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Authors: Fernando Trujillo

La biblia de los caidos (45 page)

BOOK: La biblia de los caidos
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Uno de ellos era Mikael, rubio y arrogante, de mirada retadora. Por si no hubiera bastado con la muerte de Samael, ahora se sumaba la pérdida de Miriam, su centinela favorita. Mal asunto.

El otro, al que no había visto nunca, empezó a hablar:

—Mi nombre es Gad —dijo, y voló un poco a la derecha. El Gris le siguió con la mirada, pero prefirió no girarse en la pequeña roca flotante si no era imprescindible—. Seré el moderador. Hablarás cuando te lo pidamos. Responderás a nuestras preguntas con rapidez y sinceridad. Te contaremos lo que estimemos oportuno para que puedas comprender tu situación y ofrecernos una respuesta adecuada. No estás aquí para entender nada, solo para que nosotros sepamos qué ha sucedido con nuestro hermano, con lo que limita tus preguntas a lo estrictamente necesario para seguir la conversación. —El Gris asintió. Gad ascendió y giró, para colocarse justo sobre su cabeza—. Nuestro hermano Mikael desea interrogarte acerca de la muerte de Miriam. Dispondrá de un breve intervalo para hacerlo antes de entrar en el asunto que ha requerido tu presencia.

Mikael voló hasta situarse muy cerca, dispuso las alas en semicírculo, como si le fuera a abrazar, pero sin llegar a tocarle. El Gris estuvo a punto de retroceder por el dolor que le infligía la cercanía del ángel, pero se controló recordando que no había más roca donde posar los pies.

—No nos has traído el martillo de Miriam —dijo el ángel.

Desde luego no era lo que esperaba oír. El Gris se imaginaba que querría saber cómo murió, asegurarse de que no la había matado él, o algún miembro de su equipo. El Gris había pensado una mentira para encubrir a Álex, pero se alegró de no verse obligado a recurrir a ella.

—Se perdió durante la lucha con el híbrido —explicó—. No sé dónde fue a parar.

Mikael no reflejó expresión alguna.

—Nadie puede sostener el arma de un centinela, excepto nosotros, naturalmente —dijo con un leve tono molesto. No le gustaba tener que recalcar algo obvio—. Ni siquiera otro centinela podría. El martillo quemaría el alma de quien lo empuñara, excepto de alguien que no tiene alma...

No era necesario que formulara una pregunta. La insinuación era imposible de pasar por alto.

—Yo no la tengo —contestó el Gris—. El demonio se la arrebató de un golpe. La busqué cuando recogí su cadáver, pero no la encontré.

Mikael replegó las alas, se alejó un poco y descendió. Salió del campo de visión del Gris.

—¿La viste morir?

Era una pregunta peligrosa.

—Sí. —El ángel flotó de nuevo ante sus ojos grises. Movió un ala de un modo sugerente. El Gris entendió que era un gesto, que le instaba a explicarse mejor y a dar más detalles—. Sufrió. Le infligieron heridas terribles y tardó en morir, pero no se rindió. No vaciló ni tuvo miedo. Y me salvó la vida.

Debería haber omitido la última frase. A Mikael no le agradaría que su favorita hubiera dado la vida por salvarle a él, eso suponiendo que le creyera. Se preparó para una réplica dura.

Se equivocó. El ángel le dio la espalda y sacudió las alas.

—Un hermano nuestro ha muerto —dijo Gad. El moderador voló en círculos alrededor de la roca flotante, con lo que el Gris le perdía de vista la mitad del tiempo. El brusco cambio de tema le indicó que el asunto de Miriam estaba zanjado. No sabía a qué conclusiones habría llegado Mikael, pero le pareció que había sido un interrogatorio demasiado superficial, y eso le preocupó. La voz de Gad sonaba igual independientemente de su localización o su velocidad de vuelo—. La luz de Samael se ha extinguido. Un hecho sin precedentes, por el que vas a ser juzgado por los más altos poderes. Tú, aquel que no tiene alma, estás acusado de matar a un ángel. No existe un pecado mayor, por consiguiente la pena también será la mayor que se pueda concebir.

