La biblia bastarda (21 page)

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Authors: Fernando Tascón,Mario Tascón

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Histórico

BOOK: La biblia bastarda
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—¿Marcas de qué?

—Unas marcas casi invisibles. Me las grabaron los del laboratorio. Con el licor dentro, la copa actúa como un nivel. Lo cierto es que estas ruletas están cargadas, tienen pendiente, ¿sabes…?

Emilio no lo sabía, pero se lo suponía.

—Y un amigo mío que ha viajado por los peores casinos de Europa me enseñó un sistema. Si juegas con un sistema, tienes más posibilidades de ganar, ¿me sigues?

—No sé adónde, pero sí, te sigo.

—Hay que venir varios días a mirar, a jugar…, y memorizar los números que salen. Cada noche pones la copa sobre la mesa y compruebas hacia dónde está desnivelada. Si no calzan alguna de sus patas, si no se cae encima un borracho o no sucede algo que la desequilibre, el nivel te confirmará que día a día se mantiene el grupo de números hacia el que la bola tiene tendencia a caer. Es por ésos por los que hay que apostar, el resto son probabilidades.

Ante una demostración de física aplicada tan elocuente como extravagante, a Emilio no le quedó más remedio que concluir que su amigo jugaba en realidad compinchado con el dueño del local. Supuso que el tal Hurtado le permitía unas ganancias, un mordisco magro a cambio de una vista gorda. No tenía la menor intención de conocer los manejos de Gisbert en aquel submundo en el que terminó sintiéndose un invitado inoportuno, de manera que siguió caminando a su lado, intentando disimular los temblores provocados por el frío nocturno, unidos a los que le traía el recuerdo del angustioso momento que había pasado en las letrinas de aquella mansión de la codicia que ya quedaba dos esquinas más atrás.

Un periodista con pocas ganas de conversación y un policía que parecía más pendiente de su próxima travesura que de las tribulaciones de quien llevaba a su lado eran los dos únicos seres vivos que caminaban por la acera. Cuando Emilio había recobrado un poco la tranquilidad, su compañero comenzó a apresurarse.

—Vamos, Emilio. Espabila, que nos esperan.

—¿Quién nos espera? —preguntó, intrigado.

—Alguien que no te imaginas —respondió el inspector con una sonrisa maquiavélica.

El periodista volvió a sentir que le sacudía el temor. Le habría gustado saber adónde se dirigían en ese momento, a quién iban a ver y con qué intenciones. Recordó a Gisbert charlando relajadamente con el mayor mafioso de la ciudad en la barra del casino. Ni siquiera le había permitido acercarse. ¿Y si estaban hablando de él? Y, aún más, resultaba una rarísima coincidencia que en una casa ilegal de apuestas, a la que el policía puso tanto empeño en arrastrarle, apareciese un joven perdonavidas para intentar coaccionarlo blandiendo una pistola a sus espaldas. Si ese matoncete no los había seguido hasta allí —y la verdad era que no tenía el menor indicio de ello—, alguien tuvo que informarle de que el periodista que hacía preguntas incómodas estaría en el local esa misma noche. ¿Y si Gisbert sabía algo más de lo que aparentaba? ¿Y si tenía información sobre su presencia en la escena de un crimen? ¿Para quién podría estar trabajando? Pero Vicente no podía ser un traidor, quiso convencerse Emilio. Vicente era de fiar. Un policía impuntual, que nunca se sometía a la autoridad, fácil de sobornar, infiel a su esposa, robanovias consumado, vencido por el juego y otros vicios mayores… Ése era Vicente, pero a él, a su amigo del alma, no lo vendería jamás, se dijo un periodista que no se atrevía a preguntárselo al sospechoso porque hacerlo significaría romper esa relación que resulta de los años de trabajo en estrecha colaboración y de juergas en aún más estrecha sociedad.

A mitad de la calle de Santa Engracia, Gisbert dio un quiebro repentino y le señaló a Emilio un rótulo luminoso.

