La bestia debe morir (25 page)

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Authors: Nicholas Blake

Tags: #Policiaco

BOOK: La bestia debe morir
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El general salió de la sala, y volvió con una licorera y una bandeja de bizcochos. Cuando todos se hubieron servido, empezó a hablar, con los ojos iluminados por el placer de los recuerdos.

—¿Sabe que el asunto de Rattery fue todo un escándalo? Me extraña que los periódicos no lo hayan sacado de nuevo a la luz; lo habrán ocultado, en su época, algo mejor que de costumbre. Peleó valientemente durante toda la primera parte de la campaña; pero cuando empezamos a vencer, falló. Uno de esos tipos que suelen tener los labios apretados —muertos de miedo, en realidad, como todos nosotros, solamente que no se lo confiesan ni a sí mismos—, hasta que un día no pueden disimular más. Me lo encontré una o dos veces, en los primeros tiempos, cuando los bóers nos estaban enseñando a pelear; qué tipos magníficos los bóers. Fíjese, yo no he servido más que para sablear, pero conozco a la gente cuando vale algo. Cyril Rattery valía; demasiado bueno para el ejército; debería haber sido poeta; pero aun así, me pareció un poco —¿cómo les llaman ahora?— un poco neurótico. Neurótico. Conciencia... también; tenía demasiada conciencia; Cairnes es otro tipo así, de paso. El momento crítico llegó cuando Cyril Rattery fue enviado al frente de un destacamento, a incendiar unas granjas. No conozco los detalles; parece que la primera granja no había sido evacuada a tiempo; hubo un poco de resistencia y uno o dos de los hombres de Rattery fueron muertos; el resto se exaltó un poco y, cuando vencieron la oposición, prendieron fuego a las casas sin averiguar demasiado si había alguien adentro. Según parece, había una mujer que se había quedado a cuidar a su hijo enfermo. Los quemaron vivos a ambos. Fíjese, en la guerra suelen ocurrir esas cosas; a mí no me gustan; son horribles. Hoy matan a los no combatientes con toda naturalidad; suerte que soy muy viejo para verme mezclado en esas cosas. Bueno, de cualquier modo, allí terminó Cyril Rattery. Se trajo a los hombres de vuelta y se negó a destruir las granjas restantes. Desobedeciendo órdenes, por supuesto. A causa de eso lo destituyeron; fue degradado. Pobre hombre, ése fue su fin.

—Pero yo tenía la impresión, por lo que la señora Rattery había dicho, de que su marido había muerto en acción de guerra.

—Nada de eso. Con el incidente de la granja, y la degradación —tenía pasión por su carrera militar— y su estado de ánimo, que habría empeorado más y más a lo largo de la guerra, el pobre perdió la razón. Murió, según creo, en un manicomio, años después.

Hablaron un rato todavía. Luego Nigel y Georgia se separaron, muy en contra su voluntad, de su delicioso huésped, y subieron al coche. Mientras volvían a través de las onduladas y pequeñas colinas de los Cotswolds, Nigel iba muy silencioso; tenía ganas de decirle al chófer que los llevara directamente a Londres, lejos de aquel triste y lamentable asunto; pero seguramente ya era demasiado tarde.

Estaban de vuelta en Severnbridge, haciendo sonar la gravilla de la entrada al Angler’s Arms. Parecía haber una agitación desusada en torno al tranquilo hotel. Un agente junto a la puerta; un grupo de gente reunida sobre el césped. Una mujer se separó de este grupito cuando se acercó el coche: era Lena Lawson, con su pelo rubio flotando al aire mientras corría hacia el coche, y los ojos llenos de ansiedad.

—¡Oh, gracias a Dios, han vuelto! —gritó.

—¿Qué pasa? —dijo Nigel—. Felix...

—Es Phil. Ha desaparecido.

