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Authors: Fernando Trujillo

La biblia de los caidos (28 page)

BOOK: La biblia de los caidos
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A Diego no le importaba que le llamaran niño, ni chaval, ni mocoso, ni nada por el estilo, al contrario, le gustaba, le hacía gracia. Lo que ya no le gustaba es que le trataran como a un crío.

«Niño haz esto», «niño haz lo otro», «niño, a grabar runas». Como si no lo pudiera hacer nadie más. Diego empezaba a estar muy harto de aquellos estúpidos símbolos, y cuando el niño se enfadaba, le daba por murmurar.

—La culpa es tuya por blando, anormal, con esa bocaza que tienes y no eres capaz de protestar cuando hay que hacerlo —se reprendió a sí mismo—. Siempre te toca a ti, al pringado del grupo. Los demás siempre tienen una excusa, macho, se lo montan bien, no como tú. No sé cómo lo hacen.

Ya había grabado runas en toda la planta de abajo. Estaba cansado y aburrido. Y algo molesto por andar por ahí solo. Él era un tipo social, disfrutaba de la compañía de los demás, no como Álex o el Gris. Menuda pareja formaban esos dos. Podían estar una semana entera sin decir una palabra. Ahora, eso sí, que tuvieran que grabar alguna asquerosa runa, entonces sí que hablaban, sí, ¡para enchufarle la tarea al niño! Y sin un solo «¿te importaría?», o «si no es molestia», no, nada de eso. ¿Para qué? Mucho mejor exigir que se graben rapidito, y bien, por supuesto, que como luego falle algún simbolito la que se monta.

Algún día se plantaría y diría que no. Que metan a otro en el grupo para que se ocupe de las runas. Que inventen un nuevo puesto... Grabador. Sonaba bien. Se lo comentaría al Gris en cuanto tuviera ocasión.

El niño se sintió un poco mejor con esa idea.

—¡La hostia! —exclamó al entrar en el cuarto de matrimonio—. Ahí debería estar yo ahora y no dibujando tonterías en paredes y techos.

Tenía delante la cama más grande que jamás hubiera visto, cubierta de cojines y almohadas, limpia y sin deshacer. Seguro que las sábanas eran de hilo de algodón egipcio, lo había leído en alguna revista. Se le hizo la boca agua. Eran más de las tres de la madrugada y la visión de una cama tan apetitosa era la peor tentación en esos momentos. Se imaginó bajo el edredón, calentito, rodeado de almohadas...

Retiró esa imagen de su mente. Solo conseguiría torturarse y por desgracia tenía un trabajo apestoso que hacer. Claro que podía tomarse algunas libertades para llevarlo a cabo. Diego tomó algo de impulso, saltó sobre la cama y se puso a botar. Su pequeño cuerpo subía y bajaba. Cuando consideró que ya estaba bastante deshecha, se detuvo.

—Si yo no puedo dormir, nadie lo hará.

Cerró un ojo y midió la distancia de la pared. En el centro había una foto de Mario, el gran Mario Tancredo. Vestía un traje azul oscuro y le daba la mano a un individuo mayor enfrente del ayuntamiento. El niño la descolgó de la pared y la tiró hacia atrás, por encima del hombro, sin volverse.

—Qué torpe soy —dijo cuando se hizo añicos—. En fin, vamos al tema.

Sacó la estaca, metió la punta en el frasco y la deslizó por la pared. Los mismos trazos de nuevo. Primero una línea ondulada, ascendente, de mucho grosor, luego un círculo, no demasiado grande... Se lo sabía de memoria. Probó a hacerlo con los ojos cerrados, a ver si se animaba un poco.

Le interrumpió una voz.

—Daremos con esa bestia y la someteremos. ¡La obligaremos a volar para nosotros!

Sonaba distante, en la planta de abajo. La siguieron unos pasos sonoros.

—Esos sí que se lo pasan bien, no como yo —se lamentó.

Terminó la runa. Después grabó otra igual en la pared contigua. Entonces maldijo, la borró y la grabó en la otra pared. La última la dibujó en el suelo.

Tampoco encontró la página de la Biblia de los Caídos, para variar. Empezaba a pensar como Miriam, que no existía, o que Mario no la tenía. Tenía que convencer al Gris de ello o seguiría dándole la tabarra con que la buscara. Se ponía muy cabezón con ese asunto.

Otra habitación completa. Ya quedaba menos. Le dolían un poco la muñeca y el codo. A lo mejor tenía tendinitis. Lo que le faltaba. Al salir le soltó una patada a una mesilla y varios libros cayeron al suelo.