Mikael tomó la palabra.

—Sabemos que fue tu mano la que dio muerte a Samael. ¿Deseas negarlo?

El Gris vio con claridad cómo relampagueaban brevemente los ojos del ángel.

—No lo negaré.

No tenía sentido negar algo que todos sabían. Le desconcertó que no se produjera ninguna reacción. Se preguntó si se hubiera producido de haberlo negado.

—¿Por qué le mataste? —preguntó Mikael.

—Fue en defensa propia —contestó el Gris.

—El cuerpo de nuestro hermano fue hallado descuartizado —dijo un nuevo ángel materializándose de repente. El Gris no lo conocía de nada. Hablaba con el tono correcto y reposado que les caracterizaba, pero a la vez transmitía su estado de ánimo, y estaba furioso—. Le mutilaste hasta reducirle a trozos insignificantes.

—¿Es importante ese nivel de detalle, Mihr? —preguntó Duma, haciéndose visible.

—Demuestra hasta dónde ha sido capaz de llegar el mortal —respondió Mihr—. No le bastó con matarle, tuvo que seguir profanando su cuerpo. Tal vez buscando la humillación. En cualquier caso, trato de desmentir su afirmación de que fue en defensa propia.

Ahora sí hubo una reacción más o menos general. Los demás ángeles susurraron desde la invisibilidad. Un murmullo ondeó en el ambiente. El Gris no lo comprendió, pero creyó percibir agitación y rabia.

—Debemos expresarnos por orden, hermanos —pidió Gad.

El Gris entendió que el moderador atravesaba alguna dificultad para mantener la calma. El murmullo significaba que varios ángeles hablaban a la vez.

El tal Mihr estiró al máximo las alas, que se encendieron, e irradiaron tanta luz como el propio sol, tan potente, que el Gris tuvo que taparse los ojos con las manos.

—¡Y ni siquiera lo ha negado! —Mihr le señaló con el dedo—. ¿Vamos a permitir que siga con vida? Es un medio demonio y ha matado a nuestro hermano. ¡Propongo que todos demos nuestra aprobación y disolvamos la roca inmediatamente! ¡Que caiga al abismo ahora mismo!

El Gris no sabía qué conllevaba caer al abismo, pero no sería nada bueno, de eso no cabía duda. Al menos ahora entendía por qué estaba de pie en esa roca flotante. Se sintió como un pirata al borde del trampolín del barco, a punto de que le arrojaran al mar.

Identificó a Mihr como uno de los que más le odiaban, tal vez superando incluso a Mikael. Desde luego lo demostraba abiertamente.

—Aún no —dijo Duma—. Yo no lo aprobaré sin saber más. Y no se condenará a nadie sin que todo el cónclave lo apruebe.

—¿Qué pensarías si te hubieran matado a ti? —preguntó Mihr—. ¿Te gustaría que tus hermanos dejaran libre a tu asesino?

—Yo no he dicho que le dejemos libre —se defendió Duma—. Recibirá el castigo que le corresponda, pero aún sabemos muy poco.

—¿Qué necesitas saber? Ha confesado que acabó con Samael.

—Quiero saber cómo lo logró y por qué lo hizo. ¿No has pensado que es una posible amenaza para todos nosotros? Si alguien puede matar a un ángel, estamos ante una situación desconocida. Por primera vez tendremos que aceptar que existe un peligro para nosotros, más allá de los demonios puros.

—Los dos tenéis razón —intervino Mikael—. Acabaremos con él, Mihr, pero Duma está en lo cierto. Antes tiene que responder a nuestras preguntas y te aseguro que lo hará.

—Mentirá —replicó Mihr, furioso—. Es una pérdida de tiempo.

