—Supongo que tiene razón, aunque a mi edad cuesta aceptarlo… —pareció resignarse la cordobesa para añadir al poco como quien se lanza al agua—: ¡Vamos allá! Como le he dicho, nací en esta casa, en aquella habitación del piso alto, pero cuando estaba a punto de cumplir once años, mi padre, que había ejercido lo que le gustaba calificar como «puesto de alta responsabilidad política» durante la dictadura del general Primo de Rivera, comenzó a sospechar que se avecinaba una guerra civil, por lo que decidió que nos trasladáramos a Alemania, ya que, siguiendo otra vieja tradición familiar, había estudiado en Berlín y siempre había demostrado una abierta admiración por Adolf Hitler.
—Ese sería un buen comienzo para un libro autobiográfico porque pocas personas admiten que un familiar tan directo fuera nazi —señaló quien en su juventud había militado casi en la extrema izquierda, aunque con el paso del tiempo abominara de cuanto se refería a la política—. A mi modo de ver, el hecho de reconocerlo inspira confianza.
—Ni pretendo que esto sea un libro «autobiográfico», ni nunca he dicho que mi padre fuera «nazi» —se apresuró a puntualizar su anfitriona visiblemente molesta y quisquillosa—. Tan solo era «fascista», lo cual a muchos les suena igual pese a que existen marcadas diferencias; mi padre nunca odió a los judíos, aunque tan solo fuera por el hecho de que nuestra casa familiar se alza en pleno corazón del barrio de la Judería y entra dentro de lo plausible que por sus venas aún corrieran gotas de sangre de «conversos». A decir verdad, huyó por miedo a que se tomaran represalias por cuanto había hecho durante la dictadura, y ello trajo aparejado que de la noche a la mañana me arrancara de este maravilloso entorno y me trasladara a un oscuro apartamento en una ciudad en la que cuando no llovía era porque nevaba y además no entendía una palabra. Casi la primera que escuché fue
zigeuner,
que viene a significar «gitana» o más bien «zíngara», y en la Alemania de aquellos tiempos gitanos y zíngaros constituían el escalón más bajo de la sociedad, justo un peldaño por encima de los judíos… —Quedó unos instantes en silencio, con la vista clavada en la pequeña fuente de azulejos que se alzaba en el centro del patio, aunque resultó evidente que lo que hacía era evocar tiempos pasados, y al fin añadió como si costara trabajo admitirlo—: Mi padre necesitaba ver cómo crecía convirtiéndome en una auténtica «Capullo» de cuya belleza tan orgulloso se sentía, aunque evidentemente su actitud resultaba egoísta, puesto que nunca entendió el daño que me causaba obligándome a vivir en un lugar en el que se rechazaba el color de mi piel. A sus ojos yo era una criatura hermosa y adorable; pero en el Berlín de los años treinta, solo a sus ojos.
Mauro Balaguer era lo suficientemente inteligente como para comprender que lo mejor que podía hacer era guardar silencio o limitar al mínimo sus intervenciones, actitud que su interlocutora pareció agradecer porque tras servirse una nueva taza de café, que sin duda consumía en exceso, dijo:
—Asistir al colegio era un suplicio, ya que casi a diario me enfrentaba a unos niños que llegaban a ser muy crueles en sus burlas porque se consideraban de una raza superior, por lo que mis padres decidieron ponerme una profesora particular, una gordita dotada de una infinita paciencia porque intentar enseñarme alemán era como pretender enseñar a un camello a tocar las castañuelas. —La cordobesa sonrió apenas al añadir—: Y a eso era a lo que me dedicaba; a pasar gran parte del día encerrada en mi cuarto repicando los palillos hasta que me dolían los dedos.
—¿Su madre qué opinaba al respecto? —quiso saber el editor, consciente de que era un punto de vista importante a la hora de construir un relato que, pese a que la propia Violeta Flores lo negara, empezaba a adquirir un claro tono autobiográfico.
—Mi madre nunca opinaba sobre nada.