—¡Allí, nos dirigimos a aquel bar!

—¿A qué?

—¿Con cuarenta duros recién llegados al bolsillo y al precio al que se ha puesto el pan en Madrid? Mejor gastármelos contigo en unas buenas copas. Además, te tengo reservada una sorpresa.

La expresión «sorpresa» en boca de aquel agente del orden solía esconder una parte estimulante y un final desconcertante, muchas veces próximo al calabozo. Haciendo un esfuerzo para apartar de su mente la idea de que su amigo pudiese en realidad prepararle una encerrona, se dejó llevar una vez más por su indolencia ante los riesgos y se dispuso a esperar acontecimientos.

En efecto, en una mesa de aquel bar nocturno estaba sentada la sorpresa en forma de mujer. Las dos señoritas que antes esperaban a sus novios envilecidos por el juego se habían cansado de aguardar su oportunidad de conocer los mares del Sur y los dejaron plantados para enrolarse con un policía que lo más que podía ofrecerles era una regata en el río Jarama.

—Aquí sabemos a lo que venimos, Emilio; o sea, que no la cagues, por favor. Nos las camelamos un rato, nos las beneficiamos y mañana te das el pote correspondiente en el periódico.

Emilio maldijo la costumbre de su compadre de indicarle todo lo que tenía que hacer. No sabía cuál de aquellas tres instrucciones que acababa de recibir le resultaba menos recomendable, pero se armó de valor y rehusó la posibilidad de regresar solo a casa en la misma noche en la que alguien lo había amenazado con una pistola y un mafioso había compartido su mala suerte en la ruleta.

Un tango cantado por una voz muy fina, casi estreñida, advertía desde la gramola sobre la mala vida que dan algunos amantes a sus mujeres, pero la noche no estaba para sermones, sino más bien para champán.

—Pónganos una botella de las de esa viuda francesa tan famosa… Las chicas la merecen —indicó Gisbert al barman, que vestía con rigor el uniforme del oficio: chaquetilla blanca, pajarita negra y cara de no dejar una consumición sin cobrar.

Las copas chocaron aleatoriamente entre aquellas cuatro almas condenadas que ni siquiera se habían facilitado sus nombres reales durante las presentaciones, oficiadas por el policía. Al menos, Emilio no recordaba haberse llamado Alberto jamás, aunque ese nombre le sentase tan bien como afirmaba la joven que le había tocado en un rápido sorteo amañado que también llevó a cabo el ventajista de Gisbert antes de tomar asiento.

Conversaciones intrascendentes sobre los locales de moda que solían frecuentar y serias advertencias femeninas sobre el secreto que debía cernirse en torno a aquel encuentro para evitar problemas con sus novios fueron los asuntos más recurrentes de entre los que se hablaron alrededor de la mesa de un bar en el que, poco a poco, se convirtieron en los únicos supervivientes de aquel lado de la barra.

Consumida la botella y rematada con unos vasos de whisky con agua, todos accedieron a seguir a Vicente, quien reconoció entre chistes malos que albergaba las más variadas intenciones deshonestas hacia su acompañante.

—No te puedo prometer el viaje en barco que te ha ofrecido tu novio, pero te voy a transportar a océanos que ni siquiera has imaginado en tus sueños más aventureros.

Emilio se preguntó de qué folletín habría sacado su amigo semejante invitación al catre. Las calles y el frío eran todos uno cuando alcanzaron la pensión «de confianza» de Gisbert, es decir, una casa de viajantes que, cuando tenía plazas libres, daba cobijo a amantes ocasionales de fin de semana en camas individuales, lo que sólo resultaba incómodo a la hora de dormir. Vicente propuso en voz alta, como en broma, montar una bacanal entre los cuatro.

—Sólo para ahorrarnos una habitación, ¿vale, Alberto? —justificó su propuesta.

