—¿Y siempre desaparecen así como luz que se apaga?
—No señor, que a veces corre delante de mí, y la sigo, y o se pierde entre la multitud, o avanza tanto en su camino que no puedo alcanzarla. Un día la vi en una soberbia cabalgadura que corría más que el viento, y ayer la vi en un carro.
—¿Que corría también como el viento?
—No señor, pues apenas corría como un mal carro. La visión de ayer ofrece para mí una particularidad aterradora, y que me prueba cierta recrudescencia y gravedad del mal que padezco.
—¿Por qué?
—Porque ayer me habló.
—¿Cómo? —exclamé sonriendo, mas no asombrado del extremo a que llegaban las locuras de mi amigo.
—¿Habló al fin la señorita del pie desnudo, la pastora, la monja de Ciudad-Rodrigo?
—Sí señor. Iba en un carro en compañía de unos cómicos que venían al parecer de Extremadura.
—¡En un carro!… ¡Con unos cómicos!… ¡De Extremadura!
—Sí señor: veo que se asombra usted y lo comprendo, porque el caso no es para menos. Delante iban algunos hombres a caballo; luego seguía un carro con dos mujeres, y después otro carro con decoraciones y trebejos de teatro, todos quemados y hechos pedazos.
—Hermano, usted se burla de mí —dije levantándome de súbito y volviéndome a sentar, impulsado por ardiente desasosiego.
—Cuando la vi, señor mío, experimenté aquel calofrío, aquella sensación entre placentera y dolorosa que acompaña a mis terribles crisis.
—¿Y cómo iba?
—Triste, arropada en un manto negro.
—¿Y la otra mujer?
—Engañosa imaginación también, sin duda, la acompañaba en silencio.
—¿Y los hombres que iban a caballo?
—Eran cinco, y uno de ellos vestía de juglar con calzón de tres colores y montera de picos. Disputaban, y otro de ellos, que parecía mandar a todos, era una persona de buena apostura y presencia, con barba picuda como la del demonio.
—¿No sintió usted olor de azufre?
—Nada de eso, señor. Aquellos hombres hablaban con animación y nombraron a unos soldados que les habían quemado sus infernales cachivaches.
—Sospecho, querido hermano Juan —dije con turbación— que ya no es usted solo el endemoniado, sino que yo lo estoy también, pues esos cómicos, y esas mujeres, y esos carros, y esos trastos escénicos son reales y efectivos, y aunque no los vi, sé que estuvieron en Santibáñez de Valvaneda. ¿Sería que alguna de las cómicas se le antojó a usted ser la misma persona de marras, sin que en esto hubiese la más ligera picardía por parte de la majestad infernal?
—Bien he dicho yo —continuó el fraile con candor— que esta aparición de hoy es la más extraordinaria y asombrosa que he tenido en mi vida, pues en ella la demoniaca hechura ha presentado tales síntomas, señales y vislumbres de realidad, que al más licurgo y despreocupado engañaría. Esta es también la primera vez que la imagen querida, además de tomar cuerpo macizo de mujer, ha remedado la humana voz.
—¿Ha hablado?
—Sí señor; ha hablado —dijo el hospitalario con terror—. Su voz no es la misma que aún resuena en mis oídos, desde que la oí en casa de Requejo, así como su figura en el día de hoy me ha parecido más hermosa, más robusta, más completa y más formada. Tal como la vi en el convento, en el bosque, en la iglesia y en Ciudad-Rodrigo era casi una niña, y hoy…
—Pero si habló, ¿qué dijo?
—Yo me acerqué al carro, la miré, mirome ella también… Sus ojos eran rayos que me quemaban cuerpo y alma. Luego apareció asombrada, muy asombrada… ¡Ay! sus labios se movieron y pronunciaron mi propio nombre. «Sr. Juan de Dios, dijo, ¿se ha hecho usted fraile?…». Me pareció que iba yo a morir en aquel mismo momento. Quise hablar y no pude. Ella hizo ademán de darme una limosna, y de pronto el hombre que parecía mandar a todos, como advirtiera mi presencia junto al carro de las cómicas, detuvo el caballo, y volviéndose me dijo con voz fiera: «Largo de aquí, holgazán pancista». Ella dijo entonces: «Es un pobre mendicante que pide limosna». El hombre alzó el palo para pegarme y ella dijo: «Padre, no le hagas daño».
—¿Está usted seguro de que dijo eso?
—Sí, seguro estoy; mas el infame, como criatura infernal que era, enemigo natural de las personas consagradas al servicio de Dios, llamome de nuevo holgazán, y recibí al mismo tiempo tal porrazo en la cabeza, que caí sin sentido.
—Sr. Juan de Dios —le dije después de reflexionar un poco sobre lo extraño de aquella aventura— júreme usted que es verdad cuanto ha dicho y que no es su ánimo burlarse de mí.
—¡Yo burlarme, señor oficial de mi alma! —exclamó el hospitalario, que estuvo a punto de llorar viendo que se ponía en duda su veracidad—. Cierto es lo que he dicho, y tan evidente es que hay demonio en el infierno, como que hay Dios en el cielo, pues infinito es en el mundo el número de casos de obsesión, y todos los días oímos contar nuevas tropelías y estupendas gatadas del mortificador del linaje humano.