—¿Y eso?
—Servía las mesas en el restaurante familiar el día que un rumboso cliente habitual algo maduro la pidió en matrimonio y aceptó en el acto imaginando que un influyente político dueño de media docena de cortijos y de una de las casas más hermosas de Córdoba le proporcionaría cuanto una muchacha de su condición social hubiera podido soñar. En su defensa debo añadir que tampoco podría haber opinado gran cosa, ya que mi padre jamás admitía una réplica, y menos si provenía de aquella a quien solía denominar «desertora del fregadero». Por las mañanas mi madre se ocupaba de la casa y después de comer se encaminaba a una especie de club social en el que se reunían españolas e italianas y donde jugaban a las cartas hasta la hora de cenar. Su única obligación se limitaba a estar siempre guapa, impecable, asequible y decir «amén» a todo.
Tomó de la mesa un abanico y comenzó a agitarlo con la gracia con que tan solo saben hacerlo las andaluzas, y al advertir que su invitado se limitaba a escuchar como si estuviera calibrando cada una de sus palabras, dijo:
—El resultado fue que me pasaba las horas «practicando» con los palillos, leyendo cuanto caía en mis manos e intentando aprender un idioma que se me antojaba endiablado… —Cerró el abanico como si con ese simple gesto remarcase las palabras al añadir—: Poco a poco mis aspiraciones se limitaron a conseguir que el color de mi piel y mi pelo se aclararan, cosa imposible si se tiene en cuenta que mi padre exigía que me dejara la melena larga y suelta, por lo que me obligaba a sentirme como una mosca en un vaso de leche.
Quien la escuchaba con renovada atención estuvo a punto de comentar sin reparos que su padre se le antojaba un cretino, pero se abstuvo de hacerlo abrigando la seguridad de que ella opinaba lo mismo y se lo estaba dando a entender de una manera menos ofensiva.
—Supongo que se quedará a comer porque Fuensanta tiene fama de ser una de las mejores cocineras de la ciudad… —comentó la anciana sin venir a cuento, y ante el mudo gesto de asentimiento que siguió al primer gesto de sorpresa, quiso saber—: ¿Qué le apetece?
—Cualquier cosa que no tenga ajo.
—Difícil me lo pone, pero se hará lo que se pueda. —Agitó la campanilla que se encontraba sobre la mesa y al poco reapareció la muchacha de servicio, a la que le rogó—: Rocío, cielo, pídele a Fuensanta que vaya preparando el almuerzo, pero sin ajo.
—¿Sin ajo…? —repitió la muchacha en el tono de quien acaba de escuchar una inconcebible herejía—. ¿Cómo pretende que haga el gazpacho sin ajo, señora?
—No tengo ni la menor idea, pero no quiero que nada tenga ni sombra de ajo. ¡Un día es un día! Y por favor, retira las tazas y tráenos unos vinos.
Se abanicó de nuevo y aguardó a que los dejaran otra vez a solas antes de decidirse a añadir:
—Tal como mi padre sospechaba, aunque creo que siempre tuvo la certeza de que iba a ocurrir, estalló el «Glorioso Movimiento Nacional» y como Córdoba había quedado en poder de los fascistas, al cabo de casi un año decidió regresar porque suponía que Hitler y Mussolini ayudarían a Franco a ganar la guerra y no deseaba que sus amigos le consideraran desertor. —Hizo una corta pausa para inclinar a un lado la cabeza como si estuviera valorando lo que había dicho y rectificar—: Lo que en verdad temía era que si continuaba en Berlín tanto los de un bando como los del otro acabarían quitándole la casa y los cortijos. —Ahora se encogió de hombros como si se estuviera refiriendo a una anécdota sin importancia al puntualizar—: Nunca volvimos a saber de él; años después me comentaron que lo habían fusilado los republicanos, pero no tengo idea de dónde le mataron, ni en qué hoyo lo enterraron. Al fin y al cabo, los huesos no son más que huesos dondequiera que se guarden y a quienquiera que pertenezcan.
