Read La biblia bastarda Online
Authors: Fernando Tascón,Mario Tascón
Tags: #Intriga, #Aventuras, #Histórico
Alejandro, que había sobrevivido a seis atentados, guardó la carta y se dirigió hacia su biblioteca particular. Levantó la tapa de un arcón, abrió el Códice Sinaítico, que estaba dentro, y metió entre sus páginas el amenazador anónimo; con ese gesto pretendía conjurar el mal. El interior de aquel libro contenía varios avisos más. Cada furtivo ultimátum que llegaba a sus manos terminaba entremezclado con la palabra de Dios para que lo protegiera. ¿Qué eran las advertencias intimidantes de los hombres ante la omnipotencia protectora del Padre? Nada. No obstante, tras reflexionar un instante, decidió que no debía abusar de los dones del Altísimo. Esta vez sacó el sobre de entre las hojas de la Biblia y lo dejó en la mesa.
Cada vez que veía aquellos pergaminos con la palabra revelada que ahora formaban parte de la grandeza de Rusia, recordaba al fallecido profesor Von Tischendorf, aquel estudioso aventurero que trasladó hasta su país el original, y que también concibió y preparó aquella monumental edición facsimilar con la que impresionaron a todas las casas reales de Europa, desde la prusiana a la española. En cada una de las bibliotecas nacionales de los países más importantes de Occidente había un ejemplar del Códice Sinaítico Petropolitanus, una edición especial en papel que imitaba los pergaminos originales, precedida por una introducción larga y profunda del profesor, quien, nadie sabía bien cómo, había podido estudiar otro códice similar, el Vaticano, para encontrarse con el mismo problema: la Biblia original no coincidía con la que las Iglesias leían desde hacía siglos. El ya anciano catedrático había dedicado buena parte de sus esfuerzos a documentar lo que para él, en un colosal intento de defender su descubrimiento, eran descuidos de los transcriptores, aunque para los ojos de cada vez más personas interesadas se trataba de una muestra documentada de lo que podría haber sido la mayor manipulación organizada de un documento para adecuarlo a las necesidades doctrinales de la Iglesia.
Seis años atrás, apenado, el embajador ruso en Dresde avisaba con un telegrama de la muerte de Constantino von Tischendorf, al que, ya en vida, el zar había recompensado por sus servicios con dinero y títulos. Diez años después de su último viaje a Egipto, el investigador de textos sagrados había convencido a los monjes de Santa Catalina para que le vendieran el libro a su majestad a cambio de nueve mil rublos de plata. Aquello que ni las amenazas diplomáticas ni las presiones de los agentes pudieron lograr, lo había conseguido la perseverancia de un estudioso. Fue necesario mucho tiempo, decenas de cartas llenas de argumentos, y que se desbloqueara la sucesión del arzobispo del Sinaí tras una década de caos en aquella iglesia, pero la propiedad era ahora incuestionable. Allí estaba también el certificado con el que los monjes otorgaban la propiedad definitiva al Imperio ruso.
Al cerrar el códice, el zar recogió, nostálgico, un legajo de papeles de un hueco del arcón. Entre ellos se encontraba la carta que le había enviado Angélica von Tischendorf, la esposa del biblista, con motivo de su fallecimiento y en respuesta a los mensajes y detalles que tuvo Alejandro II con ella y su familia en las honras fúnebres y el sepelio de su marido. Abrió aquel sobre, sintiéndose orgulloso al comprobar que podía leer con facilidad una lengua que todavía no había olvidado. La viuda le daba cuenta del agradecimiento familiar y del cariño que Constantino siempre había profesado a su protector. También reproducía unas palabras del estudioso —«la Providencia ha dado a nuestra generación la Biblia sinaítica, para que sea una luz clara y completa en cuanto al verdadero texto de la palabra escrita de Dios y por ayudarnos a defender la verdad estableciendo su auténtico contenido»—, y le pedía que no dejara caer en saco roto los múltiples esfuerzos que había realizado su esposo hasta la muerte. Von Tischendorf había terminado sus días obsesionado por que aquel importante descubrimiento no acabara convirtiéndose en el arma que los enemigos de Cristo utilizaran para acabar con la credibilidad de su doctrina. Por ello, Angélica le suplicaba al zar que la corte rusa siguiera apoyando la línea de investigación que su marido había desarrollado, encabezada ahora, ya en solitario, por el español.
Pero llegó la brutal matanza y Francisco Pérez, que se había encargado de la edición del facsímil del códice bajo la supervisión de Von Tischendorf y que siguió ya en solitario con las investigaciones los últimos años, ahora era una más de entre las víctimas mortales en el sangriento y multitudinario atentado que, en pleno comedor del Palacio de Invierno, acababa de segar la vida de 67 personas, entre soldados y servidumbre. El zar y los suyos se salvaron porque Alejandro se había entretenido solazándose con su esposa. Unos minutos después y la familia imperial hubiera perecido también.
La masacre, audaz en la concepción y valiente en la realización, había sucedido en el lugar más vigilado y seguro del imperio y, por supuesto, estaba firmada por la Voluntad del Pueblo.
