Read La biblia de los caidos Online
Authors: Fernando Trujillo
—¡Bah! Al final no he tenido que hacer nada —refunfuñó Diego con cierta decepción—. El Gris se encuentra bien. Necesita reposo, pero no de mi talento. Nuestra amiga está cuidando de él. Se ha puesto un poco tontita con lo de permanecer junto a su cama. Tierno, ¿verdad? —Hablaba para sí mismo, sin importarle que los demás no le prestaran atención—. En fin, ya tendré ocasión de lucirme —se lamentó—. ¿Dónde está la niña? Aún no la he visto.
Álex y Miriam la ocultaban con sus cuerpos. Estaban inclinados sobre ella, haciéndole algo que el niño no podía ver desde la entrada de la habitación. Mario y Elena observaban con gesto preocupado, mientras el abogado del millonario tomaba aire en una de las ventanas abiertas. Plata estudiaba con interés el boquete de la pared que ahora comunicaba con el salón. Se mantenía de pie sin apoyarse en nada.
—Si hubieras venido antes, la habrías visto perfectamente —dijo Álex sin volverse.
—Lo que me faltaba por oír—bufó el niño—. Cuando tú vayas al infierno, ya me contarás si te atreves a arrimar las narices donde hay un demonio suelto.
—Bien, esto ya está —dijo Miriam.
Ella y Álex se retiraron, salieron del círculo de runas y Diego por fin pudo ver a la niña con claridad.
—¡La hostia, qué bicho más feo! Quiero decir... niña —rectificó ante la amenazadora mirada de Elena—. No era mi intención... En realidad no es tan... Mierda, no puedo evitarlo, es que es muy fea. Es por mi maldición, de verdad...
—Cierra la boca, niño —dijo Miriam interponiéndose en el camino de Elena. La ofendida madre se había separado de Mario y avanzaba hacia Diego con la mano alzada—. No le hagas caso, Elena, por favor. Es cierto que no es culpa suya. Solo es un crío estúpido. Yo me ocupo de él.
Elena se calmó, asintió a la centinela y regresó con Mario. Su marido tenía la vista enterrada en el espantoso ser en que se había transformado su hija, ajeno a cuanto sucedía a su alrededor.
—Me encanta que me defienda una centinela —dijo el niño sonriendo a Miriam. Soltó un bostezó largo—. Joder, qué sueño tengo. ¿Qué hora es?
—Diego, bonito —dijo Miriam con fingida dulzura—. Son las cinco de la madrugada y vas a empezar a portarte como un buen chico. No querrás verme enfadada, ¿a qué no? Ya nos conocemos, y sabemos cómo funciona esto. Controla esa lengua tuya tan afilada o...
—¿O qué? ¿Informarás de mí a los ángeles? Qué miedo. Te has equivocado en una cosa: sí que quiero verte enfadada, Miriam. Me gusta mucho, te lo juro. Es un placer difícil de describir, como cuando un profesor te castiga y luego consigues putearle delante de todo el mundo. Una delicia... Vale, vale, ya lo dejo, no te pongas así, contendré mi boca. Lo hago por ti, para que veas cuánto te aprecio...
Un estornudo resonó en la habitación. Diego palideció. Miriam no pudo esconder su alegría, sus ojos brillaron divertidos.
—¿Algún problema?
—¿Quién ha sido? —preguntó el niño, alarmado. El abogado estornudó de nuevo, dos veces seguidas—. Largo. Fuera de esta habitación.
—¿Cómo dices? —preguntó el abogado muy sorprendido.
—¡He dicho que te pires! —estalló Diego—. Estás acatarrado. No quiero tus gérmenes por aquí cerca.
—No estoy resfriado, no tengo fiebre. Es solo un poco de frío por haber estado junto a la ventana.
—Me importa un huevo, tío —ladró el niño con la tez cada vez más blanca, su voz temblaba—. Ahora mismo ese cuerpo rechoncho tuyo es un criadero de virus y bacterias. Si no te largas lo haré yo, y os prevengo a todos: cuando me necesitéis no acudiré en vuestra ayuda...
—Qué pesado eres, niño. —Álex le palmeó el hombro—. Solo es un estornudo —intercambió una mirada con Miriam.
—Está bien —accedió la centinela, y le pidió al abogado—: Es mejor que salgas de la habitación.
—¿Por un estornudo? Esto es absurdo —se quejó, indignado.
—El niño no parará hasta que te vayas, le conozco —explicó Miriam—. Lo siento. Hablaré con él a ver si se tranquiliza.
El abogado resopló y sacudió la cabeza, mientras miraba a Diego con una mueca de desaprobación. Elena le hizo un gesto con la cabeza y salió del cuarto.
El color regresó al rostro de Diego.
—Mucho mejor —afirmó—. Hay que cuidarse. Aprovecharé para examinar a la niña —dijo escogiendo bien la palabra—. Se la ve muy tranquila.
Estaba dormida, tumbada con la cabeza excesivamente inclinada a un lado. Su pecho apenas se movía, pero la respiración retumbaba como el motor de un camión.