—La mayoría no opina lo mismo y el culto a los muertos, sobre todo a los antepasados, casi siempre ha estado muy arraigado en un gran número de civilizaciones a lo largo de la historia… —le contradijo el editor.
—A mi modo de ver, eso se debe a que quienes rinden culto a la memoria de sus antepasados confían en que de ese modo sus descendientes le rindan culto de igual modo a su memoria.
—Hasta cierto punto es lógico porque a nadie le apetece caer en el olvido.
—No es mi caso porque no dejo descendencia y me indigna la hipocresía de esa gente que clama por encontrar el lugar en que los de uno u otro bando enterraron a sus abuelos, pero ni siquiera se molestan en visitar a sus padres. Durante nuestra maldita guerra civil miles de inocentes murieron porque estaban en el lugar equivocado en el momento equivocado y no encontraron forma de escapar… —Hizo una pausa para puntualizar con sorprendente dureza—: Pero si un hombre abandona a su mujer y a su hija en un país en el que sabe que son rechazadas para acudir a defender unos cortijos o el derecho a volver a ocupar «un puesto de responsabilidad» en la nueva dictadura, juega con fuego, y si se quema es culpa suya. Cuando los intereses o la política llegan a ser más importantes que la familia, se trastocan los valores, por lo que no debe escandalizarse si le aseguro que tanto a mi madre como a mí nos importó un rábano que se lo tragara la tierra. Pocos seres humanos han sufrido lo que sufrimos debido a que mi padre no supo cuáles eran sus prioridades, y le juro que aunque supiera dónde se encuentra enterrado, no iría a llevarle flores.
El editor, que se preciaba de conocer a las personas, ya que ello formaba parte muy importante de su profesión, la observó bajo un nuevo punto de vista debido a que un hondo rencor rezumaba de cada una de sus palabras y a su modo de ver no le faltaba razón: ninguna ideología, creencia religiosa o interés económico debería colocarse nunca sobre el deber de protección a la familia.
Si alguna duda albergaba sobre la sinceridad de la cordobesa, se disipó desde el momento en que esta reconoció que jamás iría a poner flores sobre la tumba de su padre, ya que nadie que no estuviera muy seguro de la fuerza de sus argumentos afirmaría algo así, aunque tan solo fuese por pudor.
Tras dirigir una larga mirada a la grabadora, como si por primera vez dudara a la hora de seguir hablando y sus palabras quedaran registradas para siempre, Violeta Flores resopló, pero al fin alzó sus inmensos ojos negros antes de añadir:
—Mi madre, que como de costumbre no había puesto la menor objeción a unas órdenes que consideraba «inapelables», permaneció tres o cuatro semanas tan desorientada como un ciego al que le hubieran robado el perro lazarillo, incapaz de tomar cualquier tipo de decisión, hasta el punto de llegar a pedirme consejo sobre lo que tenía que hacer… —Se golpeó ligeramente el pecho con el abanico al exclamar como si ella misma no pudiera creérselo—: ¡Me pedía consejo a mí, una niña que nunca ponía los pies en la calle y apenas empezaba a entender lo que decía la radio! ¿Qué podía opinar si toda mi actividad se limitaba a limpiar, cocinar, tocar las castañuelas y releer unos viejos libros que ya se me deshojaban entre las manos?
A quien se sentaba al otro lado de la mesa le hubiera apetecido responder que cuando su matrimonio comenzó a hundirse solicitó de igual modo la ayuda de sus hijos pese a que por su edad fueran incapaces de comprender por qué razón su madre prefería pasarse las horas en el bar de la esquina a ayudarles a repasar los deberes o preparar la cena, pero no lo hizo, consciente de que sus problemas personales no venían al caso.