—¿Y no puede usted precisar el sitio en que ocurrió eso del carro de comediantes?
—Pasado Santibáñez de Valvaneda, como a tres leguas. Iban a buen paso camino de Salamanca.
El infeliz hospitalario no podía mentir, y en cuanto a la endemoniada composición de las cosas y personas referidas, yo tenía mis razones para creer que entre los primeros y el último encuentro del fraile había alguna diferencia.
De nuevo le insté para que tomase alguna cosa, y segunda vez se resistió a dar a su cuerpo regalo alguno. Ya nos disponíamos a marchar, cuando le vi palidecer, si es que cabía mayor grado de amarillez en su amojamada carne; le vi aterrado, con los ojos medio salidos del casco, el labio inferior trémulo y toda su persona desasosegada. Miraba a un punto fijo detrás de mí, y como yo rápidamente me volviese y nada hallase que pudiera motivar aquel espanto, le pregunté la causa de sus terrores y si allí entre tantos soldados se atrevía Satanás a hacer de las suyas.
—Ya se ha desvanecido —dijo con voz débil y dejando caer desmayadamente los brazos.
—¿Pues qué, otra vez ha estado aquí?
—Sí en aquel grupo donde bailan los soldados… ¿Ve usted que hay allí unas mozas de San Esteban?
—Es cierto; pero o yo he olvidado la cara de la señora Inés, o no está entre ellas —repuse sin poder contener la risa—. Si estuviera, bien se le podían decir cuatro frescas por ponerse a bailar con los soldados.
—Pues dude usted de que ahora es de día, señor mío —afirmó no repuesto aún de la emoción— pero no dude usted de que estaba allí. Veo que el demonio recrudece sus tentaciones y aumenta el rigor de sus ataques contra los reductos de mi fortaleza, y esto lo hace porque estoy pecando…
—¿Pecando ahora, pecando por hablar con un antiguo amigo?
—Sí señor, pues pecar es entregar sin freno el espíritu a los deleites de la conversación con gente seglar. Además he estado aquí descansando más de hora y media, cosa que en tres años no he hecho, y he gustado de la fresca sombra de estos árboles. Alma mía —añadió con exaltado fervor— arriba, no duermas, vigila sin cesar al enemigo que te acecha, no te entregues al corruptor deleite de la amistad, ni desmayes un solo momento, ni pruebes las dulzuras del reposo. Alerta, alerta siempre.
—¿Se marcha usted ya? —dije, al ver que desataba al buen pollino—. Vamos, no rechazará usted este pedazo de pan para el camino.
Tomolo y poniéndoselo en la boca al pacífico asno, que no estaba sin duda por cenobíticas abstinencias, cogió él para sí un puñado de yerba y la guardó en el seno.
—O es un farsante —dije para mí— o el más puro y candoroso beato que ciñe el cíngulo monacal.
—Buenas tardes, Sr. D. Gabriel —dijo con humilde acento—. Me voy a Béjar para seguir mañana a Candelario, donde tenemos un hospital. ¿Y usted, a dónde marcha?
—¿Yo? a donde me lleven; tal vez a conquistar a Salamanca, que está en poder de Marmont.
—Adiós, hermano y querido señor mío —repuso—. Gracias, mil gracias por tantas bondades.
Y tirando del torzal, partió con el burro tras sí. Cuando su enjuta figura negruzca se alejó al bajar un cerro, pareciome ver en él un cuerpo que melancólicamente buscaba su perdida sepultura sin poder encontrarla.
Dos días después, más allá de Dios le guarde, un gran acontecimiento turbó la monotonía de nuestra marcha. Y fue que a eso de la madrugada nuestras tropas avanzadas prorrumpieron en exclamaciones de júbilo; mandose formar, dando a las compañías el marcial concierto y la buena apariencia que han menester para presentarse ante un militar inteligente, y algunos acudieron por orden del general a cortar ramos a los vecinos carrascales para tejer no sé si coronas, cenefas o triunfales arcos. Al llegar al camino de Ciudad-Rodrigo vimos que apareció falange numerosa de hombres vestidos de encarnado y caballeros en ligerísimos corceles; verlos y exclamar todos en alegre concierto: «¡Viva el
lord
!» fue todo uno.
—Es la caballería de Cotton de la división del general Graham —dijo D. Carlos España—. Señores, cuidado no hagamos alguna gansada. Los ingleses son muy ceremoniosos y se paran mucho en las formas. Si se coge bastante carrasca haremos un arquito de triunfo para que pase por él el vencedor de Ciudad-Rodrigo, y yo le echaré un discurso que traigo preparado elogiando su pericia en el arte de la guerra y la Constitución de Cádiz, cosas ambas bonísimas, y a las cuales deberemos el triunfo al fin y a la postre.
—No es el señor lord muy amigo de la Constitución de Cádiz —dijo D. Julián Sánchez, que a derecha mano de D. Carlos estaba—; pero a nosotros ¿qué nos va ni qué nos viene en esto? Derrotemos a Marmont y vivan todos los milores.
