—¡Oh, Sr. Molichard de mi alma, Sr. Molichard, queridísimo y reverenciadísimo! Al fin le encuentro. Y ¡cuánto le he buscado sin que estos pícaros me dieran razón de su merced! Déjeme que le abrace, que bese sus rodillas y que le reverencie y acate y venere… ¡Oh, Santa Virgen María: qué gozo tan grande!
—Creo que estáis loco, buen hombre —dijo el francés sacudiendo sus piernas.
—Pero, ¿no me conoce usía? —añadí—. Pero, ¿cómo me ha de conocer, si no me ha visto nunca? Deme esa mano que la bese y viva mil años el buen Sr. Molichard que salvó a mi padre de la muerte. Soy Baltasar Cipérez, mire la carta de seguridad, soy hijo del tío Baltasar a quien llaman Cipérez el rico, natural de Escuernavacas. Bendito sea el Sr. Molichard. Estoy en Salamanca porque hame mandado mi padre con un obsequio para su merced.
—¡Un obsequio! —exclamó el sargento con alborozado semblante.
—Sí señor, un obsequio miserable, pues lo que usía ha hecho no lo pagará mi padre con los pobres frutos de su huerta.
—¡Verduras! ¿Y dónde están? —dijo Molichard volviendo en derredor los ojos.
—Me las quitó en el camino un cabo de dragones, cuyo nombre no sé; pero que debe de andar por aquí y podrá dar testimonio de lo que digo. Pues poco le gustaron a fe. Regostose la vieja a los bledos, no dejó verdes ni secos.
—¡Oh, peste de dragones! —exclamó con furia el protector de mi padre—. Yo se las sacaré de las tripas.
—Me obligó a que se las vendiera —continué—; pero puedo dar a usía el dinero que me entregó; además, de que en el primer viaje que haga a Salamanca traeré, no una, sino dos cargas para el Sr. Molichard. Mas no es el único obsequio que traigo a su merced. Mi padre no sabía qué hacer, porque quien da luego da dos veces; mi madre, que no ha venido en persona a ponerse a los pies de usía, porque le están echando cintas nuevas a la mantilla, quería que padre echase la casa por la ventana para obsequiar a su protector, y cuando me puse en camino pensaron los dos que la verdura era regalo indigno de su agradecido corazón, liberalidad y mucha hacienda; por cuya razón diéronme tres doblones de oro para que en Salamanca comprase para usía un tercio de vino de la Nava, que aquí lo hay bueno, y el del pueblo revuelve los hígados.
—El Sr. Cipérez es hombre generoso —dijo el francés pavoneándose ante sus amigos, que no estaban menos absortos y gozosos que él.
—Lo primero que hice en Salamanca esta mañana fue contratar el tercio en el mesón de la tía Fabiana. Conque vamos por él…
—El vino de la tía Fabiana no puede ser mejor que el que hay en la taberna de la Zángana. Puedes comprarlo allí.
—Daré aína el dinero a su merced para que lo compre a su gusto. Bien dicen que al que Dios quiere bien, en casa le traen de comer. ¡Cuánto trabajo para encontrar al Sr. Molichard! Preguntaba a todo el mundo sin que nadie me diera razón, hasta que este buen amigo me tomó por espía y trájome aquí… no hay mal que por bien no venga… ¡Al fin he tenido el gusto de abrazar al amigo de mi padre! ¡Qué casualidad! Ojos que se quieren bien, desde lejos se ven… Sr. Molichard, cuando me deje su merced en el calabozo, donde el oficial mandó que me pusieran, puede ir a escoger el vino que más le acomode. ¡Bendito sea Dios que hizo rico a mi buen padre para poder pagar con largueza los beneficios! Mi padre quiere mucho al Sr. Molichard. Quien te da el hueso no quiere verte muerto.
—En lo de ensartar refranes —dijo Molichard—, se conoce la sangre del Sr. Cipérez.
—Si bien canta el cura, no le va en zaga el monaguillo.
Molichard pareció indeciso y después de consultar a sus compañeros con la vista y algún monosílabo que no entendí, me dijo:
—Yo bien quisiera no encerraros en el calabozo, porque, en verdad, cuando le obsequian a uno de parte del Sr. Cipérez… pero…
—No… no se apure por mí el Sr. Molichard —dije con la mayor naturalidad del mundo—. Ni quiero que por mí le riña el señor oficial. Al calabozo. Como estoy seguro de que el señor oficial y todos los oficiales del mundo se convencerán de que no soy malo.
