La biblia bastarda (25 page)

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Authors: Fernando Tascón,Mario Tascón

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Histórico

BOOK: La biblia bastarda
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—Oye, Emilio, ya hemos visto que la copia de la Biblia no estaba en su lugar. Parece claro que alguien se la llevó, porque si hubiese sido un cambalache negligente, otro volumen estaría ocupando su lugar. El caso es que se ha estropeado mi parte del plan. Habíamos quedado en cambiarla de sitio, pero si tu amigo del
ABC
denuncia esto en su periódico, estaríamos hablando de un robo, no de un simple descuido de mis jefes. Además, podríamos ser sospechosos. Hemos entrado allí a escondidas y hemos implicado a mi amiga Mercedes.

—Sí, creo que lo más acertado será dejar el asunto como está. Pero ¿adónde habrá ido a parar la copia del código?

—No tengo ni la menor idea. Los robos no son habituales en la biblioteca.

—Tal vez podríamos echar una ojeada a los registros de las personas que hayan accedido…

—¿De cuánto tiempo me estás hablando? Ese libro lleva en la biblioteca muchos años. No sabemos cuándo lo robaron.

—¿Sabes qué te digo? ¡Basta de Biblias y de misterios por esta noche! Tómate ese cóctel, que ya estoy pensando en otro más tropical. ¿Qué tal un Anana Swing?

—Suena bien.

—Mejor que la orquesta, seguro.

Un par de horas más tarde, ambos habían llegado caminando a las puertas de la casa de María.

—Gracias por la compañía, Emilio. Te advierto que esta noche no me quedaré muy tranquila estando sola en casa.

—Si quieres, subo y me quedo contigo —se atrevió a sugerirle.

—¡No, intrépido! Me refería a que un hombre de tu habilidad con las ganzúas siempre representa un peligro para una joven.

—En fin, de camino a casa pensaré en otra a la que sorprender en camisón.

Emilio esperó una nueva sonrisa bajo aquel cabello rubio, ahora apagado por la apocada luz de gas, pero esta vez no se la había ganado.

—Hoy he aprendido algo que me puede servir en un futuro —reconoció la joven—: el día en que decida fugarme, contaré contigo para abrir las puertas que se me pongan por delante.

—¿Fugarte adónde?

—A donde me dicen los libros que debería estar.

—Lo siento, no leo tanto como para conocer ese destino —se lamentó él—. María, no te lo he dicho, pero gracias por ayudarme.

—Te veo mañana en La Española, a la misma hora de hoy. Invito yo, pero no esperes que entre en la barra a prepararte el café.

Ella estaba ya dentro del portal. La puerta se cerró y dejó a Emilio con un soniquete de pajarillos en los oídos. Preocupado por identificar su origen, acabó concluyendo que no eran los preliminares de una conquista amorosa, sino la reminiscencia de un cancán chillón interpretado por la ensordecedora orquesta del Nacional.

Capítulo
14
EL PALACIO DE INVIERNO

D
esde el interior del coche de caballos, la vista de la monumental capital de las Rusias hacía comprender mejor la tremenda proeza y crueldad de Pedro el Grande, quien, contra los impedimentos de la naturaleza y con un sacrificio sobrehumano en el que perecieron miles de trabajadores, había construido decenas de kilómetros de muelles alrededor del casi congelado río Neva y había creado una imponente ciudad en ambas orillas: la salida de Rusia al mar. San Petersburgo emergía de los profundos e inhabitables pantanos de Karelia, en los que, a golpe de oro, esclavos, sangre y latigazos, las edificaciones reemplazaron al fango.

Constantino von Tischendorf y Francisco Pérez llevaban un buen rato sin hablar, admirando desde las ventanillas del carruaje que los transportaba los palacios y los cientos de puentes que trenzaban una urbe llena de canales, ríos e islas. El esfuerzo para construir aquella capital tuvo que ser parecido al que iba a tener lugar en Egipto en breve para abrir el canal de Suez. Aquí el Nilo se llamaba Neva, también caudaloso y navegable, aunque en lugar de desembocar en el Mediterráneo, lo hacía en el golfo de Finlandia, en el mar Báltico, desde donde Pedro el Grande soñaba con dominar los océanos.

Caía un poco de aguanieve sobre las fachadas y los tejados, que ya estaban blancos debido a las precipitaciones de días anteriores. Por fin, avistaron el majestuoso porte del Palacio de Invierno, sólo deslucido por el revestimiento de estuco que le otorgaba un cierto aspecto despellejado; aunque poco a poco, como cada vez que llegaba el frío, las capas de nieve y el hielo iban enluciendo los desgarros. En aquella estación, el edificio hacía honor a su nombre.