CUARTA PARTE

LA CULPA SE REVELA

El inspector Blount había dejado dicho a Nigel que fuera a la comisaría en cuanto llegara. Mientras el coche le conducía hacia allá, repasó mentalmente los detalles de la desaparición de Phil, extraídos de las casi incoherentes declaraciones de Lena y de Felix Cairnes. En la confusión consecuente al atentado de la noche anterior contra Nigel, nadie se había dado cuenta de que Phil no estaba en el hotel para el desayuno. Felix supuso que había desayunado antes de que él bajara; Georgia había estado muy ocupada atendiendo a Nigel; el empleado del hotel creyó que el chico se había ido a su casa y desayunado allí. Sólo cuando la criada entró en el dormitorio de Phil a las diez de la mañana, y descubrió que la cama estaba sin deshacer, comprendieron que había desaparecido. Encontró también, sobre la cómoda, un sobre dirigido al inspector Blount. Éste no había dado a conocer todavía el contenido del sobre; pero Nigel pensó que era muy fácil de adivinar.

Felix Cairnes estaba casi loco de ansiedad. Nunca había sentido Nigel tanta compasión por él como ahora. Hubiera deseado evitarle la tragedia que se desarrollaría a continuación, pero sabía que ya era imposible: las cosas habían empezado a moverse solas, y nadie podría detenerlas; era como si se tratara de un deslizamiento de tierra o de la botadura de un transatlántico cuando ya ha sido apretado el botón que lo deja libre. La tragedia había empezado cuando George Rattery atropello a Martie Cairnes en aquel camino rural; había empezado, podría decirse, antes de que Phil Rattery naciera. Los últimos acontecimientos representaban su culminación. Ahora sólo faltaba el epílogo.

Pero ese epílogo sería largo y doloroso; duraría mientras vivieran Felix Cairnes, o Lena, o Violeta, o Phil.

El inspector Blount, cuando Nigel lo encontró en la comisaría local, tenía un modesto aire de triunfo. Contó a Nigel las medidas que se habían tomado para descubrir el paradero de Phil; vigilancia de las estaciones de ferrocarriles y autobuses, aviso a los camioneros, etc. Era tan sólo cuestión de tiempo.

—Aunque —agregó muy seriamente— podría llegar a ser necesario rastrear el río.

—¡Dios mío! Usted no cree que pueda haber hecho eso, ¿verdad?

El inspector se encogió de hombros. El silencio se volvió intolerable para Nigel. Dijo un poco febrilmente:

—No es más que el último gesto quijotesco de Phil. Seguramente. Porque ayer, cuando estábamos caminando por el césped, me pareció ver un movimiento entre los arbustos. Debía tratarse de Phil. Le oyó decir a usted que arrestaría a Felix. Le quiere apasionadamente; sin duda, creyó que huyendo distraería de él la atención. Eso ha de ser lo que pasó por su mente.

—Quisiera creer que así ha sido, señor Strangeways. Pero ya no puedo.
Ya sé que Phil envenenó a George Rattery
. ¡Pobre criatura!

Nigel abrió la boca para hablar, pero el inspector prosiguió:

—Usted dijo ayer que la solución de este asunto debía encontrarse en alguna parte del diario del señor Cairnes. Anoche estuve leyéndolo de nuevo y se me ocurrió el principio de una idea: lo que ha sucedido después la comprueba. Le daré las claves en el orden en que se presentaron a mi mente. Primero, Phil estaba trastornado por el trato que su padre daba a su madre; George Rattery solía amenazarle y pegarle; Phil se quejó una vez de ello al señor Cairnes, pero, por supuesto, el señor Cairnes no podía intervenir. Recuerde ahora esa comida que menciona en su diario. Hablaron sobre el derecho de matar. El señor Cairnes dijo que era justificado matar a una persona que hace sufrir a todos los que la rodean. Y luego, como usted recordará, porque está escrito en el diario, Phil hizo una pregunta, y el señor Cairnes comenta: «Supongo que nos habíamos olvidado todos de su presencia. Era la primera vez que se le permitía asistir de noche a la mesa.» Todos nos hemos olvidado de su presencia, me parece, desde el primer momento. No le habíamos tomado las huellas dactilares. Bueno, piense usted en el efecto que aquella observación podía tener —la relativa a la eliminación de las pestes sociales— sobre un muchacho impresionable y neurótico. Imagínese a Phil, preocupado por la brutalidad de su padre con su madre, oyendo decir al hombre a quien más admira en el mundo que existe el derecho de matar a las personas que arruinan la vida de los demás. Recuerde la implícita confianza de Phil en Cairnes, y piense que un niño hará cualquier cosa cuando ha sido aprobada por una persona a quien venera. Y recuerde que ya le había pedido a Felix que hiciera algo en ese sentido, y que esa petición no había tenido éxito. Bastantes veces ha dicho usted que el ambiente en que ha sido criado Phil bastaría para desequilibrar la mente de cualquier niño. Bueno, esto en lo que respecta al motivo y al estado de ánimo.

