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Authors: Frederick Forsyth

Tags: #Intriga, Policíaco

La alternativa del diablo (51 page)

BOOK: La alternativa del diablo
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—¿Dónde encontrarán al jefe de los terroristas, al hombre del detonador? —preguntó sir Julian Flannery.

—Mientras subamos la escalera, escucharemos en todas las puertas, por si se oyen voces —dijo Fallon—. Si las oímos, abriremos la puerta y eliminaremos a los que estén allí con nuestras pistolas provistas de silenciador. Dos hombres entrarán en el camarote, y dos se quedarán de guardia en el exterior. Y así sucesivamente. Si tropezamos con alguien en la escalera, haremos lo mismo. De esta manera, deberíamos llegar al piso «D» sin ser observados. Una vez allí, tendremos que actuar según lo calculado. Una de las puertas corresponde al camarote del capitán; uno de nuestros hombres se encargará de ella, la abrirá, entrará y disparará sin hacer preguntas. Otro se encargará del camarote del primer maquinista, que está en el mismo piso, y hará lo mismo. Los otros dos cuidarán del puente; uno, con granadas, y el otro, con la «Ingram». El puente es demasiado grande para elegir los blancos. Tendremos que barrerlo con la «Ingram» y derribar a todos los que estén allí cuando la granada los haya paralizado.

—¿Y si uno de ellos es el capitán Larsen? —preguntó un funcionario ministerial.

Fallon observó la mesa.

—Lo siento —respondió—, pero no se pueden identificar los blancos.

—¿Y si el jefe no está en ninguno de los camarotes? Supongamos que el hombre del detonador de control remoto está en otra parte. En cubierta, tomando el aire. En el lavabo. O durmiendo en otro camarote. ¿Qué pasa entonces?

Steve Fallon se encogió de hombros.

—¡Bang! —exclamó—. El gran estallido.

—Hay veintinueve tripulantes encerrados allá abajo —protestó un científico—. ¿No pueden sacarles de allí, o al menos subirlos a la cubierta, para que tengan una posibilidad de salvarse a nado?

—No, señor. He reflexionado sobre todas las maneras de llegar al cuarto de la pintura, si es que realmente están allí. