La bestia debe morir (2 page)

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Authors: Nicholas Blake

Tags: #Policiaco

BOOK: La bestia debe morir
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Perdóneme usted esta locuacidad presuntuosa, amable lector que nunca habrá de leerla. Un hombre está obligado a hablar consigo mismo cuando se encuentra sobre los hielos flotantes, solo en la oscuridad, perdido. Mañana vuelvo a casa; espero que la señora Teague haya regalado sus juguetes. Así se lo ordené.

23 de junio

La casa está como antes; y ¿por qué no? ¿Acaso las paredes deberían estar llorando? Esa patética presunción de esperar que todo el rostro de la naturaleza cambie por nuestros pequeños y retorcidos sufrimientos es típica de la impertinencia humana. Por supuesto, la casa está igual, salvo que no hay vida en ella. Veo que han puesto una señal de peligro en la curva; demasiado tarde, como de costumbre.

La señora Teague está muy abatida. Parece que lo ha sentido; o tal vez sus tonos funerarios sean sólo comedia de habitación de enfermo para halagarme. Leyendo de nuevo esta frase, la encuentro singularmente malvada; celos porque otra persona ha querido a Martie y ha ocupado un lugar en su vida.

Dios mío, ¿habré estado a punto de convertirme en uno de esos padres absorbentes? Si es así, realmente no sirvo para asesino.

Escribía esto cuando entró la señora Teague, con una expresión de pedir disculpas, aunque decidida, en su enorme cara colorada, como una esposa tímida que se ha comprometido a elevar una queja, o como un comulgante que vuelve del altar. «No pude hacerlo, señor —dijo—; no he tenido coraje.» Y me horrorizó echándose a sollozar. «¿Hacer qué?», pregunté. «Regalarlos», sollozó.

Tiró una llave sobre la mesa y salió del cuarto.

Era la llave del armario de los juguetes de Martie. Subí al cuarto del chico y abrí el armario. Tuve que hacerlo en seguida, porque, si no, nunca lo hubiera hecho. Durante largo rato, incapaz de pensar, estuve mirando el garaje de juguete, la locomotora Hornby, el viejo osito con su único ojo; sus tres favoritos.

Me vinieron a la mente los versos de Coventry Patmore.

A su alcance tenía una caja de bolitas,

una piedra veteada,

un pedazo de vidrio roído por la playa,

y siete u ocho conchillas:

una botella con campanillas

y dos monedas francesas de cobre,

arregladas con arte cuidadoso,

para consolar su corazón desolado.

La señora Teague tenía razón. Me hacía falta. Hacía falta algo que mantuviera abierta la herida: esos juguetes son un recuerdo más punzante que la tumba en el cementerio, no me dejarán dormir, serán la muerte de alguien.

24 de junio

Esta mañana he hablado con el sargento Elder. Cien kilos de músculo y de hueso, como diría Sapper, y más o menos un miligramo de cerebro; los arrogantes ojos de pescado del imbécil investido de autoridad. ¿Por qué nos sentimos siempre invadidos por una especie de parálisis moral al hablar con un policía, como si uno estuviera a bordo de una canoa a punto de ser arrollada por el
Normandie
?

Probablemente es una especie de temor contagioso. El policía está siempre a la defensiva: contra las clases superiores porque pueden dañarle si da un paso en falso; contra las clases inferiores porque es el representante de la ley y el orden, que éstas parecen considerar, con toda razón, como sus enemigos naturales.

Elder desplegó la acostumbrada reticencia pomposa y oficial; tiene la costumbre de rascarse el lóbulo de la oreja derecha y mirar, al mismo tiempo, hacia la pared, por encima de uno, costumbre que considero extrañamente irritante.

Me dijo que aún proseguían las investigaciones; todas las posibilidades serían analizadas; habían reunido gran cantidad de informaciones, pero todavía no había ninguna pista segura. Lo cual significa, por supuesto, que han llegado a un punto muerto y no quieren admitirlo. Me dejan la vía libre. Combate abierto. Me alegro.

Le ofrecí a Elder un medio litro, y se ablandó un poco. Averigüé algunos detalles de las investigaciones. La policía es bastante perfecta. Aparte de la llamada radiotelefónica para que se presentaran los testigos del accidente, parece que visitaron todos los garajes del condado, averiguando si no habían traído radiadores averiados para arreglar, parachoques, guardabarros, etc.; se investigaron las coartadas de todos los propietarios de coches con respecto al instante del accidente, dentro de un extenso radio. Además preguntaron, casa por casa, a lo largo de la posible ruta seguida por el individuo en las proximidades del pueblo; se interrogó a los propietarios de las gasolineras; y así sucesivamente. Parece que aquella tarde había tenido lugar un juicio público, y la policía pensó que la persona buscada podía haber sido alguno de los asistentes que se hubiera extraviado (en verdad corría a la velocidad de alguien que quisiera recuperar el tiempo perdido); pero ninguno de los coches estaba averiado al llegar a la próxima parada. También descubrieron, de acuerdo con las horas indicadas por los oficiales de esas paradas y de la anterior, que ninguno de los conductores había tenido tiempo para dar un rodeo y pasar por el pueblo. Pudo existir alguna excepción; pero pienso que la policía la hubiera descubierto.