Voló algo más lejos.

El Gris se sorprendió un poco de que no discutieran en su propio lenguaje, de que le permitieran seguir la conversación. Al principio pensó que el acaloramiento les hacía olvidarse de él, pero muy pronto llegó a otra conclusión, cuando descifró la mirada furtiva que le dedicó Mikael al asegurar que acabarían con él. Estaban convencidos de que le matarían y por tanto no importaba lo que escuchara. Los muertos no hablan.

Dos ángeles más se materializaron. Gad tuvo que llamar al orden de nuevo. Era evidente que Duma había dado con el verdadero problema de fondo, tal y como el Gris sabía que sucedería. A él podían hacerle lo que quisieran, pero eso no borraba el hecho de que un ángel había sido asesinado por un mortal, de que por primera vez en la historia habían dejado de ser intocables y tenían un motivo para conocer el miedo.

Duma retomó el interrogatorio. El Gris se alegró de que fuera él y no Mihr o Mikael.

—Explica cómo mataste a Samael. Ninguna criatura de origen no divino puede hacerlo.

Mikael se desplazó a un lado. El Gris le vigiló cuanto pudo con su visión periférica. Advirtió que esperaba un fallo por su parte, una excusa para acabar con él, como una mentira, por ejemplo, o que se negara a responder.

—Le maté con su espada —explicó. Se produjo otro murmullo, más desafinado que los anteriores. Duma le incitó a seguir hablando—. Hasta donde yo sé, solo vuestras espadas flamígeras pueden matar a un ángel.

Ahora todos los ángeles eran visibles, los seis. Volaban a su alrededor, en todas direcciones, silenciosos y veloces. Solo Gad se mantenía relativamente inmóvil.

Le dio la impresión de que se lanzaban acusaciones entre ellos. Todos tenían las alas desplegadas y volaban de todas las maneras imaginables: de espaldas, boca abajo, inclinados, girando sobre sí mismos... El Gris entendió que su vuelo era parte de su comunicación. No transmitía información como las palabras, pero sí matizaba su tono y actitud. Mihr, por ejemplo, flotaba algo más rápido que los demás. El Gris lo comparó a una persona que habla muy deprisa, dominada por los nervios o la rabia. Otro ángel volaba siempre de espaldas, y el Gris lo tomó como un gesto reflexivo, como alguien que no mira a los ojos a su interlocutor por estar pensando con mucha intensidad. Tal vez se equivocara y solo fueran imaginaciones suyas.

Pero si estaba en lo cierto, el vuelo de Mikael era el que más le preocupaba. Sus alas estaban muy rígidas y le miraba con frecuencia. El Gris lo interpretaba como alguien que aprieta los puños, o las mandíbulas. Un mal gesto, en cualquier caso.

—No sabemos cómo pudo empuñar una de nuestras espadas —dijo uno de los ángeles que no se había presentado —. Debería ser imposible.

—Seguro que está relacionado con su ausencia de alma, como todas las normas que consigue transgredir —sugirió Mihr—. Es una anomalía que nos ha costado muy caro. Por eso debemos acabar con él...

—Hay un problema mucho mayor que la muerte de un ángel —apuntó otro de los desconocidos.

El Gris aguzó el oído. Ese dato no lo conocía. No se hubiera imaginado que había algo que podía inquietarles más que la posibilidad de morir a manos de otros seres. La situación acaba de subir a un nivel que no se esperaba. ¿Qué podía asustar tanto a un ángel?

—Ese es otro problema y no está relacionado con este —dijo Mihr—. Vayamos poco a poco. Primero eliminemos al Gris. Debimos hacerlo hace mucho. ¿Por qué tolerar a alguien que está al margen del flujo natural de la existencia?

—No podemos asegurar que no guarde relación...

Ya no pudo oír más. Empezaron a hablar varios a la vez, mezclando sus indescifrables murmullos. Al final Gad tuvo que imponer el orden una vez más.