Al advertir que no obtendría respuesta, la anciana añadió con desconcertante naturalidad:
—Por suerte o por desgracia, mi madre continuaba siendo una auténtica cordobesa, fascinante y en cierto modo «exótica», por lo que a los dos meses había encontrado quien le «aconsejara bien y a diario». Alex era mucho más joven que mi padre, bien parecido y muy agradable, pero estaba casado aunque sin hijos, por lo que en cuanto la relación se consolidó, consiguió convencer a mi madre para que nos instaláramos en una pequeña granja, a casi un centenar de kilómetros al norte de Berlín.
Volvió a hacer una nueva pausa que aprovechó para rellenar las copas de vino, por lo que su oyente se limitó a esperar fiel a su teoría: cuanto menos hablara y más cortas fueran sus preguntas, mejor fluiría el relato.
Y así fue.
—Era un lugar precioso… —añadió Violeta Flores cuando hubo apurado su copa—. A orillas de un gran lago con espesos bosques y pequeñas granjas, y donde admito que por un tiempo me sentí, si no feliz, por lo menos libre. Alex, que era tripero, acudía…
—¡Un momento! —Ahora sí que la interrumpió el editor, visiblemente confundido porque jamás había oído semejante palabra—. ¿Qué significa eso de «tripero»?
—«Tripero» es quien se dedica al negocio de las tripas, querido —le aclaró ella en un tono casi condescendiente—. Los alemanes consumen tantas salchichas que los cerdos no tienen intestinos suficientes para embutir todos sus productos, por lo que a menudo se utilizan tripas de vaca. Alex compraba las de los animales que se sacrificaban en las granjas de la región y las enviaba a su factoría, donde las limpiaba y preparaba antes de revendérselas a los salchicheros. Por esa razón había alquilado una granja que quedaba justo en el centro de su zona de trabajo. Nos visitaba todas las semanas y cuando venía, yo procuraba alejarme con el fin de no escuchar los gritos y jadeos que provenían de la habitación de mi madre; gritos y jadeos que, por cierto, nunca había escuchado antes, ni en Córdoba, ni en Berlín…
La última frase emanaba un leve aroma a satisfacción, como si el hecho de que su madre disfrutara del sexo de una forma abierta, escandalosa y desinhibida fuera una especie de revancha que compartía con ella a cambio de largos años de silencio y represión.
—Mi madre había sido una típica «mujer objeto» que mi padre había adquirido con el fin de usarla, exhibirla y que le diera hijos, exigiéndole «compostura en el tálamo nupcial», puesto que según él ya no era una friegaplatos, sino una señora, y según él las señoras no podían permitirse el lujo de gritar, moverse en exceso o jadear.
En esta ocasión a su interlocutor le resultó del todo imposible morderse la lengua y permitió que se le escapara un comentario que muy bien podría haberse ahorrado y del que se arrepintió al instante:
—Con todos los respetos, e independientemente de las connotaciones del apodo, su padre era lo que hoy en día consideraríamos un auténtico «capullo».
—¡No sabe bien hasta qué punto! —admitió ella de inmediato y sin el menor reparo—. Sería un «capullo» entre «las Capullo», pero no debemos olvidar que los cambios que se han producido a lo largo de mi vida equivalen a los que pudiera haber presenciado la Esfinge durante sus veinte primeros siglos de existencia. —El abanico aceleró sus pulsaciones como si a su dueña le hubiera sobrevenido un sofoco, pero se limitó a sonreír mostrando una blanca y envidiable dentadura que a la distancia a la que Mauro Balaguer se encontraba no parecía haber pasado por la consulta de un odontólogo—. Uno de ellos fue escuchar a mi madre declarar sin el menor recato que esa tarde había disfrutado de cuatro orgasmos y había destrozado la almohada a mordiscos, pero por el hecho de haberse criado entre pucheros y sartenes pasó en pocos días de «desertora del fregadero» a «reina de la cocina», y como en la granja disponíamos de toda clase de productos, el bueno de Alex se sentía de lo más feliz y satisfecho. Yo engordé cinco kilos que me vinieron muy bien porque estaba creciendo y durante el tiempo que habíamos vivido en Berlín me había convertido en una especie de espingarda…