En cuanto descendieron del coche y entraron al palacio, la servidumbre les ofreció un té caliente y un vaso de vodka que tomaron con los abrigos puestos. Sin más preámbulos, los condujeron hacia las habitaciones privadas de los zares. Dos miembros del servicio descargaron del carruaje tres voluminosos baúles que contenían los libros que iban a formar parte de la Biblioteca Pública Imperial. La Habitación China fue el destino de los invitados. Los sirvientes dejaron los arcones con los ejemplares en el suelo, delante de una mesa, y se dispusieron a permanecer firmes como única compañía de los recién llegados, haciendo guardia a ambos lados de la puerta. Francisco se aprestó a sacar los tesoros bibliográficos y a irlos ordenando sobre la mesa. Allí estaban aquellas joyas griegas, coptas, sirias y árabes que Von Tischendorf había comprado a lo largo del año que había pasado en Oriente. Entre ellas se encontraban al menos veinte palimpsestos que, bajo sus textos más recientes, escondían otros de antigüedad secular que los escribas habían borrado para poder volver a aprovechar un material tan escaso como era el pergamino, sobre todo el de buena calidad. Por último, con gran cuidado, el español sacó de la caja especial las hojas del Códice Sinaítico, que seguían envueltas en la misma tela que las había protegido en los últimos años. Aquel libro era la joya más celebrada de la valiosa colección y merecía un trato diferenciado. Mientras tanto, Von Tischendorf paseaba por la amplia y luminosa habitación cuadrada, en la que se abrían tres altos ventanales entre los que había dos espejos de marcos dorados. Las paredes mostraban dibujos de estilo oriental con árboles y unos pájaros a su alrededor que volaban libando las flores. El suelo, de madera brillante con patrones geométricos, y el techo decorado con preciosas pinturas contrastaban en color y en temperatura con el blanco níveo del exterior.

Era la tercera corte real que visitaba desde que en octubre, hacía más de un mes, había vuelto a Europa. Tras tomar tierra en Trieste se había dirigido con la mayor presteza posible a Viena y allí, en el palacio imperial de Hofburg, había mostrado la Biblia al emperador Francisco José I de Austria y a su esposa Isabel, conocida entre el pueblo como Sissi. Sin apenas descanso había ido a presentar a continuación el hallazgo a su monarca, Juan de Sajonia, que lo recibió en Dresde, ya que tenía gran curiosidad por ver aquel libro de cuyas noticias se habían hecho abundante eco los diarios europeos. Allí, en la capital sajona, Von Tischendorf avisó de su presencia a la legación rusa, que a fin de cuentas le había confiado la misión y el dinero correspondiente. El príncipe Wolkowsky estaba encantado de que el viaje hubiera logrado tan impresionantes frutos y lo organizó todo para que los zares pudieran recibir al alemán con todos los tesoros culturales que portaba. Pero Von Tischendorf anhelaba llegar antes a su hogar y hacer una escala de la que sólo le separaba un día.

Era ya finales de octubre cuando, exhausto, regresó a su casa en Leipzig y sus cuatro hijos y su mujer le recibieron. Durante las primeras jornadas se dedicó a repartir besos, regalos y cariños mientras jugueteaba largos ratos con la pequeña Catalina. Al tercer día, después de ponerle al tanto de las novedades, su esposa recordó un recado que había recibido para él.

—Por cierto, Constantino, lo había olvidado: en un hostal cercano a la universidad se aloja desde hace quince días un español llamado Francisco Pérez. Nos ha enviado un mensaje en el que decía que te estaría esperando.

¡Francisco! ¡Aquel tenaz español había conseguido llegar hasta allí! Von Tischendorf se alegró. Ya tenía compañero de viaje para irse a Rusia y a alguien de confianza con quien trabajar estrechamente. Tras su estancia de casi un año en El Cairo se le hacía cada vez más desagradable la idea de subir al norte durante el invierno europeo. Echaba de menos las horas de sol y las temperaturas cálidas. Leipzig era fría, pero San Petersburgo podía ser mucho más desapacible. A pesar de todo, la presencia de Francisco le animó. Al día siguiente fue a buscarlo al pequeño hotel en el que se hospedaba. Hizo sonar la campanilla de la recepción y una mujer salió a recibirle.

—¿Qué desea? —preguntó.

—¿Se aloja aquí Francisco Pérez?

—¿El cocinero?

—Supongo, aunque no sé en calidad de qué está en esta posada. Se trata de un español al que conocí en El Cairo.

—El mismo. Llegó hace unos días y hemos descubierto que es un artista de la cocina. Se ha corrido la voz y nunca hemos tenido tan solicitado el comedor. Ahora mismo le aviso. ¿De parte de quién?

—Soy Constantino von Tischendorf.

—¡Ah, claro! No deja de mencionarle. Usted es la eminencia de la Universidad de Leipzig que ha encontrado la Biblia más antigua del mundo allá en Oriente. Espere un segundo, voy a buscarle.

La recepcionista se fue hacia la parte trasera de las dependencias y al cabo de un momento, secándose las manos con un trapo de cocina, apareció Francisco. Ambos se abrazaron.