Los jinetes rojos llegaron hasta nosotros, y su jefe, que hablaba español como Dios quería, cumplimentó a nuestro brigadier, diciéndole que su excelencia el señor duque de Ciudad-Rodrigo no tardaría en llegar a Santi Spíritus. Al punto comenzamos a levantar el arco con ramajes y palitroques a la entrada de dicho pueblo, y vierais allí que un dómine del país apareció trayendo unos al modo de tarjetones de lienzo con sendos letreros y versos que él mismo había sacado de su cabeza, y en las cuales piezas poéticas se encomiaban hasta más allá de los cuernos de la luna las virtudes del moderno Fabio, o sea el Sr. D. Arturo Wellesley, lord vizconde de Wellington de Talavera, duque de Ciudad-Rodrigo, grande de España y par de Inglaterra.
Iban llegando unos tras otros numerosos cuerpos de ejército, que se desparramaban por aquellos contornos ocupando los pueblos inmediatos, y al fin entre los más brillantes soldados escoceses, ingleses y españoles, apareció una silla de postas, recibida con aclamaciones y vítores por las tropas situadas a un lado y otro del camino. Dentro de ella vi una nariz larga y roja, bajo la cual lucieron unos dientes blanquísimos. Con la rapidez de la marcha apenas pude distinguir otra cosa que lo indicado y una sonrisa de benevolencia y cortesía que desde el fondo del carruaje saludó a las tropas.
No debo pasar en silencio, aunque esto concuerde mal con la gravedad de la historia, que al pasar el coche bajo el arco triunfal, como este no lo habían construido ingenieros ni artífices romanos, con la sacudida y golpe que recibiera de una de las ruedas, hizo como si quisiera venirse abajo, y al fin se vino, cayendo no pocas ramas y lienzos sobre la cabeza del dómine que tuviera parte tan importante en su malhadada fábrica. Como no hubo que lamentar desgracia alguna, celebrose con risas la extraña ruina. Los chicos apoderáronse al punto de los tarjetones, que eran como de tres cuartas de diámetro, y abriéndoles en el centro un agujero y metiendo por él la cabeza se pasearon delante de Wellington con aquella valona o flamenca golilla.
Entre tanto D. Carlos España desembuchaba su discurso delante del lord, y luego que concluyera, presentose el dómine con el amenazador proyecto de hablar también. Consintiolo el general, que como persona finísima disimulaba su cansancio, y oyendo las pedanteríasdel orador, movía la cabeza, acompañando sus gestos de la especial sonrisa inglesa, que hace creer en la existencia de algún cordón
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intermandibular, del cual tiran para plegar la boca como si fuera una cortina.
—Mi comandante —me dijo con cara de júbilo mi asistente cuando me aparté de los generales para ocuparme del alojamiento—, ¿no ha visto usía el otro ejército que viene detrás?
—Serán los portugueses.
—¡Qué portugueses ni qué garambainas! Son mujeres, un ejército de mujeres. Esto se llama darse buena vida. Los ingleses, en vez de impedimenta llevan la faldamenta. Así da gusto de hacer la guerra.
Miré y vi veinte, ¿qué digo, veinte? cuarenta y aun cincuenta carros, coches y vehículos de distintas formas, llenos todos de mujeres, unas al parecer de alta, otras de baja calidad, y de distinta belleza y edad, aunque por lo general, dicho sea esto imparcialmente, predominaba el género feo. Al punto que pararon los vehículos entre nubes de polvo, vierais descender con presteza a las señoras viajeras y resonar una de las más discordes algarabías que pueden oírse. Por un lado chillaban ellas llamando a sus consortes, y ellos por otro penetraban en la femenil multitud gritando:
Anna, Fanny, Mathilda, Elisabeth
. En un instante formáronse alegres parejas, y un tumultuoso concierto de voces guturales y de inflexiones agudas y de articulaciones líquidas llenó los aires.
Pero como la división aliada que acababa de llegar no podía pernoctar entera en aquel pueblo, una parte de ella siguió el camino adelante hacia Aldehuela de Yeltes. Tornaron a montar en sus carricoches muchas de las hembras formando parte del convoy de víveres y municiones, y otras quedaron en Santi Spíritus. El día pasó, ocupándonos todos en buscar el mejor alojamiento posible; pero como éramos tantos, al caer de la tarde no habíamos resuelto la cuestión. En cuanto a mí, me creía obligado a dormir en campo raso. Tribaldos me notificó que el dómine del lugar tenía sumo placer en cederme su habitación. Después de visitar a mi honrado patrono, salí a desempeñar varias obligaciones militares, y ya me retiraba a casa, cuando junto al camino sentí gritos y voces de alarma. Corrí a donde sonaban, y no era más sino que por el camino adelante venía un cochecillo cuyo caballo le arrastraba dando tan terribles tumbos y saltos, que cada instante parecía iba a deshacerse en pedazos mil. Cuando con rapidez inmensa pasó por delante de nosotros, un grito de mujer hirió mis oídos.