—En el calabozo lo pasaréis mal, joven… —dijo el francés—. Veremos. Se le dirá al oficial que…
—El oficial no se acuerda ya de lo que mandó —afirmó Tourlourou, quien, por encantamiento, había olvidado sus rencores contra mí.
—¡Eh! Jean-Jean —gritó Molichard llamando a un compañero que cercano al lugar de la escena pasaba, y en cuya pomposa figura conocí al cabo de dragones que comprara mis verduras en el camino.
Acercose Jean-Jean, por quien fui al punto reconocido.
—Buen amigo —le dije—, me parece que fue su merced quien me compró las verduras que traje para el señor.
—¿Para Molichard?…
—¿No dije que eran para un regalo?
—A saber que eran para este
chauve souris
—dijo Jean-Jean—, no os hubiera dado un céntimo por ellas.
—Jean-Jean —dijo Molichard en francés—, ¿te gusta el vino de la Nava?
—Verlo no. ¿Dónde lo hay?
—Mira, Jean-Jean. Este joven me ha regalado un trago. Pero tenemos que ponerle a él en el calabozo…
—¡En el calabozo!
—Sí,
mon vieux
, le han tomado por espía sin serlo.
—Vámonos a la taberna los cuatro —dijo Tourlourou— y luego el señor se quedará en su calabozo.
—Yo no quiero que por mí se indispongan sus mercedes con los jefes —dije con humildad y apocamiento—. Llévenme a la prisión, enciérrenme… Cada lobo en su senda y cada gallo en su muladar.
—¿Qué es eso de encerrar? —gritó Molichard en tono campechano y tocando las castañuelas con los dedos—. A casa de la Zángana,
messieurs
. Cipérez, nosotros respondemos de ti.
—¿Y si se enfada el oficial? Yo no me muevo de aquí.
—Un francés, un soldado de Napoleón —dijo Tourlourou con un gesto parecido al de Bonaparte señalando las pirámides—, no bebe tranquilo mientras que su amigo español se muere de sed en una mazmorra. Bravo, Cipérez —añadió abrazándome—, sois el primero entre mis camaradas. Abracémonos… Bien, así… amigos hasta la muerte. Señores, ved juntos aquí
l'aigle de l'Empire et le lion de l'Espagne
.
Francamente, a mí, león de España, me hacían poquísima gracia, como aquella, los brazos del águila del imperio.
Y con esto y otros excesos verbales de los tres servidores del gran imperio, me sacaron fuera del cuartel y en procesión lleváronme a un ventorrillo cercano a las fortificaciones de San Vicente.
—Sr. Molichard, aparte del tercio de lo de la Nava, que es regalo de mi señor padre, yo pago todo el gasto —dije al entrar.
En poco tiempo, Tourlourou, Molichard y Jean-Jean, regalaron sus venerandos cuerpos con lo mejor que había en la bodega, y helos aquí que por grados perdían la serenidad, si bien el cabo de dragones parecía tener más resistencia alcohólica que sus ilustres compañeros de armas y de vino.
—¿Tiene mucha hacienda vuestro padre? —me preguntó Molichard.
—Bastante para pasar —respondí con modestia.
—Llámanle Cipérez el rico.
—Cierto, y lo es… Veo que mi obsequio parece poco… Por ahí se empieza. Ya sabemos que sobre un huevo pone la gallina.
—No digo eso. ¡A la salud de
monsieurrrr
Cipérez!
—Esto que hoy he traído, es porque como venía a mercar hierro viejo… Pero mi padre y mi madre y toda la familia, vendrán en procesión
solene
con algo mejor. Sr. Molichard, mi hermana quiere conocer al Sr. Molichard…
—Es una linda muchacha, según decía Cipérez. ¡A la salud de María Cipérez!
—Muy guapa. Parece un sol, y cuantos la ven la tienen por princesa.
—Y una buena dote… Si al fin irá uno a dejar su pellejo en España. Digamos como Luis XIV: «Ya no hay
Pirrineos
». Bebed, Baltasarico.
—Yo tengo muy floja la cabeza. Con tres medias copas que he bebido, ya estoy como si me hubieran metido a toda Salamanca entre sien y sien —dije fingiendo el desvanecimiento de la embriaguez.
Jean-Jean cantaba:
Le crocodile en partant pour la guerre
disait adieux a ses petits enfants.
