Read La biblia bastarda Online
Authors: Fernando Tascón,Mario Tascón
Tags: #Intriga, #Aventuras, #Histórico
Una mano lo aferró por el cinturón de la gabardina y su rodilla hincó el suelo. Tras ese primer desequilibrio, el resto del cuerpo marchó de bruces y rodó unos metros hasta quedar tumbado. Con el torso pegado a un enlosado nada reluciente y sin poder mover la cabeza para buscar otra escapatoria, vio cómo una bota le pisaba con fuerza la mano derecha. El frío no hacía más que acentuar el dolor.
—¡Quieto ahí, cabrón! ¡Ni te muevas! —dijo una voz entrecortada por sonoros resoplidos.
—¡Eso, que nos vamos a cobrar esta carrera! —añadió otro.
El tercero, más expeditivo y menos locuaz, le dio una patada seca en el muslo.
La bota que lo aprisionaba y lo poco que su incómoda posición le permitía atisbar le desvelaron que lo había atrapado una cuidada selección de falangistas, aquellos de los que no había hablado precisamente primores en sus últimos artículos.
—Ahora, el periodista nos va a escuchar con mucha atención —prosiguió la primera voz, que Emilio no reconocía.
—Espera, vamos a llevarlo a un sitio más cómodo —dijo el segundo, con voz de niño consentido.
El tercero, que siempre apostillaba, le propinó un nuevo puntapié en el mismo dolorido muslo de antes. A medida que se recuperaba del agotamiento físico, Emilio comenzaba a reaccionar y a hacerse una idea de las sombrías circunstancias que le rodeaban. El mal humor con el que aquellos tipos habían comenzado su caza hacía unos minutos no había hecho más que acrecentarse.
—¿Te importaría liberarme la mano? —pidió—, vas a sufrir una fascitis plantar en el pie.
Por suerte, el de las patadas no pilló el doble sentido. El que mandaba, sí: apretó aún más.
—¡Muy gracioso el periodista! Verás cómo vas a ser tú el que necesite alguna que otra escayola.
Emilio maldecía para sus adentros esa tentación incontenible de soltar todo lo que se le venía a la cabeza cuando el resto de su cuerpo le suplicaba por piedad que estuviese callado. Mientras tanto, lo arrastraron hacia una farola que el ayuntamiento había dejado morir de asco. Allí, casi a oscuras, empujaron su espalda contra el poste y uno de ellos, el grandullón que sólo pronunciaba coces, le sujetó los brazos desde atrás. Su torso, su rostro y otras partes más vulnerables del organismo estaban ahora a merced de los otros dos fascistas, aunque uno de ellos, el gordito de pelo engominado y voz aflautada, se apartó algunos metros para comprobar que no había nadie en las inmediaciones.
—¡Así que el osado redactor de
La Voz
se ha puesto a meter las narices donde no le llaman! —dijo el joven rubio, cuyos ojos se escondían tras un flequillo lacio y oscilante como la cuchilla pendular de un potro de tortura. Su respiración agitada estaba cada vez más cerca del rostro de su víctima—. Vamos a ver si por las malas te hacemos comprender que hay asuntos que se escapan de tus atribuciones. ¿Vas entendiendo?
—Eso mismo me dijo un fraile cuando tenía dieciséis años y no pudo corregirme, a ver si a vosotros se os da mejor —respondió Emilio, tan incontinente como siempre, que recibió un puñetazo en los riñones desde atrás.
El rubio no quería mancharse con la somanta. Introdujo la mano en el bolsillo del abrigo y comenzó a extraer objetos que el periodista fue incapaz de reconocer hasta que el fascista los puso con delicadeza sobre el suelo. Frente a él, encima de la acera, había depositado un guante de cuero, un puño de hierro, una cachiporra de pequeñas dimensiones y una porra reglamentaria con alma de cable. Podrían parecer herramientas caídas del camión de reparto de una ferretería si no fuese porque su propietario se había cuidado de disponerlas en una impecable hilera, a igual distancia una de otra. No era necesario ser un sagaz periodista para reconocer a un sádico matón.
—¡Sujétalo bien! —le pidió al que permanecía detrás, que cumplió la orden con sobrado celo.
El rubio se colocó el guante en una mano e introdujo sus dedos en el puño de hierro, que formaba un ondulante relieve de nudillos relucientes. Lo oprimió contra el rostro del desvalido periodista mientras seguía advirtiéndole.
—Entonces, ¿vas a dejar de hacer preguntas sobre asuntos que no te conciernen?
—Habla con mis jefes, diles que me destinen a los anuncios clasificados y ya no habrá preguntas.
La ironía se le cortó en seco cuando el puño retrocedió para tomar un impulso feroz que le alcanzó la mandíbula.
—He masacrado a payasos más graciosos que tú… —comenzó a decir el jefe de la banda cuando el de atrás, por fin, habló con una pronunciación trapajosa.
—¡No le hagas marcas, recuerda que es lo que nos piden!