Pero ni Emilio, ahora conocido como Alberto, ni la joven que le había tocado en suerte, alias Carmen, estaban por la labor.

—No me van los tumultos, siempre salgo magullado —se justificó el redactor.

—Perdonad, no os lo toméis así, sólo era una broma. En realidad, yo para estas cosas soy muy tradicional —se excusó Gisbert ante su amigo—. Normalmente sólo llego hasta aquí después de la boda.

—Pues que vivan los novios —dejó caer Emilio, mientras miraba cómo su amigo intentaba subir la escalera en línea recta, abrazado a una muchacha cuyos vaivenes amenazaban con romper algún saliente del mobiliario.

El policía había alquilado dos habitaciones que, a tenor de los números que figuraban en las llaves, eran contiguas. Emilio dejó a su compañero de fatigas en el pasillo de la pensión, tan borracho como volcado sobre su pareja, intentando alcanzar unos pechos que no tenían intención de zafarse. Entre risas mal contenidas, capaces de despertar a una buena porción del vecindario, el inspector cerró la puerta de su habitación.

El periodista se quedó con Carmen, más rellena que su amiga, pero también mejor parecida y más callada. Ella le invitó a entrar en el cuarto, donde sólo había una cama plegable, una mesilla y un mueble con una palangana: el utillaje necesario para el amor a hurtadillas. La escasa elocuencia de Carmen y la noche de perros que había pasado Emilio se aliaron para que la pareja se dijese poca cosa. Tampoco ayudaba a la charla el ruido rítmico que procedía de la estancia de al lado. Emilio reconoció de inmediato los gruñidos de Gisbert, los mismos que había oído a su lado en las gradas del
ring
, cuando admiraban cómo Pedrito Ruiz —que no era primo suyo, por mucho que se empeñase el inspector— machacaba a sus rivales a base de guantazos en las costillas.

Sin ganas de hablar, y con un sonido de fondo que no invitaba a dormir, la chica se limpió el maquillaje. Los ojos del hombre descubrieron entonces a una joven que, por alguna razón difícil de adivinar, escondía su bonito rostro bajo una estrambótica pintura expresionista. Revelado su verdadero aspecto, a Emilio no le costó entablar con ella una conversación serena sobre las cosas que ambos hubiesen querido hacer si no estuviesen atrapados en aquellos cuerpos y en aquella ciudad que amarraba a sus habitantes con fuerza. Al cabo de un rato, Carmen se había arropado en la estrecha cama e invitó a su acompañante a tenderse también.

—Ven, Alberto, vas a coger frío. No tiene por qué pasar nada.

—Sólo estoy seguro de lo primero —repuso Emilio.

No obstante, Alberto cedió a la invitación. Al cabo de poco tiempo, pasó algo. Poco más tarde, lo estaban expresando entre jadeos mucho más educados y galantes que los bufidos de su amigo de la habitación contigua, apagados desde hacía rato.

Alberto se despertó entre algodones. Emilio sentía resquemor.

Capítulo
12
DE VUELTA A EUROPA

A
ngélica, la esposa de Von Tischendorf, había tenido su cuarto hijo en Leipzig mientras él trabajaba en Egipto. Esta vez había sido una niña, y todavía no había podido verla. Tierra Santa, Constantinopla, el Sinaí, Alejandría, Haifa…, demasiados lugares en tan pocos meses a más de tres mil kilómetros de su familia. Su mujer había quedado encinta antes de que el estudioso saliera de Alemania, y el bebé nació al poco tiempo de que su padre encontrara la Biblia. Le habían puesto de nombre Catalina. El teólogo ansiaba volver a casa para poder conocerla y abrazar de nuevo a su prole, pero le quedaban por delante muchos días de viaje. Ya llevaba casi un año por aquellas tierras. Era hora de regresar.

