—Corriente mi general. El miércoles a las doce estaré en Bernuy de vuelta de mi expedición.
—Tome usted precauciones. Diríjase usted a la calzada de Ledesma, pero cuidando de marchar siempre fuera del arrecife. Disfrácese usted bien, pues los franceses dejan entrar a los aldeanos que llevan víveres a la plaza; y al levantar el croquis evite en lo posible las miradas de la gente. Lleve usted armas, ocultándolas bien: no provoque a los enemigos; fínjase amigo de ellos, en una palabra, ponga usted en juego su ingenio, su valor, y todo el conocimiento de los hombres y de la guerra que ha adquirido en tantos años de activa vida militar. El
Mayor
general del ejército entregará a usted la suma que necesite para la expedición.
—Mi general —dije— ¿tiene vuecencia algo más que mandarme?
—Nada más —repuso sonriendo con benevolencia— sino que adoro la puntualidad y considero como origen del éxito en la guerra la exacta apreciación y distribución del tiempo.
—Eso quiere decir que si no estoy de vuelta el miércoles a las doce, desagradaré a vuecencia.
—Y mucho. En el tiempo marcado puede hacerse lo que encargo. Dos horas para sacar el croquis, dos para visitar los fuertes, ofreciendo en venta a los soldados algún artículo que necesiten, cuatro para recorrer toda la población y sacar nota de los edificios demolidos, dos para vencer obstáculos imprevistos, media para descansar. Son diez horas y media del martes por el día. La primera mitad de la noche para estudiar el espíritu de la ciudad, lo que piensan de esta campaña la guarnición y el vecindario, una hora para dormir y lo restante para salir y ponerse fuera del alcance y de la vista del enemigo. No deteniéndose en ninguna parte puede usted presentárseme en Bernuy a la hora convenida.
—A la orden de mi general —dije disponiéndome a salir.
Lord Wellington, el hombre más grande de la Gran Bretaña, el rival de Bonaparte, la esperanza de Europa, el vencedor de Talavera, de la Albuera, de Arroyo Molinos y de Ciudad-Rodrigo, levantose de su asiento, y con una grave cortesanía y cordialidad, que inundó mi alma de orgullo y alegría, diome la mano, que estreché con gratitud entre las mías.
Salí a disponer mi viaje.
Hallábame una hora después en una casa de labradores ajustando el precio del vestido que había de ponerme, cuando sentí en el hombro un golpecito producido al parecer por un látigo que movían manos delicadas. Volvime y miss Fly, pues no era otra la que me azotaba, dijo:
—Caballero, hace una hora que os busco.
—Señora, los preparativos de mi viaje me han impedido ir a ponerme a las órdenes de usted.
Miss Fly no oyó mis últimas palabras, porque toda su atención estaba fija en una aldeana que teníamos delante, la cual, por su parte, amamantando un tierno chiquillo, no quitaba los ojos de la inglesa.
—Señora —dijo esta— ¿me podréis proporcionar un vestido como el que tenéis puesto?
La aldeana no entendía el castellano corrompido de la inglesa, y mirábala absorta sin contestarle.
—Señorita Fly —dije— ¿va usted a vestirse de aldeana?
—Sí —me respondió sonriendo con malicia—. Quiero ir con vos.
—¡Conmigo! —exclamé con la mayor sorpresa.
—Con vos, sí; quiero ir disfrazada con vos a Salamanca —añadió tranquilamente, sacando de su bolsillo algunas monedas para que la aldeana la entendiese mejor.
—Señora, no puedo creer sino que usted se ha vuelto loca —dije—. ¿Ir conmigo a Salamanca, ir conmigo en esta expedición arriesgada y de la cual ignoro si saldré con vida?
—¿Y qué? ¿No puedo ir porque hay peligro? Caballero, ¿en qué os fundáis para creer que yo conozco el miedo?
—Es imposible, señora, es imposible que usted me acompañe —afirmé con resolución.