—No la toques —le advirtió Miriam.
—¿Te crees que estoy mal de la cabeza? —repuso el niño—. Si estoy tan cerca es porque la habéis esposado. Eso es lo que hacíais cuando entré, ¿no? ¿Qué pasa? Que la niña se las trae. Si no, con las runas sería suficiente.
Las muñecas de la niña-demonio estaban rodeadas por dos gruesos brazaletes de plata. Tenían grabados muchos símbolos. De los brazaletes surgían cadenas que iban hasta la pared.
—Es fuerte —confirmó Álex—. Aún no sabemos cuánto, pero noqueó al Gris.
—No parece gran cosa —opinó Diego agachándose para verla más de cerca—. A lo mejor fue por el olor. ¡Qué pestazo, tío! Huele peor que el espectro que expulsamos de las cloacas hace seis meses. ¿Te acuerdas? Aquel sí imponía. Era muy tocho, cachas, y llevaba una maza tan grande como yo, pero esta niña es una esmirriada.
—Mira que eres ignorante, niño —dijo Miriam—. El físico es lo de menos en estos casos. ¡Sepárate de ella de una vez!
—Está dormida. Así no puedo preguntarle por el infierno. —Diego acercó más la cara, a un palmo de la de la niña, y alargó el dedo índice para tocarla.
—¡No lo hagas! —gritó Miriam—. ¡Apártate de ella!
—Tranquila, centinela —dijo Diego retirando el dedo un poco—. No te pongas nerviosa. —Volvió a acercarlo, casi tocó la mejilla de la pequeña Silvia. Miriam le lanzó una mirada feroz y el niño apartó la mano pero la mantuvo cerca, amenazando con aproximarla una vez más—. ¡Qué divertido!
—Condenado crío... —rabió la centinela.
Cada vez que el niño amenazaba con arrimar el dedo, Miriam hacía una mueca.
—Te veo muy tensa, rubita. —Diego señaló la otra mejilla, la de la cicatriz que expulsaba humo—. ¿Si toco aquí también te enfadas? ¿Y si la toco en un brazo? Siento curiosidad. ¿Qué sucedería si meto la pata con un demonio en presencia de una centinela de tu categoría? ¿Te regañarían los ángeles? Apuesto a que sí. ¿Tú qué opinas, Álex? Seguro que a esos estirados no les haría ninguna gracia...
Todo su cuerpo sufrió una violenta convulsión. Retiró la mano, tropezó, cayó al suelo. La niña acababa de abrir los ojos. Diego gateó hacia atrás, de espaldas, a un ritmo frenético, como si el suelo estuviera cubierto de brasas y no pudiera posar las manos más que una fracción de segundo.
—¡Atrás! —ordenó Miriam, sacó su martillo.
—¿Dónde vas, niño? —rugió el demonio.
—¡Joder, qué voz tiene el bicho! —Diego llegó a la puerta medio corriendo, medio gateando—. ¡Maldición, no se abre! —protestó tirando del pomo con todas sus fuerzas.
—Domina tu miedo, niño —le dijo Miriam—. La he cerrado yo. No voy a dejar que ese demonio escape.
—¿Estás loca? ¡Abre y déjame salir, lunática!
—No.
—Saltaré por la ventana —decidió Diego.
—El pánico le supera —dijo Miriam—. Álex, contrólale. ¿Pero qué haces? ¡Ve a por él! ¡Muévete, estás más cerca que yo!
Álex no obedeció, permaneció donde estaba, impasible. La niña abrió la boca superando el límite de la mandíbula. Vomitó un revuelto de rugidos desafinados, incomprensibles.
Diego enloqueció, aceleró al escuchar aquel gorgoteo del infierno, saltó y falló, se estrelló contra la ventana que estaba cerrada. Se desplomó en el suelo.
El demonio sacudió los brazos, tiró con todas sus fuerzas. La pared tembló, pero las cadenas resistieron. Miriam se relajó y volvió a enfundar el martillo en su muslo, lo cubrió con su chaqueta de cuero.
La niña cayó al suelo de rodillas y enterró la cabeza en las manos.
—¡Papá! —sollozó. No era la voz ronca del demonio, era la de Silvia. Una voz dulce y desvalida—. Me has encadenado... ¿Por qué? ¿Estoy castigada? ¿Qué he hecho?
—¿Silvia? —El rostro de Mario se iluminó—. ¿Eres tú, hija? ¿Cómo estás? ¿Te encuentras bien?
—Me duele... —contestó la niña—. No me siento bien. Quiero irme, papá.
Mario dio dos pasos, se acercó.
—Se te pasará, cariño. Esta gente ha venido a curarte.
—¿Estoy enferma?
—Sí, pero no es grave.
—¿Por qué me has encadenado? Me aprieta. Quítamelas, papá. Llévame al médico —lloró, se sorbió la nariz.
—¡No! —intervino Miriam—. Es un truco. No es tu hija quien habla.
Mario dudó, buscó consuelo y consejo en los ojos de su mujer. Elena no se había movido, permanecía con la cabeza baja, como si no se atreviera a mirar.