Francisco había sabido ganarse la confianza del zar no sólo por sus trabajos con el códice, sino también por la multitud de habilidades que atesoraba y la cantidad de idiomas que hablaba. Pero, sobre todo, por aquel té que aumentaba la potencia sexual, hecho con polvo seco de escorpión y algunas hierbas secretas que el español aseguraba haber aprendido a mezclar en Egipto, entre los beduinos Yabaliya. Aquella infusión se había convertido, sin duda, en su pasaporte para el agradecimiento eterno del zar.
Pérez había llevado a Rusia a su hijo. Tras dos años de aprendizaje trabajando en algunos de los mejores hoteles de Lisboa, cerca del lugar de origen de la familia, y otros tantos en París aprendiendo todos los secretos para ser un gran
maître
de hotel, el joven Francisco Pérez no necesitaba ya de la tutela de su padre para ascender puestos entre el servicio. Al igual que su progenitor, hablaba varios idiomas, a los que, como era natural, se añadió el ruso. Se destacó aquel joven como uno de los más expertos mayordomos del palacio, donde atendía directamente el servicio de Catalina y de sus hijos. Su padre estaba orgulloso, ya que no sólo él había conseguido vivir en la morada de los zares, sino que su vástago también había sido capaz de seguir su huella y se había convertido en una de las personas de confianza de la princesa, que se fiaba más de aquel hombre, procedente del sur de Europa y con una educación cosmopolita, que de los miembros de la nobleza, quienes sólo la miraban con desprecio.
Alejandro estaba obsesionado con aquella Biblia. Acabados todos los trabajos de edición y publicado el facsímil en el mismo año en que abolió la servidumbre en Rusia, la había hecho llevar a sus habitaciones privadas junto con los escritos que documentaban su descubrimiento y su historia. Allí compartía con su amada la devoción por aquellos textos sagrados en los que un matrimonio, por morganático que fuera según los tratados de derecho del imperio, era en cambio completamente aceptado ante el Supremo Hacedor. Tras hacer el amor, ambos, solos y desnudos, rezaban juntos de rodillas ante la Biblia porque sabían que Dios los amparaba. Alejandro daba gracias por todo, especialmente por haber encontrado el amor de su vida y por tener la potencia suficiente para amarla y poder satisfacerla varias veces al día. Sólo esperaba no sufrir una nueva separación, como había ocurrido años atrás, cuando hubo de alejarse de su amada a causa de las contiendas turcas.
Catalina le leía en el lecho pasajes del Antiguo Testamento que a veces le traducía al francés. En los labios de su amada, las palabras le sonaban a música. Cerraba los ojos y con aquellos arrullos se dormía. Era feliz teniendo en sus habitaciones sus tesoros más preciados: los textos sagrados y su amor.
El monarca salió de la biblioteca y atravesó la puerta que le llevaba a la estancia en la que se encontraba Catalina.
—Hola, mi amor —dijo el zar.
—Sasha. ¡Qué alegría! No te has ido. Me has hecho caso. Sigo teniendo una gran angustia que me oprime el pecho. Hoy va a ser un mal día. Te lo he dicho al levantarnos, lo sé, lo presiento.
—No puedes estar siempre así, Cucú. Te encuentras muy afectada, aunque no me extraña después del atentado en el comedor de palacio. Ya parece que no puedo estar seguro ni en mi casa, pero todo está bien. Me tengo que ir, amor, pero ya sabes que no puedo estar ni un minuto sin verte.
—¿Sin verme desnuda, quieres decir, Sasha? —le dijo con picardía.
—Sin verte desnuda, amor. —El zar sonrió—. ¿Posarás de nuevo para mis dibujos? Quiero un apunte de tus ojos y de tus pechos para llevarlo en el bolsillo de mi uniforme. Ninguna bala podrá atravesarlo.
Ella se quitó el
déshabillé
transparente que la cubría mientras Alejandro tomaba un cuaderno y se afanaba con los lápices.
—Sasha, quédate conmigo hoy. Hagamos el amor. Tengo un mal presentimiento: he soñado con sangre y nieve.
—Todavía estás afectada por el último ataque, mi vida. Todos los implicados están detenidos, no va a pasar nada. Al zar le protegen sus cosacos.
—Lo sé, Sasha, pero cada vez que sales tengo un escalofrío.
—Volveré pronto, mi vida —prometió en tono tranquilizador—. Y cuando regrese daremos un paseo y realizarás para tu zar uno de esos mágicos trucos que sabes hacer con tu boca por escondidas habitaciones mientras la guardia se apuesta junto a la puerta.
—¡Alejandro…! —le reprendió.
—Mejor… ¡hagámoslo ahora!
Tiró al suelo el papel y los lápices mientras se deleitaba con el cuerpo desnudo de la princesa. Se acercó a ella, la besó en la boca y, asiéndola de los hombros a la vez que le lamía el cuello, la giró y la dobló por la cintura con cuidado. La tomó por detrás y la poseyó, y el anónimo, mientras tanto, se borraba de su mente letra a letra en cada impulso, en cada embestida.