—El general Shrivenham me dijo esta mañana que el abuelo de Phil, el marido de Ethel Rattery, había muerto en un manicomio —dijo Nigel, suavemente, casi para sí mismo.

—Ahí tiene. Estaba en la sangre. Ahora veamos cómo lo hizo. Sabemos que el muchachito podía ir al taller en cualquier momento, y el diario de Cairnes lo confirma: dice que George Rattery mencionó que Phil solía disparar contra las ratas con su rifle de aire comprimido, en el vertedero del garaje. Nada más fácil para él que apoderarse de una porción del matarratas. Había ocurrido una escena desagradable entre George y Violeta, durante la semana anterior: Phil había visto cómo golpeaba a su madre y había tratado de protegerla. Esta escena debió decidir definitivamente al pobre chico, o le enloqueció; como usted prefiera.

—Pero todavía tiene en contra la fantástica coincidencia de que Phil haya elegido el mismo día que Felix para matar a George Rattery —protestó Nigel.

—No tan fantástica si se tiene en cuenta que dos días antes había tenido lugar la escena culminante entre su padre y su madre. Pero tal vez no sea una coincidencia. El diario estaba escondido debajo de una tabla en el cuarto de Cairnes. Pero Phil siempre estaba entrando y saliendo; allí daba sus lecciones; y una tabla suelta en el suelo es justamente lo primero que un chico podía descubrir, si ya no lo había descubierto antes: quizá hubiera guardado ahí, alguna vez, sus tesoros secretos.

—Pero seguramente, si Phil quería tanto a Felix, no podía envenenar a su padre justamente el mismo día de la tentativa de Felix, y acusar tan evidentemente a este último.

—Ah, usted es demasiado sutil, señor Strangeways. Recuerde que se trata de la mente de un niño. Mi teoría es que, si no fue una casualidad, Phil descubrió el diario de Felix, descubrió que Felix intentaba matar a George; cuando su padre volvió sano y salvo del río, puso el veneno en el tónico. No se le hubiera ocurrido que así acusaba a Felix, porque no sabía que el diario había sido descubierto también por George y puesto en manos de un abogado. Ya sé que esto no deja de presentar algunas dificultades: por eso, en general, me inclino a creer que las dos tentativas de asesinato ocurrieron el mismo día por casualidad.

—Sí, todo eso parece bastante razonable.

—Ahora veamos otros detalles. Después de la comida del sábado, cuando el veneno ya había empezado a actuar en George Rattery, Lena Lawson entra en el comedor y descubre la botella sobre la mesa. Llega a la conclusión de que Felix es el responsable del envenenamiento, y, presa de pánico, sólo piensa en deshacerse de la botella. Se dirige a la ventana, para tirarla,
cuando ve la cara de Phil apoyada contra el cristal
. ¿Qué estaba haciendo allí? De ser inocente, sabiendo que su padre estaba enfermo, hubiera tratado de ser útil de alguna manera, llevando mensajes, trayendo cosas...

