—Es cierto, pero ignoro cómo o por qué sucede. Creo que no basta que lo deseen. Helena, yo te he visto eclipsada por la diosa. ¿Cómo pudo suceder?
—No me digas que deseas mostrarte como Afrodita —dijo Helena, riendo—. Creí que eras enemiga suya. Casandra hizo un gesto piadoso.
—Lejos de mí la idea de ser enemiga de ningún inmortal —declaró—. No la sirvo porque me parece que la Bella no es una diosa como son la Madre Tierra y la Madre Serpiente, e incluso la Doncella.
—¿Cuándo una diosa no es una diosa? —inquirió Helena con una extraña sonrisa—. Me parece que no te entiendo, Casandra.
—Quiero decir que las diosas de vuestras gentes aqueas son diferentes de las de nuestro pueblo —afirmó Casandra—. Vuestra diosa Doncella, la guerrera, Atenea, es la clase de diosa que un hombre hubiese inventado, porque dicen que no nació de mujer sino que surgió armada de la cabeza y de la mente de Zeus. Y sin embargo, pese a sus armas, es una muchacha con todas las virtudes domésticas que la harían ser una buena esposa de cualquier dios. Atiende a sus hilados y tejidos y es patrona de la vid y del olivo. ¿Acaso no crearía un hombre una doncella guerrera como ésa, valiente y virtuosa, pero sumisa al más grande de los dioses? Y vuestra Hera es como nuestra diosa Tierra pero, los aqueos la llaman sólo esposa de Zeus Omnipotente y afirman que le está sometida en todo mientras que la Madre Tierra es todopoderosa por sí misma. Ella alumbra todas las cosas, pero sus hijos y sus amantes van y vienen, y ella los acepta según su voluntad; cuando el dios de la Muerte se apoderó de su hija, ella paralizó por completo a la Tierra, de modo que nadie parió ni dio fruto...
—Mas nosotros tenemos también una diosa de la Tierra —puntualizó Helena—. Demeter. Dicen que cuando Hades se apoderó de su hija, ella provocó un invierno de frío y oscuridad terribles, y consiguió que Zeus ordenara que la muchacha tuera devuelta a su madre...
—Exactamente —la interrumpió Andrómaca—. Aseguran que hasta la Madre Tierra se halla plegada a la obediencia de ese gran Zeus. Pero tal cosa no tiene sentido. ¿Por qué había de estar sometida a hombre o dios alguno la diosa Tierra, que es todopoderosa y anterior a todo?
—Si vais a discutir acerca de cuál de los dioses es más poderoso —dijo Helena—, también hay que considerar que la fuerza del amor puede alterar las vidas de los hombres, y también de las mujeres, y cegarlos para todo lo demás...
—Creando el desorden y el aniquilamiento, querrás decir —declaró Casandra.
—Hablas de ese modo, Casandra, sólo porque nunca te has visto bajo el dominio de Afrodita —observó Andrómaca—. Si la desafías, ella te lo hará pagar.
Bien cierto era. Casandra evocó el espantoso conflicto que sintió en brazos de Eneas. Ignoras que ella ya me hace sufrir. Pero no podía hablar de aquello ante ninguna de las mujeres presentes.
—Lejos de mí tal propósito —manifestó Casandra—. No desafío a nadie, especialmente a ningún inmortal.
Sin embargo, mientras hablaba, recordó el momento en que Crises le dijo que su reto constituía una provocación al propio Apolo. ¿Era cierto o se trataba tan sólo de que el sacerdote sentía el rencor que cualquier hombre experimenta hacia una mujer que no había satisfecho su lascivia? Y ella... aunque sólo fuese en un sueño... había desafiado el poder de Afrodita.