—¿Estás segura? —preguntó Mario.
La centinela asintió.
—Tú mismo lo has visto hace un instante. ¿Crees que el demonio se ha ido así, sin más, en menos de un segundo?
Le costó, pero asimiló que era cierto. Mario no dijo nada, sus ojos se humedecieron.
—¿Qué demonio, papá? ¿De qué habla esa señora? Me estoy asustando.
—Es mejor que salgáis —les dijo Miriam a los padres—. Os confundirá, no la escuchéis. Todos deberíamos irnos. Ya hemos comprobado que las cadenas aguantan.
—No me dejes sola, papá, te lo suplico... —siguió rogando y llorando.
Miriam obligó al millonario a retroceder hasta donde se encontraba su mujer. La centinela abrió la puerta. El abogado estaba al otro lado, pálido, con los ojos desencajados.
—¿Qué ha sido ese estruendo?
—Llévatelos —ordenó Miriam señalando a Mario y a Elena—. Que descansen, lo necesitarán. Y tú, Álex, recoge al niño. Si se despierta aquí solo, se morirá del susto.
—A mí no me das órdenes, Miriam. No estás al mando.
—Empiezo a hartarme de ti. ¿Cuál es tu problema? No has ayudado a Diego y no me has explicado cómo pudiste llegar antes que yo a la habitación para ayudar al Gris. Escondes algo y no me gusta.
—¡No me toques! —gritó Álex. La centinela se puso en guardia en un acto reflejo, se llevó la mano al mango del martillo—. Cuidado, Miriam. No te metas en mis asuntos, te lo advierto. Mantente dentro de tu código de mierda y déjame tranquilo. Y si algo no te gusta, te jodes.
Y salió de la habitación. Tuvo cuidado de no tocar a la centinela, la rodeó al pasar a su lado.
—¿Dónde está Plata?
Miriam ayudó al niño a levantarse.
—No lo sé. —Cayó en la cuenta de que no lo veía desde hacía un buen rato—. Se habrá ido a cambiar, pero volverá. Ya le conoces.
Diego se dejó llevar fuera de la habitación. La centinela cerró la puerta y trazó una runa sobre ella.
—¡Mierda! —se quejó el niño—. Menudo chichón me ha salido. A lo mejor tengo alguna hemorragia interna. —Se palpó todo el cuerpo con ansia—. Tendré que hacerme un chequeo. ¿Me di muy fuerte? Podría padecer daños internos...
—No te pasa nada —dijo Miriam, asqueada—. Te está bien empleado por payaso.
—Estás disfrutando, ¿verdad? Mi tormento te causa placer...
—Presta atención, niño. He sellado la habitación. Diles a los demás que nadie intente entrar, enviaré a alguien a recoger al demonio.
—¿Te vas?¿A dónde?
—A cumplir con mi obligación. Voy a entregar al Gris a los ángeles, tal y como me han ordenado.
—Tenemos que hablar.
La voz surgió de la esquina, de las sombras, de un resquicio oscuro.
Sara giró el regulador de la lámpara, aumentó la luz. La oscuridad retrocedió y la figura quedó a la vista.
—¡Álex! Menudo susto me has dado. —La rastreadora miró a la puerta, estaba cerrada—. ¿Cómo has entrado? No he oído nada.
Álex se acercó a la cama.
—Tenemos que hablar —repitió.
El Gris se incorporó con dificultad.
—Aún no estás recuperado del todo —dijo Sara—. No deberías...
—A solas —la cortó Álex.
Ni siquiera la miraba, sus ojos estaban fijos en el Gris. Ella no importaba, solo era un estorbo, un incordio para el que no tenía tiempo.
—Déjanos, Sara —pidió el Gris—. Me encuentro mucho mejor —añadió adelantándose a la pregunta de ella.
La rastreadora se levantó de mala gana y abandonó la habitación. No pudo evitar lanzar a Álex una última mirada de desprecio antes de cerrar.
—Eres un imbécil —dijo Álex en cuanto estuvieron a solas—. Ni siquiera sé por dónde empezar —masculló. El Gris guardó silencio y esperó—. ¿Mataste a Samael?
—¿Ha venido Miriam? —preguntó el Gris.
Solo sus labios se movieron, su rostro no adoptó ningún gesto. El tono era el acostumbrado: indiferente, sin mostrar la menor preocupación o inquietud.
Álex no le ayudó a levantarse. Le observó inmóvil mientras el Gris comprobaba su pierna derecha. Le dolía, no soportaba bien el peso de su cuerpo.
—Si me preguntas por Miriam es que la esperabas —razonó Álex—. Si la esperabas, es que eres culpable.
—Imaginaba que la enviarían a ella.
El Gris dio un paso. La rodilla no aguantó, cedió al peso y se dobló.
—Levántate. —Álex no le tendió la mano—. Plata dijo que estuviste presente en la muerte del ángel. ¿Cómo se te ha ocurrido ocultarme algo así?
—No tengo por qué contártelo todo. No es asunto tuyo.
Se sentó en el borde de la cama y se masajeó la pierna. El dolor remitió un poco.