Le malheureux
traînant sa queue
dans la poussière…
Tourlourou, después de remedar el gato y el perro, púsose de pie y con gesto majestuoso exclamó:
—Camaradas, desde lo alto de esta botella
quarrrrente siècles vous contemplent
.
Yo dije a Molichard:
—Señor sargento, como no acostumbro a beber, me he mareado de tal modo… Voy a salir un momento a tomar el aire. ¿Ha escogido usted su vino de la Nava?
Y sin esperar contestación, pagué a la Zángana.
—Bien; vamos un momento afuera —repuso Molichard tomándome del brazo.
Al salir encontreme en un sitio que no era plaza, ni patio, ni calle; sino más bien las tres cosas juntas. A un lado y otro veíanse altas paredes, unas a medio derribar, otras en pie todavía, sosteniendo los techos destrozados. Al través de estos se distinguía el interior abierto de los que fueron templos, cuyos altares habían quedado al aire libre; y la luz del día, iluminando de lleno las pinturas y dorados, daba a estos el aspecto de viejos objetos de prendería cuando los anticuarios de feria los amontonan en la calle. Soldados y paisanos trabajaban llevando escombros, abriendo zanjas, arrastrando cañones, amontonando tierra, acabando de demoler lo demolido a medias, o reparando lo demolido con exceso. Vi todo esto, y acordándome de lord Wellington, puse mi alma toda en los ojos. Yo hubiera querido abarcar de un solo golpe de vista lo que ante mí tenía y guardarlo en mi memoria, piedra por piedra, arma por arma, hombre por hombre.
—¿Qué es esto que hacen aquí, señor Molichard? —pregunté cándidamente.
—¡Fortificaciones, animal! —dijo el sargento, que después que se llenó el cuerpo con mi vino, había empezado a perderme el respeto.
—Ya, ya comprendo —repuse afectando penetración—. Para la guerra. ¿Y cómo llaman este sitio?
—Esto en que estamos es el fuerte de San Vicente, y aquí había un convento de benedictinos, que se derribó. Una guarida de mochuelos, mi amiguito.
—¿Y qué van a hacer aquí con tanto cañón? —pregunté estupefacto.
—Pues no eres poco bestia. ¿Qué se ha de hacer? Fuego.
—¡Fuego! —dije medrosamente—. ¿Y todos a la vez?
—Te pones pálido, cobarde.
—Uno, dos, tres, cuatro… allí traen otro. Son cinco. Y esa tierra, mi sargento, ¿para qué es?
—No he visto un animal semejante. ¿No ves que se están haciendo escarpa y contra escarpa?
—¿Y aquel otro caserón hecho pedazos que se ve más allá?
—Es el castillo árabe-romano.
¡Foudre et tonnerre!
Eres un ignorante… Dame la mano, que San Cayetano me baila delante.
—¿San Cayetano?
—¿No lo ves, zopenco? Aquel convento grande que está a la derecha. También lo estamos fortificando.
—Esto es muy bonito, señor Molichard. Será gracioso ver esto cuando empiece el fuego. ¿Y aquellos paredones que están derribando?
—El colegio Trilingüe…
triquis lingüis
en latín, esto es,
de tres lenguas
. Todavía no han acabado el camino cubierto que baja a la Alberca.
—Pero aquí han derribado calles enteras, señor Molichard —dije avanzando más y dándole el brazo para que no se cayese.
—Pues no parece sino que viene del Limbo,
¡Ventre de bÅ“uf!
¿No ves que hemos echado al suelo la calle larga para poder esparcir los fuegos de San Vicente?…
—Y allí hay una plaza…
—Un baluarte.
—Dos, cuatro, seis, ocho cañones nada menos. Esto da miedo.
—Juguetes… Los buenos son aquellos cuatro, los del rebellín.
—Y por aquí va un foso…
—Desde la puerta hasta los Milagros, bruto.
¿Y detrás?… Jesús, María y José ¡qué miedo!
—Detrás el parapeto donde están los morteros.
—Vamos ahora por aquel lado.
—¿Por San Cayetano?… ¡Oh!… Veo que eres curioso, curiosito…
Saperlotte
. Te advierto que si sigues haciendo tales preguntas y mirando con esos ojos de buey… me harás creer que ciertamente eres espía… y a la verdad, amiguito, sospecho…
El sargento me miró con descaro y altanería. Llegó a la sazón Tourlourou en lastimoso estado, y mal sostenido por su amigo Jean-Jean, que entonaba una canción guerrera.