Creo haber obtenido toda esta información sin parecer demasiado fríamente inquisitivo. ¿Para qué quiere saber todo esto un padre desolado? Bueno, supongo que Elder no se preocupa demasiado por los matices morbosos de la psicología. Pero es un problema abrumador. ¿Qué éxito puedo tener donde ha fallado toda la organización policíaca? Es como buscar una aguja en un pajar.

Un momento. Si yo quisiera esconder una aguja, no la escondería en un pajar: la escondería en un montón de agujas. Elder estaba muy seguro de que el impacto del choque debía haber averiado de algún modo la parte delantera del coche, aunque Martie pesara menos que una pluma. La mejor manera de disimular una avería sería causar más daño en el mismo lugar. Si yo hubiera atropellado a un chico y hubiera abollado un guardabarros, buscaría otro accidente: lanzaría el coche contra una puerta, un árbol o cualquier otra cosa; esto disimularía todas las marcas del choque anterior. Tenemos que ver si aquella noche hubo algún accidente de este tipo. Llamaré a Elder por la mañana y se lo preguntaré.

25 de junio

La policía ya lo había pensado. El respeto de Elder por los afligidos fue sometido a una severa prueba, a juzgar por su tono en el teléfono: me dio a entender, cortésmente, que la policía no necesitaba que los de afuera le enseñaran a hacer su trabajo. Todos los accidentes ocurridos en las inmediaciones habían sido investigados, para establecer su «bonafides», palabras textuales del imbécil.

Es asombroso, enloquecedor. No sé por dónde empezar. ¿Cómo se me ocurrió que no tenía más que estirar el brazo para coger al hombre que estoy buscando? Debe haber sido el primer paso de la megalomanía del criminal. Después de mi conversación telefónica de esta mañana con Elder, me sentí irritado y desanimado. No tengo nada que hacer; salgo a dar vueltas por el jardín, donde todo me recuerda a Martie, sobre todo este estúpido asunto de las rosas.

Cuando Martie apenas sabía caminar, tenía la costumbre de seguirme por el jardín, mientras yo cortaba las flores para la mesa. Un día descubrí que él había cortado dos docenas de rosas finas, que yo guardaba para una exposición; esa espléndida flor rojo oscuro: «Noche.» Me enfadé con él, aunque, aun en ese momento, comprendía que sólo había querido ayudarme. Fui bestial. Luego, durante varias horas, nadie pudo consolarle. Así se destruyen la inocencia y la confianza. Ahora está muerto, y supongo que ya no importa; pero me gustaría no haber perdido la cabeza ese día; para él debió ser como el fin del mundo. ¡Oh diablos, estoy volviéndome imbécil! No me falta más que hacer un catálogo de sus frases infantiles. Y ¿por qué no? Mirando ahora hacia el césped, recuerdo cómo me dijo una vez que vio un gusano cortado en dos por la segadora: «Mira, papá, ese gusano quiere ir a dos lugares a un mismo tiempo.» Me pareció muy bien esa facilidad para las metáforas; podía haber llegado a ser poeta. Pero lo que me llevó a pensar en estas cosas sentimentales fue el descubrimiento que hice esa mañana al salir al jardín: que me habían cortado todos los rosales. Mi corazón se detuvo (como digo en mis novelas). Durante un momento pensé que los últimos seis meses habían sido una pesadilla y que Martie estaba todavía vivo. Sin duda habrá sido algún chico travieso. Pero esto me desanimó, me hizo sentir como si todo estuviera en contra de mí; una providencia misericordiosa y justa podría haber dejado por lo menos algunas rosas. Supongo que tendré que comunicar este acto de «vandalismo» a Elder, pero no tengo ganas de que me molesten.

Hay algo intolerablemente teatral en el sonido de los sollozos.

Espero que la señora Teague no me haya oído. Mañana por la noche recorreré las tabernas y veré si consigo alguna información. No puedo seguir para siempre entristeciéndome dentro de mi casa. Tal vez vaya a tomar algunas copas con Peters, antes de acostarme.

26 de junio

Hay un placer incomparable en la simulación: la sensación de aquel hombre del cuento, que llevaba en el bolsillo una bomba que, al apretar una perilla, le haría volar instantáneamente junto con todo lo que le rodeaba. Sentí lo mismo cuando me comprometí secretamente con Tessa. Ese secreto peligroso y maravilloso dentro de mi pecho; y lo sentí de nuevo anoche, hablando con Peters.

Es un buen tipo, pero supongo que nunca se ha encontrado con nada más melodramático que un parto, una artritis o una gripe. Yo trataba de imaginarme qué hubiera dicho de haber sabido que un futuro asesino estaba sentado con él, tomando un whisky. En un momento dado, el deseo de decirlo llegó a ser intolerable. Realmente, tendré que ser más cuidadoso. Esto no es un juego.

No lo hubiera creído, pero no quiero que me manden de nuevo a ese sanatorio —o a algún lugar peor— bajo «observación».