—Ciertamente no os creía grosero. Sois de los que rechazan todo aquello que sale de los límites ordinarios de la vida. ¿No comprendéis que una mujer tenga arrojo suficiente para afrontar el peligro, para prestar servicios difíciles a una causa santa?
—Al contrario, señora, comprendo que una mujer como usted es capaz de eminentes acciones, y en este momento miss Fly me inspira la más sincera admiración; pero la comisión que llevo a Salamanca es muy delicada, exige que nadie vaya al lado mío, y menos una señora que no puede disfrazarse, ocultando su lengua extranjera y noble porte.
—¿Que no puedo disfrazarme?
—Bueno, señora —dije sin poder contener la risa—. Principie usted por dejar su guardapiés de amazona, y póngase el manteo, es decir, una larga pieza de tela que se arrolla en el cuerpo, como la faja que ponen a los niños.
Miss Fly miraba con estupor el extraño y pintoresco vestido de la aldeana.
—Luego —añadí— desciña usted esas hermosas trenzas de oro, construyéndose en lo alto un moño del cual penderán cintas, y en las sienes dos rizos de rueda de carro con horquillas de plata. Cíñase usted después la jubona de terciopelo, y cubra en seguida sus hermosos hombros con la prenda más graciosa y difícil de llevar, cual es el dengue o rebociño.
Athenais se ponía de mal humor, y contemplaba las singulares prendas que la charra iba sacando de un arcón.
—Y después de calzarse los zapatitos sobre media de seda calada, y ceñirse el picote negro bordado de lentejuelas, ponga usted la última piedra a tan bello edificio, con la mantilla de rocador prendida en los hombros.
La señorita Mariposa me miró con indignación comprendiendo la imposibilidad de disfrazarse de aldeana.
—Bien —afirmó mirándome con desdén—. Iré sin disfrazarme. En realidad no lo necesito, porque conozco al coronel Desmarets, que me dejará entrar. Le salvé la vida en la Albuera… Y no creáis, mi conocimiento con el coronel Desmarets puede seros útil…
—Señora —le dije, poniéndome serio—, el honor que recibo y el placer que experimento al verme acompañado por usted son tan grandes, que no sé cómo expresarlos. Pero no voy a una fiesta, señora, voy al peligro. Además, si este no asusta a una persona como usted ¿nada significa el menoscabo que pueda recibir la opinión de una dama ilustre que viaja con hombre desconocido por vericuetos y andurriales?
—Menguada idea tenéis del honor, caballero —declaró con nobleza y altanería—. O vuestros hechos son mentira, o vuestros pensamientos están muy por bajo de ellos. Por Dios, no os arrastréis al nivel de la muchedumbre, porque conseguiréis que os aborrezca. Iré con vos a Salamanca.
Y tomando el partido de no contestar a mis razonables observaciones, se dirigió al cuartel general, mientras yo tomaba el camino de mi alojamiento para trocarme de oficial del ejército en el más rústico charro que ha parecido en campos salmantinos. Con mi calzón estrecho de paño pardo, mis medias negras y zapatos de vaca; con mi chaleco cuadrado, mi jubón de aldetas en la cintura y cuchillada en la sangría, y el sombrero de alas anchas y cintas colgantes que encajé en mi cabeza, estaba que ni pintado. Completaron mi equipo por el momento una cartera que cosí dentro del jubón con lo necesario para trazar algunas líneas, y el alma de la expedición, o sea el dinero que puse en la bolsa interna del cinto.
—Ya está mi Sr. Araceli en campaña —me dije—. El miércoles a las doce de vuelta en Bernuy… ¡En buena me he metido!… Si la inglesa da en el hito de acompañarme, soy hombre perdido… Pero me opondré con toda energía, y como no entre en razón, denunciaré al general en jefe el capricho de su audaz paisana para que acorte los vuelos de esta sílfide andariega y voluntariosa.
