo lo que le dijiste a la buena de la rastreadora?

—¿Crees que mentí? ¿No te parece que hace falta valor para plantarse delante de un demonio en sus circunstancias?

—Cobarde no es —reconoció la centinela de mala gana—. La inmensa mayoría de las personas se mearían encima, o enloquecerían solo de pensarlo. Pero nuestra rastreadora mantuvo la compostura decentemente. Eso no es natural. ¿Me estás diciendo que habías visto antes a una persona ajena a nuestro mundo aceptar una situación como esta tan rápido, sin desmoronarse?

El Gris soltó el cuadro que sostenía, se giró y miró fijamente a la centinela.

—¿Qué insinúas? ¿Crees que es más de lo que aparenta ser? Habla claro, Miriam. No tengo tiempo para juegos. Tú deberías saber juzgar el comportamiento humano mejor que yo.

—Te pones muy mono cuando te enfadas, Gris. No, no me refería a eso. Estoy segura de que Sara no es más que una rastreadora de tercera. Leerá las cartas por una miseria y poco más. Creo que soportó el miedo sin derrumbarse porque no es plenamente consciente de lo que hizo, porque es una ignorante y lo único que quería era impresionarte.

El Gris volvió a centrar su atención en la pared.

—Me desconciertas, Miriam. Fuiste tú la que se preocupó por su seguridad, ¿recuerdas? No querías que le pasara nada y trataste de impedir el exorcismo. ¿Por qué te interesas por Sara ahora? ¿Qué te importa lo que yo piense de ella?

—Pues resulta que me importa. —Le agarró por el hombro y le obligó a darse la vuelta, empujándole contra la pared. Luego se acercó hasta quedar muy cerca, con las manos apoyadas en la pared, una a cada lado de la cabeza del Gris—. Se me ha metido una idea en la cabeza. A lo mejor me rechazaste por ella. Tal vez no me prestaste la debida atención cuando estábamos en la iglesia porque estabas pensando en esa santurrona que consideras tan valiente.

—¿Estás fingiendo un ataque de celos? No es tu estilo. —Intentó zafarse, pero la centinela no se lo permitió, le mantuvo entre sus brazos—. Nunca te entenderé, Miriam. Pensé que estarías enfadada por haberte encerrado, no porque le dijera nada a Sara.

—Enfadarme contigo por eso no tiene sentido —dijo ella. Acercó un poco más los labios y susurró—: Sé por qué lo hiciste, entiendo tus motivos, a pesar de que fue un error. Me molesta más lo que no comprendo.

—No hay nada que comprender —dijo él. Sus ojos grises estaban frente a los azules de ella, a escasos centímetros. Notaba el calor de su aliento sobre sus labios—. Terminaremos pronto y me entregarás a los ángeles. Esa es tu misión, lo único que te importa. ¿Me equivoco?

—Naturalmente que te entregaré, no puede ser otro modo. Yo no ordené tu captura, Gris. Quizá por eso me resulta tan excitante —reflexionó. Retiró un poco la boca y le miró con ojos desenfocados—. Puede que si no supiera que tu final está cerca y que yo misma te llevaré hasta él, nunca me hubiese atrevido a confesarte mi atracción, un sentimiento que no puede tener un centinela...

—Excepto con alguien que no tiene alma —terminó el Gris—. Con una persona que no ensuciaría la tuya si te fundieras con él en un acto de pasión. Ya me explicaste tus motivos.

—Eso es solo una ventaja, no un motivo —dijo ella. Volvió a centrar la vista y retomó su posición, cerca de su rostro, amenazando sus labios con los suyos—. Que no tengas alma sin duda hace posibles mis fantasías, pero me ofende tu comentario. ¿Piensas que me sentiría atraída por cualquier mamarracho que no tuviese alma?

—Me has interpretado mal, Miriam. —El Gris ladeó la cabeza y la miró con sus ojos de ceniza—. Ni siquiera tú sabes la respuesta a tu pregunta. Lo cierto es que soy el único que no tiene alma, la única opción. Y tú nunca has estado con un hombre, no sabes cómo enfrentarte a esas emociones reprimidas en tu interior por tanto tiempo. Eso es lo que en realidad te atrae, no yo, el hecho de que nunca has tenido el afecto de otro ser. Eres muy fuerte, una de las mejores centinelas, sin duda, pero emocionalmente eres una niña, sin experiencias que contrastar.