Mientras fumaba un cigarro en la cubierta de la barcaza, miraba un retrato de su consorte y madre de sus vástagos que acababa de sacar de la cartera. La nave le llevaba desde El Cairo hasta Alejandría por el canal artificial de Mahmudiyah, una ancha y no demasiado profunda vía de agua entre las dos ciudades cuya corriente se movía en parte artificialmente en dirección al Mediterráneo. La superficie estaba llena de falucas, con sus velas triangulares, que compartían viaje alrededor de los navíos más grandes, siempre repletos de pasajeros almacenados y tratados con el mismo desdén que sus mercancías.

Durante la travesía, el transporte embarrancó dos veces en los arenales del lecho, lo que provocó que toda la tripulación, ayudada por algunos de los pasajeros más humildes, se echara al agua para aligerar el peso. Dos hileras de árabes casi desnudos tiraban de los amarres para sacar el maltrecho bajel de los lodazales en los que había encallado. El rescate se producía entre ruidos que hacían temer tanto por la integridad de la estructura del navío, como por la suerte de aquellos marineros de agua dulce que iban a dejar sus huesos en el intento de mover aquel inestable cascarón de madera para sacarlo del fango.

Tras un agitado viaje, llegó a la ciudad fundada por Alejandro Magno, la que fue capital de la enseñanza del griego, puerto más importante del mundo civilizado y plaza fuerte de la cristiandad. Después de sus años de gloria, había atravesado un amplio período en el que fue perdiendo los símbolos de su esplendor, excepto su nombre y sus obeliscos. Ahora volvía a emerger poco a poco como importante puerto mediterráneo gracias al empuje económico del futuro canal de Suez. Era un lugar de paso, de transición, de aduana. Las propias guías de viajeros recomendaban no quedarse allí más de veinticuatro horas.

Los ayudantes del profesor, encabezados por su leal beduino Sheik, desembarcaron los baúles. Dentro de ellos estaba el equipaje: ropa, recuerdos y, sobre todo, los pesados libros que había ido recopilando a lo largo de aquel año con destino a la Biblioteca Pública Imperial. Entre ellos, cubierto por la misma tela roja con la que lo había encontrado, y protegido por una caja de madera, iba el Códice Sinaítico, aquel manuscrito cargado de contradicciones.

El puerto de Alejandría era una selva de trinquetes, palos mayores, mesanas, velas y pértigas rodeados de grúas, poleas y garruchas que levantaban y descargaban cientos de fardos y de cajas de madera. Allí llegaba cada mes más gente animada por las noticias del inicio de las obras para construir el canal de Suez. Un proyecto de ingeniería de esa envergadura estaba atrayendo a la zona a todo tipo de personas interesadas en prosperar, algunas a cualquier precio.

Buscó su barco, el
Emperatriz
, de la naviera Austrian Lloyds, un impresionante vapor mucho más grande y de aspecto más robusto que la lancha que le había llevado hasta allí. Miró a su alrededor entre aquel caos humano. Muchas de aquellas personas tenían un cometido, pero otras tantas se dedicaban a buscar alguna propina en cualquier trabajo esporádico o, por qué no, a aprovechar el descuido de los pasajeros que deambulaban despistados por allí. Cuando los viajeros se distraían, solían contribuir con su cartera a alimentar algún estómago necesitado. Paquetes, bártulos, cajones, baúles, maletas, costales, hatillos y todo tipo de bultos llenaban los diques, en los que entraban y de los que salían barcos constantemente. Un mendigo casi ciego, con los ojos blancos por el glaucoma, le gritó sonriente al pasar: «
Bonsoir, monsieur. Moi connaître Lesseps
». Aquélla era una forma de dedicarle un saludo embaucador, el que utilizaban los desharrapados egipcios cuando creían reconocer a un francés, como si de verdad hubieran visto alguna vez en su vida al ingeniero parisino artífice de aquella vía de paso entre los dos mares. Von Tischendorf dedujo que, en aquellos tiempos, en Egipto había dos clases de europeos: los franceses y el resto.

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