La biblia de los caidos (12 page)

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Authors: Fernando Trujillo

BOOK: La biblia de los caidos
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—Sí que lo es. No se te ocurra darme la espalda. Hicimos un pacto.

—Y lo estoy cumpliendo. No es mi culpa si no te gusta el modo en que lo hago, pero eso no invalida el hecho de que estoy cumpliendo.

—Entonces, dime. ¿Qué pasó con el demonio en su habitación?

—Cometí un error. Me confié. Esa niña es muy fuerte, tal vez demasiado.

—No te creo, Gris. No eres un novato. ¿Revisaste las runas? —El Gris asintió—. Pues no me digas que te equivocaste, esas runas son muy sencillas. Dame otra explicación. Quiero saber por qué esa niña casi te mata.

El Gris inclinó la cabeza.

—Imagino que me engañó. Ese demonio me ocultó su fuerza, no lo vi venir.

—Eso no me basta. No deberías haber ido solo. No tienes derecho a exponerte de esa manera. ¡Me lo debes!

—No. El trato no especifica cómo debo vivir mi vida. Eso es cosa mía.

—¡Estúpido temerario! —escupió Álex—. No sabes nada. No entiendes nada.

Los ojos del Gris brillaron.

—Intento ser paciente, pero me lo pones muy difícil. El que se la está jugando aquí soy yo, no tú. Cuando lo arriesgues todo, como hago yo, podrás darme lecciones. Mientras tanto, yo decidiré lo que más me conviene.

—No vayas por ahí. Conmigo no juegues, Gris. La cagaste, y me obligaste a actuar. Miriam sospecha algo por la rapidez con la que llegué a tu lado. Tuve que hacerlo para salvarte, fue por tu culpa. No solo te expusiste tú, me has expuesto a mí también. Creo que me ha descubierto.

Esta vez el Gris arrugó la frente, dejó de masajear su pierna y miró a Álex.

—¿Estás seguro? No debiste hacerlo, me las hubiera arreglado sin ti. —Dio un puñetazo en la cama—. El imbécil eres tú. ¿Te vio?

—No, no me vio. Pero puede que ate cabos, no es tonta. Y fue por tu culpa, maldito estúpido. Tenía que salvarte.

—No podemos cambiar lo sucedido, pero la próxima vez, mantente al margen. Sé cuidarme solo.

—Corres demasiados riesgos, innecesariamente. Podías realizar tus preguntas delante de mí, o del niño, no sé por qué esa manía de hacerlo a solas. Y seguimos de una pieza porque tuvimos suerte. Si el demonio no hubiera estado centrado en ti, si no hubiera sido porque le pude sorprender por detrás, habría acabado con nosotros. No cometerá ese error dos veces.

—Algo se me ocurrirá. Y en cuanto a la posesión...

Álex estalló.

—¡Me importa un huevo la posesión! Por mí, puede llevarse a esa niña al infierno a que la violen todos los demonios, uno detrás de otro. No podemos preocuparnos de estas chorradas. Tenemos cosas más importantes que hacer. Miriam te va a llevar ante el cónclave. Van a acabar contigo, y no lo voy a consentir. Debes vivir, maldito imbécil, lo sabes, o nuestros planes fracasarán. Tengo que salvarte.

—¿Vas a enfrentarte a los ángeles? ¿Es ese tu plan? Es absurdo, nadie puede hacerlo. Solo los demonios más fuertes tendrían una oportunidad de vencer a un ángel.

—Es cierto —repuso Álex suavizando bruscamente el tono de voz—. Por eso necesitamos tiempo para pensar, para resolver el lío en que te has metido.

—No sé qué andas tramando, pero no me gusta. Conozco esa cara tuya. Y voy a continuar con el exorcismo, te lo advierto. No quiero que vuelvas a interferir. Sé que intentaste matar a la chica, no solo salvarme. Querías acabar con ella para que nos fuéramos. No lo lograste porque es increíblemente fuerte, ya te lo dije. Por eso me sorprendió. Tengo que saber más de ese demonio.

—¡No! Ese demonio no importa. El problema son los ángeles y el cónclave. No se reúnen para darse palmaditas en las alas. Y son mucho más peligrosos que cualquier demonio.

—¿Y qué piensas hacer para salvarme?

—Aún no lo tengo claro —contestó Álex—. Pero te repito que necesitamos tiempo, y como puede que la centinela me haya descubierto, el primer paso es elemental. Hay que matar a Miriam.

VERSÍCULO 9

Era una biblioteca preciosa, circular, forrada de madera, con gruesos tomos de todos los tamaños y colores vistiendo las paredes.

Sara se detuvo sobre la mancha que había en el suelo, justo en el centro. Era de color marrón oscuro, de aspecto pegajoso.

—Por fin te encuentro —dijo Plata.

Su alta figura se acercó hasta ella con paso tembloroso.

—¿Me buscabas? —preguntó Sara ofreciendo su brazo.