La centinela le agarró por el cuello, con fuerza, sus ojos temblaban de rabia. Él no se resistió.

—Esa es la descripción de una persona débil. Me subestimas. Y además es una conclusión aventurada para alguien que no tiene sentimientos, que no puede entender lo que se agita en mi interior.

—Aplico la lógica, no mi experiencia sentimental. Tú misma has admitido que si no me fueras a entregar, si no creyeras en el fondo que es mi fin, no se habría desatado tu atracción. De hecho, estás mucho más agresiva desde que sabes que descuarticé a Samael, desde que tienes la certeza de que fui yo.

Ella le aplastó contra la pared y apretó su cuerpo contra el suyo.

—Has vuelto a equivocarte, Gris. Definitivamente no entiendes las emociones. —Acarició su mejilla con la otra mano, la que no aferraba su cuello. Luego entrelazó los dedos en sus cabellos plateados y los empujó hacia atrás, despejando su frente—. Definitivamente no entiendes a las mujeres. ¿Recuerdas que dijiste que yo me limito a acatar órdenes, que lo tengo fácil porque mi camino siempre está claro para mí? Pues no es así. ¡No me interrumpas! Voy a entregarte, Gris, no puedo evitar cumplir el código, y lo sabes, pero será la cosa más difícil que haré en mi carrera como centinela. Luchar contra enemigos no es ni la mitad de complicado que luchar contra los propios sentimientos, algo que tú no puedes saber y por lo que deberías dar gracias. —Tiró de su pelo e inmovilizó su cabeza—. Y ahora, cállate de una vez y deja de discutir.

Miriam separó los labios y se inclinó sobre los de él.

La peor parte fueron las escaleras. Uno de los peldaños soltó un tímido chasquido cuando tuvo el peso de Diego encima y el niño retrocedió espantado, pálido como un fantasma.

Sara tardó bastante en convencerle de que no podían regresar al salón de juegos, que tenían que avanzar y encontrar a Mario. Era complicado razonar con alguien asustado mediante susurros, pero quería hacer el menor ruido posible, para no alertar al demonio de su localización. Le resultó curioso no flaquear, no sentir la necesidad de rendirse a los argumentos de Diego y volver con él a la seguridad del salón protegido por las runas. Comprendió que su valor provenía en gran parte del hecho de preocuparse del niño, lo que mantenía ocupada su mente. De haber estado sola lo habría pasado infinitamente peor.

Al final Diego entró en razón y ascendieron a la primera planta, desplazándose muy despacio y atendiendo a cada sonido, por pequeño que fuera. Para cuando alcanzaron el último escalón, Sara tuvo que soltar la mano del niño y frotarse los dedos. Diego la había apretado tanto que se le había cortado la circulación.

—¿Dónde vamos ahora?

El pasillo que tenían ante ellos se bifurcaba algo más adelante, pasadas dos puertas cerradas, una frente a la otra.

—Me da lo mismo —dijo el niño—. Entremos en la que sea antes de que nos trinque la pequeña bastarda.

Se abalanzó sobre la puerta de la derecha. Estaba tan alterado que la mano resbaló sobre el pomo. De repente se quedó paralizado.

—¿Qué pasa? —preguntó Sara a su lado.

—¿Has oído eso? —Diego aplastó la cara contra la puerta. Sara lo había oído. Una respiración fuerte y rítmica. Ahora ya no se oía más. El niño se apartó. Su rostro era una máscara de pánico—. La niña está ahí dentro. —Le temblaban las manos—. Vamos a la otra puerta, deprisa.

—Un momento. —La rastreadora le sujetó por los hombros—. Ya no suena. El demonio haría mucho más ruido. —El niño se revolvía, intentaba librarse de ella—. Espera. Lo más probable es que sea Mario. Estará asustado y escondido, y seguro que al oírnos nos ha confundido con su hija y se ha sumido en el silencio.