Llegó tarde pero el zar almorzó en el palacio de la Gran Duquesa como estaba previsto y al salir emprendió el camino hacia su residencia. Avisado por la policía de la posibilidad de atentados si transitaban por las calles principales, se dirigieron hacia la ribera lateral del canal del Neva. La comitiva de la carroza real se completaba con una escolta de siete cosacos seguidos por dos trineos.
Nadie la había visto, pero la joven revolucionaria Sofía Perowskaya permanecía atenta al otro lado del cauce. Hizo una señal con un pañuelo a sus tres compañeros para advertirlos del nuevo rumbo. Rysakov, uno de los ejecutores, apostado en el punto más estrecho de la calle, lanzó rápidamente una caja de chocolates que escondía un artefacto explosivo. Tras unas décimas de segundo en las que, horrorizados, los escoltas fueron conscientes del peligro, la bomba estalló.
El explosivo lanzó metralla hacia todos los lados y acabó con los caballos y con alguno de los escoltas, pero el zar resultó ileso. Alejandro, salpicado de sangre y vísceras, casi sordo por el estruendo, bajó del carruaje pisando nieve y cuerpos y, aún aterrorizado, se armó de valor para mirar a los ojos al activista, que estaba tumbado casi inconsciente y cubierto de sangre, y preguntarle:
—¿Quién eres?
Muerto de miedo, sin atreverse a cruzar su mirada con la máxima autoridad rusa, el atacante contestó mecánicamente, consciente de que iba a morir.
—Rysakov, a las órdenes de su majestad imperial.
¡Qué tristes vasallos, que hasta en su último segundo de existencia y tras atentar contra aquel que más odiaban, eran incapaces de morir con gallardía! ¡Qué diferente este rostro cobarde del de Osmán Pachá, jefe de las tropas turcas, cuando se entregó y lo llevaron ante él, señor de las Rusias! El turco no bajó los ojos y, dolorido por las heridas, entregó su alfanje al victorioso zar. Era la segunda vez que capitulaba, tras haberlo hecho ante los mariscales rusos, pero Alejandro había querido cruzar su mirada con él y verlo humillado.
Mientras evocaba los recuerdos de la guerra y pensaba si debía rematar a su agresor o esperar a juzgarlo, se acercó por detrás el segundo asaltante, que a pocos pasos de la escena arrojó una nueva bomba aún más potente. El artefacto estalló y una espesa columna de humo se elevó hacia el cielo. La metralla abrió el costado del zar y le segó las piernas, a la vez que hizo pedazos el cuerpo del propio terrorista. Entretanto, la Perowskaya y un tercer asaltante, que no había tenido ya que intervenir, escapaban de la zona al ver cumplido su objetivo.
Entre la nieve surcada de rojo, los caballos y hombres muertos, y los restos de fuego en los carruajes, algunos de los escoltas reaccionaron y arrojaron como pudieron el cuerpo moribundo del zar encima de uno de los trineos. Corrieron a palacio para entregarlo a la princesa Dolgoruky, que se encontró lo que le habían advertido sus presentimientos: a su amado agonizante.
Un camisón de lencería de color rosa palo casi transparente, que tardó unos segundos en empaparse de sangre, era la única ropa que Catalina llevaba encima. Con una serenidad impresionante, como quien ha vivido en sueños esa situación muchas veces, y con un cariño que abrumaba a los doctores y príncipes de la familia imperial, quienes iban amontonándose alrededor de una escena que recordaba a La Piedad, la princesa no paraba de acariciar los brazos y la cabeza de su amado a la par que le sonreía y susurraba en francés al oído:
—
Mon amour, mon amant. Pense juste à notre bingerle et à notre passion que Dieu bénit. Reposez-toi, mon amour. Dors bien, Cucú
.
A su espalda, la familia encabezada por el zarevich Alejandro, que sería el nuevo zar Alejandro III, juraba venganza. Con los puños cerrados, el sucesor se prometía anular el último esfuerzo del moribundo por contentar al pueblo ruso: la nueva Constitución. Los asesores tenían razón: aquellos bárbaros no se habían ganado unas nuevas leyes, sólo merecían castigo. Y su padre, víctima de un complot, agonizaba de forma ridícula delante de todos y en brazos de aquella ramera que había suplantado a su madre.
A las tres de la tarde, recibida la extremaunción, el zar expiraba y Catalina se convertía en la viuda de su majestad imperial. La princesa cerró los ojos de Alejandro, se levantó altiva, aunque sollozando, y se dirigió a las estancias privadas mientras retiraban el cadáver. Buscó el baúl especial en el que habían estado guardados y protegidos el Códice Sinaítico, un ejemplar del facsímil y toda una serie de documentos que tenían que ver con ellos. Delante de la Biblia y sin contener las lágrimas, rezó durante toda la tarde.
Cerca de la medianoche llamó a Francisco Pérez hijo, su mayordomo.