—Incluso dicen de Apolo —continuó, un poco temerosa de ofender al dios con sus palabras —que mató a la Madre Serpiente y que le arrebató su Poder. Mas todos los hombres consideran malvado a aquel que mata a la mujer que le dio el ser, ¿podrían los inmortales aceptar en un dios lo que se considera perversión en cualquier hombre? Si lo que dicen es cierto, Apolo no sería dios sino el peor de los demonios, lo que con seguridad no es.
—Y por lo que se refiere a la Madre Tierra, que hizo que en todo un año no hubiera flores, ni frutos, ni cosechas serpientes como pudiera. Ésta había acostado a su hijo y a Miel ambos abrazados a una inquieta serpiente. Cuando Casandra se inclinó para acariciar a los niños, su mente estaba llena de imágenes de techos que se desplomaban. Ordenó que llevaran sus camas al patio donde nada los aplastaría.
Luego corrió hasta allí, y gritó:
—¡Oh, Apolo! ¡Aparta la mano de tu hermano que agita la tierra! ¡Las serpientes me han transmitido tu aviso; permite que todos tus servidores lo escuchen!
Acudieron muchos al oírlo.
—¿Qué sucede? —preguntó Crises—. ¿Estás enferma? ¿Te ha fulminado la mano del dios?
Casandra trató de dominar el insoportable temblor de su cuerpo. Se esforzó por hablar de un modo racional, incluso por pronunciar bien las palabras.
—Las serpientes del templo del Señor del Sol me lo han anunciado —gritó, sabiendo que parecía estar enloquecida, o algo peor—. Como hicieron cuando murió Melianta, se muestran inquietas y tratan de escapar. Antes de que llegue la mañana se agitará la tierra. Todo lo que sea valioso ha de ser puesto a buen recaudo y nadie debe dormir esta noche bajo un techo si no quiere perecer.
—Está loca —afirmó Crises—. Sabemos que desde hace muchos años delira profetizando.
—No importa —dijo uno de los sacerdotes más ancianos—. Sea lo que sea o ignore de los dioses, en Colquis aprendió todo lo referente a las serpientes de una mujer versada en tal arte. Si éstas le han transmitido el presagio...
—El augurio ha sido formulado; no podemos desoírlo —decidió Caris—. Hagamos lo que dice o pagaremos las consecuencias. Por lo que a mí se refiere, prepararé mi lecho bajo el cielo que, al menos por ahora, no caerá sobre nosotros.
Ya había oscurecido, se repartieron antorchas y las sacerdotisas pusieron manos a la tarea de retirar del exterior todo lo que peligrase si caían piedras o se desplomaban los muros. Crises aún protestaba. Le convenía, pensó ella, que se creyese que nada de lo que ella decía era cierto.
Corrió hacia la entrada.
—Abrid las puertas —gritó—. ¡He de ir a alertar a las gentes de la ciudad y al palacio de Príamo!
—dijo Helena—; el año en que la isla de los atlantes se hundió en el océano (según contaba el padre del padre de mi madre), se sucedieron grandes terremotos e inmensas nubes de cenizas ocultaron el sol, y no hubo verano, porque se conmovieron los cimientos mismos de la tierra, ¿quién podría imaginar que aquello fuese obra de un dios? No sería sorprendente que los hombres se sintieran traicionados por la Madre Tierra y trataran de poner fin a sus desvaríos, imponiéndole un amo que la obligara a servir a los hombres como debía...
—No lo creo —le interrumpió Creusa, con nerviosismo—. De poco sirve cuestionar aquí la conducta de los inmortales. No se presentan a los hombres para responder ante ellos de sus acciones. Puede que decidan castigarnos por esto.
—¡Oh, qué tontería! —exclamó Casandra—. Si fueran tan estúpidos y celosos de su poder, ¿por qué iba a
servirlos
nadie?
—Y tú, que juraste servir a los dioses, ¿no les temes? —preguntó Andrómaca.
—Temo a los dioses —afirmó Casandra—, pero no a las caricaturas que de ellos hacen los hombres.