¿Cuántas habitaciones quedarían? La planta de arriba era más pequeña que la de abajo, pero aun así, el chalé era condenadamente grande.

Se topó con Miriam en el pasillo.

—¿Qué? ¿Descansando un poco?

La centinela volvió la cabeza hacia él. Estaba apoyada contra la pared, con la pierna derecha flexionada y el martillo sobre la rodilla, girando, como una peonza gigante.

—Estoy esperando al Gris —se limitó a decir ella.

—Claro, claro. Tú relajada, sin estrés. ¿Te traigo algo de la cocina? ¿Una bebida?

—Estoy bien, gracias.

—Eso ya se ve. Así también lo estaría yo. Ahí plantada, tocándote el... —dejó la frase sin terminar, respiró hondo—. Deberías ser tú la que grabara las runas. Tú no necesitas ingredientes. Que me estoy dejando un dineral.

—Es tu trabajo, niño. A mí no me líes.

—Tú a tu bola, tía, no vayas a hacer un favor a alguien. —Se había girado para marcharse, pero se detuvo—. Una cosa, ahora que me acuerdo. Podrías echarme una mano con el Gris... Dijiste que no crees que Mario tenga una página de la Biblia de los Caídos. —La centinela asintió—. Entonces, no te importará convencer al Gris. Es un poco cansino con ese tema.

—Me escuchó decirlo igual que tú y no me creyó. Repetirlo no serviría de nada.

Diego resopló y sacudió la cabeza, gesticuló con las manos.

—Esfuérzate un poco, tía. El Gris no es tan tonto como parece. Que tú lo digas no es suficiente, necesita alguna prueba. Dale algún detalle de por qué los ángeles ya no la buscan. Algo para que cambie de opinión.

—Mira que eres llorón, niño —dijo Miriam—. No estoy autorizada a hablar de la Biblia de los Caídos, y mucho menos a dar detalles.

—¿Autorizada? —preguntó Diego, medio escupiendo—. Lo que hay que oír. Se me olvidaba tu asqueroso código angelical. A ver si espabilas, tía, nadie lo respeta tan estrictamente como tú. Conozco a más centinelas, ¿sabes? Y no son tan estirados. Todo el mundo se salta alguna regla de vez en cuando. No se va a enterar nadie.

—Yo sí me enteraría, con eso basta. Y lo que hagan los demás me trae sin cuidado. ¿Por qué no vas a buscar a uno de esos centinelas y le das la paliza a él? Yo no voy a romper el código por ti, mequetrefe. No sabes lo que implica acatarlo, ni lo que significa ser un centinela.

—Lo que yo sé es que si ese bastardo de Mikael se tirara un pedo, tú meterías la cabeza entre sus alas y dirías que huele a gloria bendita.

Miriam no varió su expresión, pero se tomó un par de segundos antes de replicar.

—Voy a ver si me explico con claridad, niño. Estoy siendo muy paciente contigo. Estoy al corriente de tu maldición, y de que te la impusieron los ángeles, y en cierto modo siento un poco de lástima por ti. Pero sé que si te han maldecido será por algo, y no hace falta pasar mucho tiempo contigo para ver que eres una persona despreciable, cobarde e interesada, capaz de casi cualquier cosa. Así que déjame en paz, o acabarás por cabrearme y te daré una paliza que no olvidarás. ¿Está suficientemente claro para tu pequeña mente retorcida?

El niño se rascó el lunar de la barbilla.

—Pues sí que lo está. Más claro imposible. Cuando quieres te expresas muy bien. Pero se te ha escapado un detalle, rubita. La maldición de los ángeles impide que me pongas la mano encima, ¿lo has olvidado?

—Me arriesgaré a una reprimenda. Tú prueba y verás.

—Genial. Así que para zurrarme sí te saltas las normas —rezongó Diego—. No sé para qué me molesto contigo. Me largo de aquí ahora mismo. Asco de centinelas...

—¡Por ahí no!

El niño se volvió hacia ella.

—¿Ahora qué pasa?

—En esa habitación no puedes entrar —explicó Miriam—. Álex y el Gris están hablando.

—¿Álex está ahí dentro?¿Con el Gris?

—Sí. ¿Por qué te asombras tanto?

—¡Esto es la leche! —gruñó Diego. Le dio una patada a la puerta y se alejó por el pasillo—. Aquí el único imbécil que curra soy yo. Los demás, a la buena vida. ¡Pero se va a terminar! ¡Yo no soy un pringado! Me van a oír. Y cómo se les ocurra quejarse de algo...

Miriam le observó con una sonrisa hasta que desapareció tras una esquina. Siguió escuchando sus quejas un poco más, hasta que entró en otra habitación.