—Calla, idiota. ¿Me vas a enseñar a mí a trabajar? Voy a terminar de moldear a este andrajo de republicano. ¡Cagatintas! ¡Juntaletras! ¡Lameculos!
—Para ser tan simple, manejas muy bien las compuestas —acertó a decir Emilio, cuyas palabras intentaban esquivar los hilos de sangre que corrían ya por su boca.
El cabecilla, impertérrito ante la causticidad del periodista, se deshizo del puño metálico y volvió a dejarlo en la acera. Agarró la porra más larga, apuntó al pecho y sacudió de nuevo con todas las ganas.
—¡Ni una sola pregunta más! —le exhortó de nuevo al periodista, antes de asestarle otro golpe con su nuevo juguete, esta vez en la boca del estómago—. ¡Ni una sola pregunta!
Emilio ya no tenía aliento para sarcasmos. El instinto de supervivencia comenzaba a vencer a su natural imprudencia. En ese momento, se oyó la voz eunuca del gordito.
—¡Viene alguien!
—¡Pues despáchalo! —repuso con sequedad el jefe.
—¡Se acerca…! —insistió el rollizo—. ¿Adónde va usted? ¡Lárguese de aquí si no quiere problemas!
A pesar de la escasez de luz, Emilio distinguió la figura de un hombre alto y fornido; llevaba una mano en el bolsillo mientras con la otra sostenía una pistola con la que apuntaba al falangista gordo.
—¡Está armado! —advirtió éste, mientras comenzaba a retroceder.
El periodista notó cómo sus amarras se soltaban. El grandullón de atrás quería ver qué pasaba. El jefe seguía frente a Emilio, con evidentes ganas de rematar su faena. Una voz profunda resonó en la callejuela del Río.
—¡Váyanse o empiezo a repartir plomo!
Los tres fascistas se miraron entre sí. El rubio ladeó la cabeza, señalando la salida del callejón. Estaba invitando a sus compinches a abandonar aquel sitio.
—¡Nos hemos quedado con tu cara! ¡Te la voy a desfigurar el día que no tengas una pistola tan a mano! —le prometió al desconocido—. ¡Y tú, Emilio Ruiz, recuerda: nada de preguntas si no quieres que convierta tus tripas en engrudo!
Corrieron los tres hacia la calle de Fomento, en donde sus cuchicheos y maldiciones dejaron de sonar poco después. Reclinado en el suelo y molido a golpes, Emilio no tenía las fuerzas suficientes para volver a correr o para hacer frente a otro ataque. La silueta que se le aproximaba no permitía augurar un final de noche placentero. ¿Se acercaba por fin un ángel exterminador para acabar con sus penurias mundanas?
Cuando aquel mastodonte se situó frente a él, con la pistola por delante, sacó un pañuelo del bolsillo de su abrigo… ¡marrón y de grandes solapas! El corazón de Emilio empujaba su pecho cual si hubiese criado dentro un parásito diabólico al que le hubiese llegado la hora de salir a ver mundo. Su instinto le hizo suponer que el pañuelo que le acercaban al rostro vendría empapado con alguna droga pensada para amodorrar su muerte, pero el fragmento de lino sirvió en realidad para enjugar la sangre que salía de su boca. A los ojos del apaleado Emilio Ruiz, aquel gesto fraternal convirtió al ángel de la muerte en el ángel de la guarda.
—¿Está bien? —le preguntó el individuo.
—Como recién salido de la rotativa del periódico. ¿No va a rematarme?
—No.
—¿Quién es usted? Lo he reconocido, me ha estado siguiendo estos días.
—¿Qué querían? —inquirió aquella voz, que, como le había dicho María, tenía un velado acento exótico, tal vez oriental.
—Que no hiciese más preguntas.
—¿Sobre qué?
En medio de un reguero de babillas sanguinolentas que empapaban el pañuelo, aún doblado, no salió palabra alguna. Aquellos tres matones le prohibieron investigar, pero no le indicaron qué era aquello en lo que no debía entrometerse.
—No lo sé —respondió, consciente de que su negación resultaba poco verosímil—. Y usted, ¿lo sabe?
—Ande con cuidado —fue lo único que dijo aquel robusto personaje antes de irse.
A
lejandro II acababa de firmar el documento más importante de su reinado, una nueva Constitución para Rusia, pero no sentía nada especial. En cambio, su ministro del Interior, Alejandro Melikof, respiraba más tranquilo mientras se llevaba los papeles del despacho.
Años de movimientos sociales, el peso de los liberales populistas y el fracaso social de la guerra con Turquía, a pesar de la victoria militar rusa, habían conseguido que una Constitución renovada pareciera una buena válvula de escape para aminorar la presión de la caldera en la que se había convertido el sentir del pueblo.
—Majestad, con esta Constitución, Rusia acabará el siglo
XIX
preparada para encarar el
XX
—le decía Melikof.