En el templo del Señor del Sol, las serpientes parecían comportarse de forma extraña, y así lo dijo Filida cuando Casandra acudió a verlas. Algunas se ocultaban y no salían siquiera para comer o bañarse. Otras se mostraban pasivas y aletargadas. Mientras pasaba de una a otra, tratando de averiguar el motivo que las perturbaba, recordó el terremoto del día en que murió Melianta. ¿Era aquello un aviso de un golpe similar de la mano de Poseidón?
Debería enviar un mensaje al palacio, pensó. Pero la última vez que expresó un augurio ante sus habitantes fue objeto de burlas e improperios y Príamo le prohibió que volviese a profetizar. No me creerán mientras sólo sea un presagio. Y entonces supo, sin sombra de duda, que no debía negarse a escuchar la voz que le enviaba el augurio. No porque ella fuera capaz de hacer algo para detener la mano de cualquier dios que desencadenase el terremoto, sino porque parte de lo peor de su furia podía ser paliado. Aturdida, tomó un manto y le gritó a Filida que atendiese a las
—¡No! —ordenó Crises—. ¡Detenedla!
Se acercó a Casandra y trató de cogerla por los brazos, para impedir por la fuerza que abandonase el templo.
—Si ha de darse aviso, haced sonar la alarma; así las gentes saldrán de sus casas sin que nadie les diga que todos hemos sido castigados por los dioses y que nos sentimos agitados sin otra razón que los sueños de una estúpida muchacha.
—¡Ay de ti si me tocas! ¡Voy a advertirles, como los dioses decidieron!
Sus gritos le impresionaron tanto que saltó, y ella se precipitó hacia la puerta antes de que hiciese un nuevo intento de detenerla. Cuando estuvo en la calle proclamó, forzando al máximo su voz:
—¡Oíd! ¡Las serpientes del Apolo han transmitido el augurio! ¡La tierra temblará! ¡Protégeos como podáis! ¡Que nadie duerma bajo un techo que puede derrumbarse sobre su cabeza!
Al oírla, las gentes salieron a las puertas de sus casas. Empujada por un terrible apremio, prosiguió su carrera, repitiendo una y otra vez su presagio. Oyó voces y gritos tras ella. Algunos decían:
—¡Escuchad el augurio de la sacerdotisa de Apolo!
Pero otros protestaban.
—Fue maldecida por el dios, ¿por qué habíamos de creerla?
Era como si estuviera invadida por el fuego, ardiendo con el calor del presagio que aullaba y llameaba en su seno. Bajó frenéticamente por las calles, aullando su augurio mil veces. Cuando recobró la conciencia de su entorno, vio que se hallaba en el patio exterior del palacio, y que la garganta le dolía. Más de una docena de personas del palacio la contemplaban. Roncamente, reiteró su advertencia:
—Que nadie duerma bajo un techo; el dios agitará la tierra y los edificios caerán... caerán... Helena, tus hijos... Paris...
Lo cogió por los hombros y él la rechazó con violencia.
—¡Estoy cansado de esto! ¡Bastantes augurios malos has proferido ya! ¡Te juro, Casandra, que te haré callar con mis propias manos!
Y sus manos se cerraron en torno de su cuello. Empezó a perder la conciencia de lo que sucedía y, casi con alivio, percibió que la oscuridad que la rodeaba se transformaba en un inmenso estallido luminoso, dentro de su cabeza.
Le dolía la garganta. Se llevó una mano al cuello, con esfuerzo.
—Sigue echada, y bebe un poco —le dijo una voz amable.
Probó el vino, tosió y se atragantó pero la copa permaneció ante, ella hasta que volvió a beber. Se despejó su mente. Se hallaba tendida sobre las losas y sentía su cabeza como si hubiera sido rota por un hacha.
Eneas se inclinó sobre ella y le dijo:
—Ya pasó todo. Paris trató de ahogarte, pero Héctor y yo lo detuvimos. De llamar loco a alguien...
—Pero tengo que hablar con él —insistió—. Se trata de sus hijos, de Helena...
