Read La biblia de los caidos Online
Authors: Fernando Trujillo
Miriam retiró el lado derecho de su chaqueta de cuero y se arrodilló sobre la pierna izquierda. Aflojó un poco el nudo que mantenía el martillo sujeto al muslo. Quería asegurarse de poder sacarlo con la máxima rapidez y suavidad.
No esperaba problemas con el Gris, pero no sería el primero en oponer resistencia a una detención. Sus órdenes eran tajantes, Mikael había sido muy explícito respecto a la forma de proceder en caso de que el Gris no aceptara su autoridad. Y Miriam no vacilaría en cumplir con su cometido. Ya había aprendido hacía mucho tiempo las consecuencias que conlleva un fracaso.
La primera misión de Miriam había sido detener a un falso cura que había ayudado a un fantasma a permanecer oculto en su iglesia. El sacerdote era un hombre obeso, de avanzada edad. Miriam se confió y eso fue un error. Tardó demasiado en desenfundar su arma y el fantasma la golpeó y se apoderó del martillo. Son muy pocos los fantasmas capaces de materializarse de manera continuada para poder sostener objetos, solo los más fuertes pueden hacerlo. Pero eso no era excusa. Ella debía de haber contemplado la posibilidad y anticiparse. Por suerte, recuperó su martillo y apresó al falso sacerdote, pero a los ángeles no les gustó que el arma de un centinela cayera temporalmente en manos ajenas.
El castigo fue brutal, ejemplar. La tuvieron colgada de las manos durante tres días, desnuda, y sin comer ni beber. Se hacía sus necesidades encima y apenas dormía unos minutos. El último día llegó Mikael, el ángel que se lo había enseñado todo. Arrastraba un látigo, largo y fino, apenas visible. Sara contó siete latigazos antes de perder el conocimiento, siete silbidos de fuego, de puro tormento, que le hicieron conocer una nueva dimensión del dolor. Al despertar encontró más de siete líneas rojas en su espalda, bastantes más. El ángel, su maestro, había continuado el castigo mientras ella pendía inconsciente, desangrándose.
Miriam no volvió a descuidar su martillo. Y no se iba a presentar ante un posible fugitivo sin estar preparada, aunque estuviera herido.
Terminó la revisión del arma y se incorporó. Se topó con un rostro serio y abatido, que no lograba ocultar la preocupación de su dueño.
—Quiero hablar contigo, centinela —dijo Mario Tancredo.
—No tengo tiempo.
—Mi hija está poseída por un demonio. —El empresario bloqueó el pasillo. Miriam se detuvo, apretó los labios.
—Yo no puedo hacer nada, lo siento.
Mario se mantuvo firme.
—Puedes escucharme un minuto. No es mucho pedir dado que el Gris está indispuesto y no irá a ninguna parte.
Miriam percibió el dolor en su voz, reprimido en su interior bajo toneladas de rabia y frustración. Un dolor que comprendía, con el que era fácil identificarse. Y sin embargo no era asunto suyo. Tenía órdenes que cumplir.
—Medio minuto —repuso.
—Bastará. Quiero salvar a mi hija. Nada más me importa...
—No soy una exorcista —le interrumpió—. Tengo una misión y no me puedo retrasar.
—No pretendo que expulses al demonio —aclaró Mario—. Ya tengo a alguien para eso, pero necesito que no interfieras. ¿Cuánto quieres por dejar al Gris acabar el trabajo?
—¿Dinero? ¿Quieres comprar a una centinela con dinero?
—Con mucho dinero —puntualizó el millonario—. Todos tenemos un precio. Di el tuyo.
—Es cierto que todos tenemos un precio —dijo Miriam—. Pero tú no puedes pagar el mío. ¿Crees que hay algo de vuestro mundo que me interesa? ¿Qué piensas que haría yo con tu dinero? ¿Comprarme una casa como esta? ¿Tal vez dedicarme a la moda y comprar cada nuevo modelo que saquen las grandes firmas? ¿Eso hace tu mujer? ¿Es esa tu idea de una mujer?
—Puedes gastar el dinero como te plazca. No me incumbe. Cómprate lo que quieras.
Miriam resopló con una sonrisa torcida.
—Lo que yo quiero no se puede comprar. No con dinero, al menos. Y tú no lo entenderías. ¡No insistas! Tus asuntos no me importan. El medio minuto ha terminado.
Al principio Mario no se apartó. Entonces, los ojos azules de Miriam relampaguearon, su melena se agitó y su brazo derecho se puso tenso. Entonces Mario retrocedió.