Duma planeó hasta él de nuevo.

—¿Por qué le mataste?

Se hizo un silencio total. Se acercaba el momento definitivo. Por fin le habían dado paso para explicar sus motivos, algo que no podía hacer si no le preguntaban directamente. Era una señal de lo intranquilos que estaban. En circunstancias normales, a los ángeles no les importaba lo más mínimo las motivaciones mortales, ni siquiera las consideraban en sus decisiones. Solo se interesaban por los hechos. En esta ocasión necesitaban llegar un poco más lejos, dada la gravedad de la situación.

Solo debía poner un cuidado extremo en lo que decía.

—Le maté porque era un traidor.

Duma se acercó más. Dolió.

—Explica tu concepto de traición. ¿Te traicionó a ti?

—No, os traicionó a vosotros. —El Gris tuvo que hacer una pausa—. Entregó el secreto de vuestras armas, de cómo crearlas...

—¡Mientes! ¡Estás mancillando a un ángel! —le interrumpió Mihr y sacó su espada de fuego.

—¡Basta! —Gad se enfureció—. Está prohibido emplear armas en el cónclave.

Los ángeles se juntaron. Mihr guardó su espada.

—Deja que termine de hablar —ordenó Duma—. Luego decidiremos si miente.

—¿Vamos a dar crédito a este mortal sin alma? —intervino Mikael—. Podría estar inventándose esa historia. Haría lo que sea para salvar su vida.

—¿Y si está diciendo la verdad? —preguntó Duma—. Considera por un instante que haya más gente con el secreto de nuestras espadas. ¿Y si estallara una rebelión?

—Ya ocurrió en el pasado —dijo otro ángel—. Los vampiros lo intentaron en su día, hace ya muchos milenios. ¿Lo has olvidado? Se consideraron nuestros iguales al ser los únicos inmortales que no eran de origen divino. Pero pagaron cara su traición y su castigo sirve de ejemplo.

—No lo he olvidado —dijo Duma—. Fue el propio Samael quien impartió el castigo. Él en persona les impuso la debilidad mortal ante la luz del sol para que no fueran demasiado poderosos, y ahora está muerto. ¿Te imaginas cómo sentará a los vampiros y a los demás enterarse de la muerte de Samael? ¿Y si se rebelaran de nuevo blindados con nuestras propias armas?

—No se fabrican así como así. Aun suponiendo que alguien sepa cómo hacerlo...

—Eso lo discutiremos más tarde —dijo Mikael—. Averigüemos si el Gris dice la verdad.

Todos se volvieron hacia él.

—Solo necesito que me dejéis hablar y os lo explicaré todo —dijo el Gris. Gad asintió y alzó las alas—. No gano nada mintiendo sobre vuestras armas, si acaso tiempo. ¿Por qué me iba a entregar si no tuviera una razón importante para estar aquí?

—No hubieras podido huir y lo sabes —dijo Mikael.

—Lo hubiera intentado al menos. No me habría rendido sin luchar.

—Tu razonamiento es lógico —concedió Duma—, pero no nos interesa. Ve al grano.

—Maté a Samael para que os reunierais —explicó el Gris—. Para que todos escucharais lo que os voy a revelar. No hay otro modo de llamar al cónclave.

—Podías haber contactado con Mikael —apuntó Duma.

—¿Y si él es un traidor también? No podía arriesgarme. Si lo sois todos, entonces nada importa ya. Pero si solo hay uno, yo no podré con él. Pero vosotros sí, os estoy haciendo un favor.

—¡Un favor! —Mihr se encendió—. Eso suponiendo que no estés mintiendo. ¿Pretendes decirnos que nos estás ayudando al matar a un ángel?

—Exacto.

—Termina tu versión, Gris —dijo Duma—. ¿Por qué entregó Samael el secreto de nuestras espadas? ¿Qué interés podía tener para hacer algo así?

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