Me alegré cuando Peters me dijo, después que me hube decidido a preguntárselo, que el informe no decía nada acerca de una posible responsabilidad mía en la muerte de Martie. Sin embargo, todavía me molesta esa idea. Miro las caras de las personas del pueblo y trato de imaginarme lo que realmente estarán pensando de mí. La señora Anderson, por ejemplo, la viuda de nuestro organista, ¿por qué cruzó esta mañana la calle para evitarme?

Siempre quiso mucho a Martie. En realidad, me lo estaba arruinando con sus fresas con nata y esos extraños rombos de gelatina, y sus mimos furtivos cuando suponía que yo no miraba. Esto último nos disgustaba a ambos por igual.

Es cierto que la pobre nunca tuvo hijos, y que la muerte de Anderson fue para ella un golpe decisivo. Preferiría que me cortaran en pedazos antes que tener que soportar su pegajosa simpatía. Como casi todas las personas que llevan una vida aislada —aislada espiritualmente, quiero decir—, soy extraordinariamente sensible a la opinión que los demás tienen de mí. Odio la idea de ser un tipo popular, bien recibido en todas partes; sin embargo, la idea de ser impopular me produce un sentimiento de profunda intranquilidad. No es un rasgo muy simpático querer comerse el pastel y al mismo tiempo guardárselo; ser querido por mis vecinos, pero permanecer esencialmente separado de ellos. Pero, por otra parte, como ya he dicho, no pretendo ser una persona muy agradable.

Voy a ir al Saddler’s Arms, y afrontar la opinión pública dentro de su mismo antro. Tal vez consiga una pista, aunque supongo que Elder ya debe haber interrogado a los muchachos.

Más tarde

He bebido casi cinco litros en las últimas horas, pero todavía estoy frío. Parece que hay algunas heridas demasiado profundas para la anestesia local. Todos muy amigos.

Por lo menos no soy el villano de la obra.

«Una vergüenza —dijeron—. La horca es muy poco para esa clase de gente.»

«Echamos de menos al chico; era muy espabilado —dijo el viejo Barnett, el granjero—. Esos automóviles son la maldición de los campos: si dependiera de mí, los prohibiría.»

Bert Cozzens, el sabio del pueblo, agregó: «Es el peaje de los caminos, no es más que eso, la libertad de tránsito de los caminos. Selección natural, ¿comprenden? Supervivencia de los más aptos, sin faltarle al respeto, señor; frente a esta horrible fatalidad, le acompañamos todos en el sentimiento.»

«¿Supervivencia de los más aptos? —chilló el joven Joe—. ¿Qué nos cuentas, Bert? Supervivencia de los más gordos, parece.»

Esto fue considerado como una falta de respeto, y el joven Joe fue suprimido de la conversación.

Son buenas personas: ni hipócritas ni cínicos ni sentimentales cuando se trata de la muerte; tienen la correcta actitud realista. Sus hijos deben ahogarse o nadar; no pueden pagarse nodrizas o comidas de fantasía, por eso nunca se les ocurriría ver mal que yo permitiera a Martie vivir la vida independiente y natural de sus propios hijos.

Yo pude haberlo adivinado. Pero temo que no me hayan sido útiles en ningún sentido. Como lo resumiera Ted Barnett, «daríamos todos los dedos de la mano derecha por encontrar al sinvergüenza que hizo eso. Después del accidente vimos a uno o dos coches que cruzaban por el pueblo, pero no nos fijamos en ellos, pues no sabíamos qué había pasado; y los faros deslumbran de tal manera, que uno no puede ver las matrículas. Supongo que para eso está la policía. Lástima que Elder se pasa el tiempo...» Y aquí seguía una serie de calumnias y de suposiciones, de un carácter sumamente erótico, relativas a lo que nuestro honorable sargento hace en sus horas libres.

Lo mismo en el Lion and Lamb y en el Crown. Mucha voluntad, pero ninguna información. A este paso no llegaré a ninguna parte. Debo tomar una dirección totalmente distinta. Pero ¿cuál? Esta noche estoy muy cansado para seguir pensando.

27 de junio

Hoy, una larga caminata por el lado de Cirencester. He pasado por la colina desde donde Martie y yo lanzábamos aquellos planeadores de juguete; le gustaban terriblemente; tal vez hubiera llegado a estrellarse con un aeroplano si no hubiera aparecido antes el coche. Nunca olvidaré cómo miraba los planeadores, con una cara inefablemente tensa y solemne, como si hubiera querido mantenerlos planeando y volando eternamente. Todo el campo me lo recuerda. Mientras permanezca aquí, mi herida no ha de cerrarse, y es justamente lo que quiero.

Alguien trata de hacerme desaparecer. Anoche destruyeron y tiraron sobre el camino todas las plantas de lirios y de tabaco del cantero que está bajo mi ventana. Más bien esta mañana, temprano; a medianoche estaban como siempre. Ningún chico del pueblo repetiría una cosa semejante. En todo esto hay una malevolencia que me preocupa un poco. Pero no me intimidará.

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