—Lo siento —dijo Eneas—. Príamo ha ordenado a todos los del palacio que se acuesten. Afirma que los has trastornado demasiadas veces, y ha prohibido a todos que te escuchen. Pero, si te sirve de consuelo, he ordenado a Creusa que duerma en el patio con su bebé, y me parece que Héctor también te ha hecho caso porque dice que, tanto si conoces como si ignoras el proceder de los dioses, conoces el proceder de las serpientes. Ahora bebe un poco más y deja que te acompañe al templo del Señor del Sol. O, si lo prefieres, puedes quedarte aquí y compartir el lecho con Creusa y su bebé.
Sintió ganas de llorar ante el amor que se percibía en su voz. Sabía que era eso, y no una gran creencia en su augurio, lo que determinaba su conducta. Se puso en pie, sintiendo como si cada uno de los huesos de su cuerpo hubiese sido golpeado con un garrote.
—Tengo que volver —dijo—, para estar con los del templo, las serpientes, mi niña...
—Ah, sí. Creusa me contó que tenías una niña pequeña, una expósita supongo.
—Sí, eso es, pero ¿cómo lo sabías?
—Te conozco demasiado bien para imaginar que fueses capaz de deshonrar a tu familia teniendo un hijo fuera de un matrimonio honorable.
Y ella pensó: Ni siquiera mi madre confía tanto en mí.
—¿Me acompañas, pues?
—Será un placer —dijo él—. Pero saliste sin tu manto. Déjame que busque uno para que no te enfríes.
Le entregó un pesado manto que había visto llevar a veces a Creusa, y ella se lo puso. La noche se había tornado tría y Casandra, aún envuelta en el manto, tiritó, no tanto por la baja temperatura como por algún peligro sutil que captaba en el aire. Era como si pudiese oír los gruñidos de la misma tierra de abajo de la superficie. En su mente y en su corazón sentía una opresión insoportable. Apenas pudo reunir fuerzas y voluntad para poner un pie delante del otro, y se apoyó en el brazo de Eneas. Luego, cuando él se inclinó para besarla, se apartó.
—No, no lo hagas —le rogó—. Deberías volver... tienes una mujer y unas hijas de quienes preocuparte si sobreviene...
—No recuerdes eso —le pidió y la atrajo más hacia sí.
Al cabo de un momento, dijo:
—Te quiero, Casandra.
La acarició suavemente del modo que tanto la inquietaba, y ella le rehuyó. Eneas añadió en voz baja.
—Amor mío. Ojalá tuviese derecho para enfrentarme con Paris por haberte agredido. Pero, si vuelve a hacerlo, descubrirá que es lo más peligroso que ha hecho nunca. Él no tiene ninguna autoridad sobre ti.
—No se da cuenta de eso —dijo ella.
Habían llegado ante las grandes puertas de bronce del templo, mas Casandra no entró. Por el contrario, se sentó sobre un muro bajo.
—No tengo marido —dijo—, por tanto, mi hermano se cree en el derecho de dirigirme. Supongo que, para los que no ven ni oyen lo que hago, mi profecía debe de parecerles locura. Tratan de protegerse contra ella negándose a creerla. Yo me siento tan dispuesta como cualquiera a ignorar lo que no quiero saber.
—Sí, me he dado cuenta —afirmó Eneas cariñosa e intencionadamente.
Se acercó aún más. Ella permitió que la besara pero suspiró, expresando cansancio, y Eneas se apartó.
—Volveremos a hablar de esto mañana —dijo— quizás...
—Si hay un mañana —dijo Casandra, tan fatigada que Eneas parpadeó sorprendido.
—Si no llegase ese mañana, lamentaría incluso más allá de la muerte no haber conocido tu amor —afirmó con tanto apasionamiento que ella sintió que su corazón se contraía como si una mano lo oprimiera.
—Creo que yo también lo lamentaría. Pero estoy tan cansada...