El niño era un poco pesado, y cabezón, y cargante, y muchas cosas más. Pero tenía su encanto, y a la centinela, en el fondo, le hacía gracia.

Un estruendo retumbó en la cocina, un sonido grave y desagradable, que se prolongó durante tres largos segundos.

Sara brincó en la pequeña banqueta y el sándwich se le escurrió de las manos. El ritmo de su corazón aumentó por el sobresalto. Se giró en busca de una explicación, rezando para que no se tratara del demonio.

El rostro de Plata no la tranquilizó. El miedo deformaba sus facciones y teñía de blanco su redondo semblante.

—Se me ha escapado —dijo el hombretón, apurado, recobrando rápidamente el tono rosado en las mejillas. Una loncha de jamón colgaba desde su boca, sobresaliendo entre los gruesos labios repletos de migas—. Yo no soy así, lo juro. ¡Tienes que creerme!

—¿Ese ruido lo has hecho tú? —preguntó la rastreadora.

—Ha sido sin querer —se defendió Plata—. Es este cuerpo, no lo controlo bien. El estómago es enorme. Se acumuló el gas y no lo pude contener. No lo vi venir. Yo jamás haría algo así en tu presencia. Te debo mil disculpas...

Sara se relajó.

—Está bien, no pasa nada.

Le costaba aceptar que hubiera sido un eructo, pero al mismo tiempo se alegraba. Plata tenía dificultades para calmarse. Evitó su mirada y dejó de comer, a pesar de que había sido él quien había insistido en ir a la cocina.

Recordó los problemas de equilibrio de Plata en el cuerpo anterior y trató de imaginar lo que supondría cambiar de cuerpo continuamente. ¿Sería como despertar en una casa diferente cada día? Las habitaciones y los armarios tendrían distintos tamaños, la distribución variaría, se vería obligada a aprendérsela de nuevo. Sería un infierno.

Le dedicó una sonrisa para que no se sintiera mal y recobrara la compostura. La cara de Plata se iluminó y sus ojos brillaron con gran intensidad, como dos soles. Los labios se curvaron hacia las orejas, hasta el límite, dejando que la tira de jamón se escurriera de su boca y cayera. El enorme cuerpo de Plata se plegó sobre sí mismo para recogerla del suelo, mostrando a Sara involuntariamente la inmensa estampa que ofrecía su trasero en esa posición, con el canalillo asomando por el pantalón.

La rastreadora agradeció que el gas no hubiera salido por el otro extremo del aparato digestivo.

También se alegró de que estuvieran solos. Una imagen terrible se había grabado en su mente, la expresión del Gris y de los demás cuando Plata no la había reconocido. Una expresión que esperaba no volver a ver nunca. Resolvió hacer una prueba, a ver si la memoria de Plata se había recuperado.

—¿Puedo hacerte una pregunta, Plata? Es sobre arte.

—Naturalmente, querida. Soy una autoridad en la materia. ¿Qué deseas saber?

Sara decidió probar con un episodio extraño que sucedió estando ellos dos solos, cuando vestía el cuerpo de dos metros de altura.

—Yo solo soy una aficionada a la pintura, pero estaba pensando en adquirir un Rembrandt. ¿Qué te parece ese pintor?

Plata resopló, enarcó una ceja.

—No te lo recomiendo. Era un holandés idiota. Me hizo un retrato horrible. Y no me extraña. Aprendió pintando vampiros...

La misma historia que la vez anterior. Obviamente, no recordaba que ya se la había contado. Ni siquiera recordaría que ella le había sugerido que los vampiros se podían peinar unos a otros al no poder ver su imagen en un espejo. Consideró repetir el comentario cuando Plata llegó a esa parte de su discurso, pero al final prefirió no hacerlo.

A los demás les había recordado, a todos. Era un poco frustrante. No quería enfadarse, así que esperó a que Plata acabara su disertación sobre Rembrandt y los vampiros y cambió de tema.

—Muchas gracias, tendré en cuenta tus consejos. ¿Por qué te llaman tanto la atención los dragones?

Era una duda de la que Sara no se libraba y que martilleaba continuamente su cerebro.

Plata la miró con la boca abierta.

—Son unos animales magníficos. Los seres más perfectos de toda la creación —explicó. Hablaba lleno de pasión, acompañando las palabras con rápidos gestos de sus manos regordetas—. Bellos, hermosos, imponentes. No has visto uno, ¿verdad? No, no has tenido ese placer o no harías esa pregunta. Además, son tremendamente poderosos. No te gustaría ver a uno cabreado.

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