Plata se aferró a él como si le fuera la vida en ello.

—La verdad es que no, no te buscaba. Seguramente por eso he tardado tanto en encontrarte —reflexionó. Se inclinó peligrosamente hacia adelante, hacia la mancha del suelo, pero no llegó a caer, recuperó el equilibrio por sí mismo—. Voy mejorando. Odio la sangre de perro.

Sara miró de nuevo la mancha marrón.

—¿Eso es sangre de perro? —preguntó con desagrado.

—Ese demonio es idiota —dijo Plata—. No entiendo para qué se bebió la sangre de un chucho asqueroso. Es absurdo, denigrante, no sirve de nada, y encima sabe a residuo del infierno. —Plata se pasó el dorso de la mano por la boca—. Si fuese sangre de dragón lo entendería. Te pone fuerte, te sale pelo en el pecho, y es lo mejor para la tensión. También dicen que te ayuda con los problemas de disfunción... ya sabes... ahí abajo.

—¿Disfunción eréctil?

Plata enrojeció.

—Yo no, ¿eh? Nunca lo he necesitado. Bueno recuerdo una vez con un cuerpo..., pero al final no me hizo falta. En fin, es lo que dicen... Pero cambiemos de tema. ¿Qué hace una preciosidad como tú aquí sola? Y tan triste. Que me lleve el diablo si consiento que tú, la rastreadora más bonita del mundo, lo pase mal.

Ahora fue Sara la que se puso roja. Plata era con diferencia la persona más extraña que jamás había conocido. Se sentía tan confusa que no sabía bien cómo clasificarle. Al principio pensó que estaba loco, pero le extrañó que nadie le tratara como tal. Cuando desvariaba con los dragones, Sara no se atrevía a llevarle la contraria, a decirle que los dragones no existían. Hablaba con entrega, de un modo tan apasionado, que ella casi había llegado a creer en su existencia.

Y cuando le hablaba a ella, cuando la alababa... Sara percibía sinceridad en sus palabras. Le intimidaba un poco esa manera tan franca y directa de expresarse.

—Buscaba la cocina —dijo Sara—. Tengo un poco de hambre. Pero creo que me he perdido. Esta casa es más grande de lo que parece.

—No está mal —concedió Plata—. Bien, ya me contarás más tarde qué te ha hecho Álex para que estés así. Tengo que ver a Miriam. Espero convencerla para que me lleve al cónclave, ¿sabes?

—Ahí es donde van a juzgar al Gris, ¿no? ¿Vas a ayudarle?

—Lo había olvidado. —Plata se dio un golpe en la cabeza, ligeramente más fuerte de lo que había calculado—. Qué memoria la mía. Uhmm... Lo cierto es que solo iba a pasarme para ver qué se cuentan los ángeles. Hay un par de ellos que hace mucho que no veo, ¿sabes? Oh, les hablaré de ti por supuesto. Se volverán locos de envidia —dijo con una mueca de completa felicidad—. El caso es que me preguntaba si me ayudarías a buscar a Miriam. Odio admitirlo, pero aún no camino muy bien solo.

—Yo te acompañaré.

Empezaba a gustarle su compañía. Plata no paraba de decir cosas que ella no terminaba de entender. Algunas parecían auténticos desvaríos sin sentido, pero otras daban exactamente en el clavo, como cuando había mencionado su disgusto con Álex. Plata sabía mucho más de lo que sus palabras traslucían.

Intentó que hablara de nuevo de los ángeles, del cónclave y del Gris, mientras le ayudaba a recorrer los pasillos, pero no hubo manera. Plata vio una alfombra, que según él, era idéntica a una escama de dragón, y fue imposible hacerle cambiar de tema. Estaba obsesionado con los dragones, de eso no había duda.

Avanzaron por un pasillo lleno de cuadros.

—... y cuando la fiera aparezca —continuaba Plata—, quiero que te sitúes detrás de mí. ¡No acepto discusiones en eso! Yo te protegeré del dragón. No son simples lagartos con alas, ¿sabes? Solo un experto puede medirse con ellos... ¡Vaya! ¡Qué cosa más fea! ¿Lo has visto?

Sara casi se cayó al suelo. Plata se había detenido de golpe y ella no se esperaba el tirón en el brazo que tenía entrelazado con él.

—¿El cuadro? —preguntó sin entender nada.

—Es un Rembrandt —explicó Plata mirando con mucha atención—. Era un holandés con muy mal genio, un idiota, nunca me cayó bien. Me hizo un retrato horrible, le odio. Voy a destrozarlo ahora mismo.

—¡No, espera! —Miriam detuvo a tiempo el puño de Plata, que ya volaba hacia el cuadro. No era ninguna experta en arte, pero un cuadro de Rembrandt debía de ser excepcionalmente caro, y una pérdida irreparable para el mundo artístico—. No puedes romperlo, es muy valioso.

—¿Te gusta? —preguntó Plata asombrado—. Entonces debo disculparme. Yo nunca destrozaría algo que tenga valor para ti, querida.