La centinela pasó a su lado sin mirarle siquiera. Apartó de sus pensamientos al millonario y se concentró en el Gris. Era el momento de comprobar si opondría resistencia, si desafiaría abiertamente a los ángeles. Miriam lo dudaba, el Gris no era ningún estúpido, pero había algo que no encajaba en esta ocasión.
No importaba que hubiera matado o no a Samael, el Gris debía saber que irían tras él, que Mikael estaría encantado de aprovechar la ocasión para aplastarle. Miriam hubiera apostado a que se ocultaría y trataría de escapar de algún modo, especialmente si era inocente, para ganar tiempo hasta que descubrieran al verdadero culpable. Sin embargo, el Gris no había huido. No le entendía..., y no le importaba.
La habitación estaba cerrada por dentro, el pomo no giraba. Miriam golpeó la puerta, llamó con un grito. Escuchó movimiento al otro lado, susurros, no le gustó. Con un suave tirón, extrajo el martillo. El primer golpe desencajó la puerta, el segundo la derribó, la convirtió en astillas.
La centinela entró en la habitación. Una triste lámpara de mesa despedía una luz escasa, que dejaba la estancia en las tinieblas. Captó un fugaz movimiento por el rabillo del ojo, a su derecha. Era el Gris, silencioso y discreto, apenas perceptible al amparo de las sombras. Y peligroso. Miriam empuñó con fuerza el martillo, se dispuso a atacar.
Entonces le llegó un silbido por el lado opuesto, por la izquierda. Volvió la cabeza y lo vio. No era demasiado tarde.
—Por fin te encuentro —dijo la voz de Plata a su espalda—. Venía a ofrecerte mi protección para ir al cónclave. No dudo...
Miriam no podía hacerle caso. Un puñal volaba directamente hacia ella, rasgando el aire que la separaba de Álex, quien lo acababa de arrojar. Debía girar el cuerpo e interponer el martillo en la trayectoria o estaría muerta. Era rápida, podía conseguirlo.
—... y te alegrarás de que te escolte por si te ataca un dragón —seguía Plata—. Su fuego es... ¡Maldición!
Tropezó. Miriam alcanzó a ver cómo caía sobre ella, interrumpiendo el movimiento de su arma. Los dos metros de estatura de Plata la cubrieron por completo y ambos cayeron al suelo. La centinela perdió el martillo, que rodó por el suelo.
Se sacudió de encima el cuerpo y se puso en pie tan rápido como pudo. Plata no se movía. El mango de un puñal sobresalía de su espalda. La hoja era de unos cuatro centímetros y estaba profundamente clavada a dos dedos de la columna vertebral.
Sonaron pasos a la derecha. Miriam no podía ocuparse de Plata, aún estaba en peligro. Tenía que encontrar su martillo.
Y lo hizo.
Su formidable arma estaba bajo la bota del Gris. Eso la dejaba indefensa.
Diego la vio a tiempo, pudo prevenirla, pero prefirió callar y estudiar su reacción antes de intervenir.
—¡Joder! —chilló Elena sacudiendo la mano.
Apenas había llegado a tocar el pomo de la puerta de la habitación donde estaba encerrada su hija. El niño se asomó detrás de la esquina tras la que se ocultaba.
—Duele un poco, ¿verdad? —dijo acercándose a ella—. Es como meter los dedos en un enchufe. Esa condenada centinela sabe lo que hace.
—Quiero ver a mi hija —exigió Elena con orgullo.
—¡Toma y yo! Debe saber un montón acerca del infierno —repuso Diego—. Por eso hemos venido a la habitación, pero no podremos entrar. ¿Ves ese símbolo tan chulo que hay dibujado sobre la puerta? Pues la mantiene cerrada, y es lo que te ha soltado esa descarga cuando has intentado abrirla. No te preocupes, se pasa relativamente rápido. Yo me he llevado tres.
Elena murmuró algo, maldijo. Estaba furiosa.
—Ha sido Miriam, ¿no? No puede impedirme ver a mi propia hija.
—Pues yo diría que sí. Es lo normal después de la que ha montado la criatura. ¿Qué esperabas? Miriam es una centinela, y muy cabezona.
—Encontraré la manera de entrar —se dijo Elena—. De todos modos no sé qué hago hablando con un mocoso.
—¡Eh! Un poco de respeto —dijo Diego, ofendido—. ¿Acaso te he insultado yo? Ni se me ocurriría. La verdad es que estás muy buena, ¿sabes?