—Conociendo el carácter de Phil, diría que es más probable que se hubiera escapado lo más lejos posible, tal vez a su cuarto, o encerrado dentro de él, tratando de borrar de su imaginación la horrible escena, huyendo de ella de cualquier manera.

—Tal vez tenga usted razón. De todos modos, uno no se lo imaginaría mirando por la ventana del comedor, a menos que hubiera puesto el veneno en la botella del tónico y quisiera esperar el momento en que el cuarto estuviera vacío para entrar y esconderla. Sería natural en un chico, sabiendo que ha hecho algo malo, tratar de esconder la prueba de su culpa. Bueno, ya le dijo Phil dónde había escondido la botella, y él mismo se la trajo.

—¿Por qué, si la había envenenado y escondido para protegerse a sí mismo?

—Porque ahora sabía que Lena había confesado que ella se la había dado para que la escondiera. No podía simular que no sabía nada acerca de la botella: lo que podía hacer era destruirla. Y lo hizo lo mejor que pudo. La tiró desde el techo; y cuando descubrió que yo había recogido los pedazos, se me vino encima como una pequeña furia. Usted mismo pudo notar cómo se enfureció por eso. Por un momento pensé que se había vuelto loco. Ahora me doy cuenta de que ya estaba loco. El único pensamiento de su pobre cabecita enloquecida era hacer desaparecer, de una manera u otra, la botella. Vea: todo el tiempo nos hemos explicado sus rarezas como consecuencia de su afecto por Felix: nunca se nos ocurrió que trataba de protegerse a sí mismo.

Nigel se recostó, tocándose el vendaje de la cabeza. Esto le hizo recordar una cosa.

—¿Cómo explica, si Phil fue el culpable, que Felix me golpeara anoche en la cabeza? Yo no lo comprendo.

—No fue él. Fue el muchacho. Escuche, yo lo veo así: él había decidido huir. Desciende en la oscuridad, después de medianoche. Cuando llega al pie de la escalera, oye abrirse la puerta del despacho. Sabe que hay alguien entre él y la puerta del frente, por donde pensaba huir; sabe también que la persona que acaba de salir del despacho encenderá las luces del vestíbulo, y que él será descubierto. Mientras se apoya contra la pared, para no ser visto, su mano encuentra el palo de golf. Está desesperado y aterrorizado. ¡Pobre chico! En una trampa. Levanta el palo y lo blande ciegamente en la oscuridad, golpeando a la persona invisible que se interpone entre él y la huida. Le da un golpe y usted cae. Phil está horrorizado por lo que ha hecho: tiene miedo de encender la luz, tiene miedo del cuerpo que yace entre él y la puerta del frente. Recuerda las ventanas del corredor, y decide huir por ese lado. Las huellas dactilares que encontramos allí eran suyas: las hemos comparado con las que dejó en su dormitorio.

—¿Tenía «miedo del cuerpo»? —dijo Nigel soñadoramente—. ¿Huyó del hotel para no verlo?

—Bueno, ¿qué tiene de raro?

—Nada. Nada. Sí, estoy seguro de que eso es lo que habría hecho. En adelante siempre le defenderé, inspector, cuando me digan que Scotland Yard no tiene imaginación. De paso, le aconsejo una entrevista, alguna vez, con el general Shrivenham; tal vez usted le hiciera cambiar de opinión sobre los escoceses. Seriamente, Blount, su conjetura está brillantemente explicada; pero es teórica. Usted no tiene ni un pedacito de prueba material contra Phil.

—Un pedacito de papel —dijo sombríamente el inspector—. Lo dejó en su cuarto para mí. Una carta para mí. Una confesión.

Q
ERUIDO INSPECTOR
B
LOUNT
:

Ésta es para decirle que Felix no puso el veneno en esa botella de medicina; fui yo. Odiaba a papá porque era tan cruel con mamá. Me escaparé donde no puedan encontrarme.

Le saluda atentamente,

P
HILIP
R
ATTERY

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