Sara prestó más atención. Era un retrato. Había una mujer de medio perfil sobre un fondo negro. Le pareció más bien fea.

—Tampoco es que me encante, pero no...

—No necesitas explicarte —la cortó Plata—. Si es importante para ti, también lo es para mí. Es que Rembrandt no me cae bien, eso es todo. Aprendió a hacer retratos practicando con vampiros, ¿a que no sabías eso? Algunos de sus retratos más famosos eran de chupasangres. A los vampiros les encanta que les dibujen. Como no pueden mirarse en el espejo, así pueden verse la cara. Claro que eso era antes de que inventaran la cámara de fotos. Es la tecnología que más les gusta. Y por eso van siempre tan mal peinados. Tengo un amigo brujo que dice que es porque les gusta dar una imagen rebelde, pero no es por eso. ¿Sabes lo difícil que es peinarse sin un espejo? Parece fácil, pero siempre te dejas algún pelo fuera de lugar.

—¿Y por qué no se peinan unos a otros?

Plata la miró. Se sumió en un extraño silencio, torció un poco la cabeza. Y finalmente, habló:

—Una vez más, tu audacia me asombra —dijo Plata rebosando admiración—. Tengo que encontrar a un vampiro sin falta y preguntarle por qué no se peinan unos a otros o no podré dormir. Necesito saberlo. ¿Dónde puedo encontrar a un maldito chupasangre a estas horas? Ya sé. Buscaré a una jovencita virgen, les gustan mucho... ¡Ah!

Plata gritó de repente, aulló, arqueó la espalda hacia atrás. Sara no pudo evitar que se cayera, se tendió junto a él y trató de ver qué le pasaba. Se movía mucho, descontrolado. Sara no sabía qué hacer.

—¡Quema! —chilló Plata—. ¡Duele!

—No veo nada, Plata. ¿Dónde te duele?

No había sangre, ni ningún objeto con el que se hubiera podido golpear.

—La... espalda... —logró decir Plata entre convulsiones.

Sara comprendió que intentaba quitarse el jersey. No paraba de moverse y tuvo dificultades para ayudarle, pero lo consiguió.

—Ya está. ¿Te sientes mejor?

—¡Quema! ¡Mi espaldaaaa!

Le dio la vuelta. Estaba muy delgado, se le marcaban las costillas. Pero no había nada anormal, excepto...

—Tienes una cicatriz vertical. ¿Es eso lo que te duele?

—¡Quemaaaaaa!

Estaba agonizando, empeoraba. Lo que fuera que le estuviera haciendo daño debía de estar dentro de su cuerpo. ¿Tal vez un infarto? No parecía probable. Le sonaba que, de ser ese el caso, se quejaría de dolor en el pecho, no de ardores en la espalda. Sin embargo tenía que hacer algo. Plata estaba sufriendo. Debía pedir ayuda, pero no sabría explicar cuál era el problema. Entonces se le ocurrió leer a Plata. Por algo era una rastreadora.

Le sujetó tan fuerte como pudo. Estiró el dedo índice y repasó la cicatriz de la espalda. Medía unos cuatro centímetros y discurría paralela a la columna vertebral, separada un par de centímetros hacia la derecha. La yema del dedo alcanzó el final de la cicatriz y Sara sintió un fuerte chispazo. Retiró la mano involuntariamente.

Plata dejó inmediatamente de moverse.

—¡Qué frío tengo! ¿Dónde está mi jersey?

Sara no podía creerlo. Plata lucía una expresión de completa normalidad, como si no hubiera estado desgarrándose la garganta de dolor hacía medio segundo.

—¿Te encuentras bien? ¿Ya no te duele? —preguntó frotándose el dedo, que aún le dolía por el chispazo.

—¿Qué ha de dolerme? —preguntó Plata—. Maldición, he vuelto a caerme —dijo al descubrir que estaba en el suelo—. Odio ser alto, lo juro. Lo que no entiendo es por qué estoy medio desnudo. Tengo tanto frío que ni el fuego de un dragón...

Sara le tendió el jersey, lo último que quería era que empezara a hablar de nuevo de dragones. Plata lo cogió, visiblemente contento, y se lo puso.

—¿No te duele la espalda?

—¿Debería? —preguntó Plata—. Pues no, no me duele. Ha sido una caída tonta, nada más. Tu preocupación por mí es conmovedora. Me halaga. Y abusando un poco de tu generosidad, me arriesgaré a pedirte un favor. ¿Te importaría ayudarme a encontrar a Miriam? Verás, quiero convencerla para que me lleve al cónclave...

Esta vez no prestó atención a las palabras de Plata, que por supuesto, renovarían su petición inicial. Sara nunca había estado tan desconcertada, tan insegura respecto a una persona.

Lo peor de todo era que mientras Plata se ponía el jersey, Sara había alcanzado a ver su espalda una última vez. No había ninguna cicatriz.

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