No era tanta mi inmodestia que supusiese a Athenais movida exclusivamente de un antojo y afición a mi persona; pero aún creyéndome indigno de la solícita persecución de la hermosa dama, resolví poner en práctica un medio eficaz para librarme de aquel enojoso, aunque adorable y tentador estorbo, y fue que bonitamente y sin decir nada a nadie, como D. Quijote en su primera salida, eché a correr fuera de Santi Spíritus y delante de la vanguardia del ejército, que en aquel momento comenzaba a salir para San Muñoz.
Pero juzgad, ¡oh señores míos! ¡cuál sería mi sorpresa cuando a poco de haber salido espoleando mi cabalgadura, que en el andar allá se iba con Rocinante, sentí detrás un chirrido de ásperas ruedas y un galope de rocín y un crujir de látigo y unas voces extrañas de las que en todos los idiomas se emplean para animar a un bruto perezoso! ¡Juzgad de mi sorpresa cuando me volví y vi a la misma miss Fly dentro de un cochecillo indescriptible, no menos destartalado y viejo que aquel de la célebre catástrofe, guiando ella misma y acompañada de un rapazuelo de Santi Spíritus!
Al llegar junto a mí, la inglesa profería exclamaciones de triunfo. Su rostro estaba enardecido y risueño, como el de quien ha ganado un premio en la carrera, sus ojos despedían la viva luz de un gozo sin límites; algunas mechas de sus cabellos de oro flotaban al viento, dándole el fantástico aspecto de no sé qué deidad voladora de esas que corren por los frisos de la arquitectura clásica, y su mano agitaba el látigo con tanta gallardía como un centauro su dardo mortífero. Si me fuera lícito emplear las palabras que no entiendo bien aplicadas a la figura humana, pero que son de uso común en las descripciones, diría que estaba
radiante
.
—Os he alcanzado —dijo con acento verdaderamente triunfal—. Si
mistress
Mitchell no me hubiera prestado su carricoche, habría venido sobre una cureña, señor Araceli.
Y como nuevamente le expusiera yo los inconvenientes de su determinación, me dijo:
—¡Qué placer tan grande experimento! Esta es la vida para mí; libertad, independencia, iniciativa, arrojo. Iremos a Salamanca… Sospecho que allí tendréis que hacer además de la comisión de lord Wellington… Pero no me importan vuestros asuntos. Caballero, sabed que os desprecio.
—¿Y qué he hecho para merecerlo? —dije poniendo mi cabalgadura al paso del caballo de tiro y aflojando la marcha, lo cual ambas bestias agradecieron mucho.
—¿Qué? Llamar locura a este designio mío. No tienen otra palabra para expresar nuestra inclinación a las impresiones desconocidas, a los grandes objetos que entrevé el alma sin poderlos precisar, a las caprichosas formas con que nos seduce el acaso, a las dulces emociones producidas por el peligro previsto y el éxito deseado.
—Comprendo toda la grandeza del varonil espíritu de usted; pero ¿qué puede encontrar en Salamanca digno del empleo de tan insignes facultades? Voy como espía, y el espionaje no tiene nada de sublime.
—¿Querréis hacerme creer —dijo con malicia— que vais a Salamanca a la comisión de lord Wellington?
—Seguramente.
—Un servicio a la patria no se solicita con tanto afán. Recordad lo que me dijisteis acerca de la persona a quien amáis, la cual está presa, encantada o endemoniada (así lo habéis dicho) en la ciudad adonde vamos.
Una risa franca vino a mis labios, mas la contuve diciendo:
—Es verdad; pero quizás no tenga tiempo para ocuparme de mis propios asuntos.
—Al contrario —dijo con gracia suma—. No os ocuparéis de otra cosa. ¿Se podrá saber, caballero Araceli, quién es cierta condesa que os escribe desde Madrid?
—¿Cómo sabe usted…? —pregunté con asombro.
—Porque poco antes de salir yo de casa de Forfolleda, llegó un oficial con una carta que había recibido para vos. La miré por fuera, y vi unas armas con corona. Vuestro asistente dijo: «Ya tenemos otra cartita de mi señora la condesa».