Sorprendentemente, Diego se tranquilizó.

—¿Tú crees? Reconozco que no suena mal. —Entonces su expresión cambió de nuevo—. Pero, ¿y si es la niña? Nos ha oído y se ha callado para que entremos, para cogernos por sorpresa y devorarnos, la muy puta.

—¿Por qué se iba a complicar tanto? Podría salir y atraparnos sin más. Tiene más sentido que sea Mario escondiéndose.

El niño lo meditó un instante.

—¡Qué asco me doy, tía! —Se dio un golpe en la cabeza—. Cuando tengo miedo no puedo pensar, se me va la olla. De acuerdo, tu teoría suena mejor. Y, qué coño, si nos va a pillar lo hará de todos modos. Así al menos podré echarte la culpa. Lo que más me fastidiaría es que abriéramos la puerta que he dicho yo y nos encontráramos con el demonio. Encima tendría que soportar que tú me habías indicado la puerta correcta.

La rastreadora sonrió en silencio ante el modo de pensar de Diego.

El niño entró en la habitación sin vacilar para sorpresa de Sara. La rastreadora se apresuró a cerrar la puerta.

—Deberías sellarla por si acaso.

Diego lo hizo.

Había suficiente luz. La persiana estaba medio cerrada y la luz naranja del amanecer caía inclinada a través de la ventana.

—Huele bastante mal.

—Los demonios apestan bastante —dijo el niño—. Esa condenada niña habrá pasado por aquí.

—A mí me huele diferente —dijo Sara—. No es como cuando estaba metida en la bañera.

—Sí, claro. ¿A cuántos demonios has olido? Lo imaginaba. Apestan y punto.

La rastreadora no quería discutir, así que lo dejó correr. Prefería no mermar la confianza de Diego, que se mostraba menos asustado que hacía un instante, en la escalera. Le observó mientras estudiaba la estancia. Se preguntó si así se sentiría una madre cuando estaba con su hijo. A pesar de que definitivamente Diego no era un niño corriente, en ningún sentido, parecía tener la cualidad de despertar su instinto maternal.

La habitación era muy amplia, con dos camas, una bajo la luz directa de la ventana, y otra más alejada, en una esquina enterrada en las sombras. También había una mesa con un ordenador, un sofá de varias plazas y una televisión de pantalla plana colgada en la pared.

Sara estaba cansada, se sentó en el borde de la cama y alargó la mano hacia la ventana.

—¡No la abras! —ordenó Diego con firmeza.

—Es para ventilar un poco.

—¿Ves los dibujos que hay alrededor de la ventana? Son una runa.

—¿Y se rompe si abro la ventana? Menuda chapuza.

—No es eso, listilla. Lo que pasa es que... ¡Ah! —El niño saltó hacia atrás con una mueca de espanto.

Sara se había removido en la cama y algo le había dado en la pierna. Miró al suelo y vio una mano que asomaba desde debajo del colchón. Se asustó, brincó y corrió junto al niño. La mano era de color amarillento. No se movía.

—¿Qué hacemos?

—Largarnos —dijo el niño.

—¿Y si es Mario?

—¡Estoy harto de ese argumento!

Sara se acercó con cuidado, alargó el pie y dio una pequeña patada a la mano. No sucedió nada.

—Ayúdame.

Sara iba a estirar de la mano para sacar el cuerpo.

—Prefiero levantar la cama —dijo el niño—. No pienso tocar esa mano asquerosa. Pillaría alguna enfermedad. Y no me conviene, por la maldición y todo ese rollo.

A Sara le pareció buena idea. Agarraron el borde de la cama y la levantaron a la vez. Un cuerpo yacía en el suelo boca abajo. No había duda de que estaba muerto.

—Te dije que algo olía mal y no era la niña —dijo la rastreadora cubriéndose la nariz y la boca.

Diego le dio la vuelta al cadáver con el pie, al tercer intento. Le reconocieron en el acto.

—¡Plata! —exclamó Sara.

—No, ya no es él. Cambió de cuerpo, ¿recuerdas?

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