—¡Profesor! ¡
Guten Tag
! No sabe cómo me alegro de verlo. ¿Qué tal ha encontrado a su familia? ¿Ha llegado hace mucho? ¿Y el viaje? ¿Y el libro?…

—Francisco, yo también me alegro mucho —dijo Constantino mientras miraba de arriba abajo al español, como asegurándose de que era el mismo hombre con el que había trabado amistad en El Cairo—. No sé si estará preparado para seguir con el viaje, porque me han dicho que por aquí aprecian sus habilidades en la cocina. ¿Les ha hecho las tortitas que cocinaba en El Cairo?

—Tengo que decirle que en su tierra son muy amables y saben valorar el arte culinario internacional. Les he cambiado el coste de mi estancia por mi trabajo de cocinero y creo que están contentos, pero mis nuevos jefes saben que le estoy esperando y que, si usted sigue con la idea, abandonaré el hostal para acompañarle a Rusia y ayudarle en todo lo que pueda.

—Creo que serás la compañía perfecta para lo que resta de viaje. Hemos de prepararnos, porque me gustaría partir lo antes posible. Tenemos el invierno encima y debemos intentar llegar antes de que aquellos helados caminos se hagan intransitables.

Pocos días después se lanzaban a recorrer otros dos mil kilómetros de distancia. Ahora, por fin, se encontraban en aquella singular habitación de la corte de San Petersburgo.

Se oyó un leve ruido proveniente de los salones contiguos. Entonces vieron que los sirvientes estiraban sus cuerpos acentuando la posición de firmes. Se abrió la puerta que daba acceso a las dependencias más privadas y la voz de uno de los lacayos anunció la entrada de los zares. Atravesando las barrocas hojas de madera apareció Alejandro II, de traje militar; vestía una casaca negra con pechera y mangas rojas, y entre sus condecoraciones resaltaba en el cuello la cruz de la Orden de San Estanislao de Polonia. Completaban su atuendo unas brillantes botas azabaches con espuelas y unos pantalones de uniforme también brunos. Agarrada a su brazo iba la zarina, María Alexandrovna, y tras ellos, más de dos docenas de miembros de la corte, incluidos cuatro de sus siete hijos y sus correspondientes cuidadoras.

—¡Su alteza Alejandro II! —tronó de nuevo la voz de un sirviente mientras los recién llegados se acomodaban en sus asientos.

—Bienvenido, profesor —dijo el zar, que lucía un poblado mostacho que descendía a ambos lados de su boca hasta encontrarse con sus patillas—. Según me ha anticipado el príncipe Wolkowsky, nuestro representante en Dresde, va usted a sorprender a esta corte con la trascendencia de sus descubrimientos. Háblenos de su viaje, por favor, y no ahorre detalles. Nos interesa saber de Egipto y de Oriente, y también que nos cuente la historia de esos importantes libros que nos trae para la Biblioteca Imperial.

Algunos de los ejemplares pasaban con mucho cuidado de mano en mano en tanto Von Tischendorf contaba su historia. También dispusieron una mesa para poner en ella los manuscritos más deteriorados y que todo el mundo pudiera observarlos sin tener que tocarlos. Así fueron pasando las tres horas que dedicaron a aquella impresionante lección de historia antigua y, sobre todo, al análisis del manuscrito más arcaico del cristianismo.

—Un mensaje del príncipe Wolkowsky, mi ministro en Dresde, me dice que los monjes de Santa Catalina sólo nos han prestado el códice mientras lo copiamos —comentó el zar.

—Así es, majestad, pero estamos haciendo todos los esfuerzos para que nos lo cedan de forma permanente o nos lo vendan. Toda la diplomacia rusa en Oriente está trabajando en ello, aunque las dificultades para ocupar un trono arzobispal vacante de la Iglesia ortodoxa del Sinaí lo están complicando.

Las cabezas de los miembros del séquito imperial se movían con el mismo respeto hacia uno y otro interlocutor.

—¿Lo ve posible, profesor? No quisiera tener que devolver el códice, pero tampoco deseo que acusen al soberano de Rusia de robar pergaminos como si se tratase de un vulgar ladrón de tesoros de los que abundan hoy en día en El Cairo.

—Todos los monjes guardan un increíble respeto a su majestad. Sin su mediación ni siquiera hubiéramos encontrado el manuscrito. Yo creo que, en cuanto resuelvan sus propios problemas, no dudarán en convertir en permanente lo que es ahora un préstamo. Mientras, mi ayudante y yo seguiremos realizando los estudios necesarios para asegurarnos, entre otras cosas, de que es la versión más antigua que se conoce de una Biblia griega. Tengo que pensar en una notación para situarla en la lista cronológica de Biblias por delante del Códice Alejandrino, que es hasta la fecha el más arcaico y tiene asignada la letra A. Quizá utilice un número.

—¿Y por qué no utiliza «Aleph», la primera letra del alfabeto hebreo? Según nos ha contado antes, se trata de una traducción directa al griego de otra Biblia en ese idioma.

—Alteza, me parece una indicación muy apropiada e inteligente —respondió el alemán, entre sorprendido y aliviado por la sugerencia—. De hecho, he de revelarle que esa letra aparece en una nota que encontré entre sus páginas. Tal vez fuese una premonición.

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