Alejandro, cansado de los conflictos armados y marcado por los frecuentes intentos de magnicidio a los que había sobrevivido en los últimos años, tenía sus ojos entretenidos con otro papel, la nota privada y urgente que acababan de dejarle en su mesa de parte de su nueva esposa, Catalina Dolgoruky:
Petit Cucú:
Espero que esta noche durmamos juntos como gatos otra vez. Será muy dulce y divertido. Fluyamos hoy de nuevo por lo menos tres veces uno dentro del otro bailando nuestro «bingerle».
Siempre contigo.
Nunca firmaban aquellas cartas con sus verdaderos nombres, y a él le encantaba que le llamara «Cucú» y «Sasha». «Bingerle» era su palabra clave para decir «sexo». Alejandro estaba harto de la hipocresía de la corte, que no acababa de aceptar a Catalina como su legítima esposa por haberse casado con ella al mes de enviudar de la zarina y a pesar de que vivía en palacio con sus hijos desde hacía años. Su séquito murmuraba, insinuaba que Alejandro había maltratado a su difunta trasladando a la amante y a sus vástagos al piso de arriba mientras ella agonizaba en el de abajo. Las malas lenguas llegaban a decir que lo hacía para que oyera sus orgasmos y la humillación ayudara a la tuberculosis a darle fin.
La recién fallecida zarina siempre consintió la infidelidad de su marido. Conocía bien a Alejandro, que también había estado perdidamente enamorado de ella. Cuando él era todavía menor de edad, el soberano pasó por encima de los deseos de sus padres, que querían imponerle otro enlace, para casarse con ella, María Alexandrovna, cuyo nombre de soltera había sido María de Hesse. Por eso sabía que si su esposo estaba obsesionado con Catalina no había nada que hacer salvo tolerar y callar. María había muerto finalmente el verano del año anterior, en 1880. Antes de fallecer le pidió a Alejandro que se acercara con los hijos ilegítimos de su concubina y los bendijo.
Pero, para el monarca, su verdadera esposa desde hacía años era Catalina. No tenía nada que justificar ante los hombres, y menos ante sus cortesanos. Ella había estado esquivándolo desde que se conocieron, cuando tenía sólo doce años. Era una de las hijas del fallecido príncipe Dolgorukov. Ante la ruina de su familia, los propios Romanov, representados por su principal miembro, el emperador de Rusia, se hicieron cargo de su educación. Cinco años después, tras una visita oficial al Instituto Smolny para doncellas nobles, empezó la verdadera persecución. El monarca iba a buscarla siempre que podía y la llevaba a dar largos paseos en su carroza sin lograr que la joven consintiera en ser su amante. Pasaron así años de deseo reprimido.
Su primer encuentro secreto tuvo lugar en el aislado pabellón de Babigon, próximo al palacio. Aquel día, por fin, Catalina aceptó. Jugaron y bailaron por los rincones de las salas, y ella se desnudó para él. Ambos acabaron retozando juntos sobre una alfombra. Alejandro, nervioso y afectado por haber pasado tantos años conteniendo su pasión y por lo inesperado de la situación, empezó a respirar entrecortadamente y, apenas aquella mujer de cuerpo ágil, ojos algo rasgados y trenzas castañas agarró su verga con una mano y la acarició con los dedos de la otra, él eyaculó y empezó a temblar como un adolescente. Entonces, ella se irguió encima y le besó los testículos hasta conseguir que el zar volviera a tener erecto su miembro y, para su propio asombro, en pocos minutos su semen fluyera de nuevo entre resuellos en el interior de la doncella mientras ella sonreía. Él estaba exultante y perdidamente enamorado. En aquel momento tenía cuarenta y siete años; ella, veintiuno.
Se despidió de rodillas, como un exhausto y sudoroso semental que acababa de encontrar la horma de sus apetencias en aquella joven a la que había hecho el amor apasionadamente muchas veces en sus pensamientos, en sus masturbaciones y, por fin, encima de su carne, sorbiendo sus labios y lamiendo su piel en la soledad de aquel pabellón que su guardia protegía celosamente. Avergonzado por no haberle dado placer a aquella hembra y enajenado por sus dos orgasmos, prometió amor eterno:
—Hoy no soy libre, pero te juro que el día que lo sea me uniré a ti. Desde ahora te considero mi esposa ante Dios y te bendigo.
No era Alejandro hombre de palabras vanas, y años más tarde cumplió con su promesa: un mes después de la muerte de su legítima esposa, se casó con Catalina y la nombró princesa Yurievskaya, aunque durante la relación posterior a su primer encuentro ya habían tenido sus cuatro hijos.
Al lado de la nota de amor que le traía tantos recuerdos tenía otro sobre que contenía un mensaje más inquietante. Lo abrió de nuevo y sacó un papel. A través del jefe de la policía, la organización secreta
(la Voluntad del Pueblo) le había hecho llegar una sola y contundente frase: «Morirás en marzo». Hoy era el primer día de ese mes.