—¡Pero qué dices, niño! —Elena se enderezó, frunció el ceño. El niño prosiguió con el descarado examen que estaba haciendo a las sensuales curvas de la mujer de Mario—. ¡Y no me mires así! ¿Cuántos años tienes? ¿Trece?
—Catorce. ¿Y tú?
—Veintiocho, demasiados para ti.
—¿Y eso qué más da? Tienes un cuerpazo —dijo el niño pasando el dedo gordo por el lunar de su barbilla—. Además, solo estoy mirando, no tienes por qué asustarte.
—¿Asustarme de un crío salido? Mira, si me enfadas, te azotaré hasta dejarte el trasero en carne viva.
—Hay a quien le gustaría eso —replicó Diego—. Ser azotado por una mujer como tú, de cuerpo perfecto, arreglada, que cuida su imagen. Pero yo no, no te inquietes. De todos modos, me gusta admirar la belleza. ¿Por qué te vistes de esa manera si no es para llamar la atención de los hombres? Sí, lo sé, soy solo un niño, pero te gusta que te miren, ¿a que sí? Por cierto, me he fijado en tus ojos, en cómo seguían a Álex. Apuesto a que con él no te pondrías tan violenta.
Elena se asombró de la capacidad de observación y deducción de Diego.
—No piensas como un niño. ¡Qué raro!
—¿Verdad que sí? Hay muchas cosas que no hago como un niño. —Sus ojos chispearon.
—¡Pues conmigo ni lo sueñes! —Elena se rio con desprecio.
—Qué creída eres. No me refería a eso, aunque siento curiosidad. Yo diría que tu marido es un tanto feo. ¡Qué coño! Es tan feo que quita el hipo. Y te saca unos añitos. El tío se lo ha montado bien. Y tú, tan bonita, con un viejo así... Es por la pasta, ¿no? ¡Qué típico! Y qué práctico. Los dos salís ganando. Pero después de ver cómo babeabas con Álex, me pregunto si el delincuente satisface tus necesidades. ¿Qué tal se lo monta el viejo en la cama?
Elena sonrió.
—Definitivamente, no eres un niño normal y corriente. ¿Eres otra rareza como el Gris?
Diego se sorprendió por la ocurrencia.
—¡Qué va, tía! Yo tengo alma, por desgracia. Me causa bastantes problemas, pero no lo puedo evitar.
—Pues tú y tu alma vais a dejar de molestarme. No pienso hablar de sexo con un mequetrefe de catorce años.
—Una lástima —se lamentó Diego—. Te veo muy tensa conmigo, irritada. ¡Que solo soy un niño! ¿No será por la falta de sexo?
—¡Ya me has cabreado! —se enfureció Elena.
Dio un paso hacia Diego con la mano en alto, mordiéndose el labio inferior. El niño cerró los ojos y se encogió para absorber el golpe.
La mano de Elena se detuvo cuando les llegó un fuerte estrépito desde el piso de arriba. Sonó como si echaran una puerta abajo. Diego abrió los ojos, sorprendido, y se topó con los de Elena. La rabia se había desvanecido del rostro de la mujer de Mario.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó ella mirando al techo, aún con la mano alzada.
—Averigüémoslo.
Huir era la única esperanza. Pero Miriam no era así, no era una sucia cobarde, era una centinela.
Sin embargo, necesitaba ganar tiempo. Desarmada no podía enfrentarse a Álex y al Gris, no tenía ninguna posibilidad.
Tal vez lograra cargarse a uno, al menos. Si la mataban, que no les saliera gratis. Debía decidir a cuál de los dos atacar antes de que lo hicieran ellos.
El Gris movió el pie que pisaba el martillo de Miriam. La centinela sabía que no lo tocaría. Nadie podía empuñarlo salvo ella.
—Creo que esto es tuyo —dijo el Gris lanzándole el arma con la bota—. Se te ha caído.
Miriam contempló el mango de su martillo con desconfianza. ¿Sería una trampa? ¿Un ardid para distraer su atención? Vigiló a Álex, no fuese a lanzarle otro puñal. Estaba quieto, con los brazos cruzados sobre el pecho.
La centinela alargó la mano, despacio, y recuperó su arma.
—¿Qué está pasando aquí? —preguntó
—Ha sido un malentendido —contestó el Gris.
Su actitud no era amenazadora. No daba la impresión de que fuera a resistirse a la detención. De hecho, devolver el martillo sería una auténtica estupidez si pensaba hacerlo. Lo que no entendía...
—Has intentado matarme —dijo la centinela a Álex y le apuntó con el martillo—. Me arrojaste el puñal por la espalda. Y me habrías dado de no ser por Plata.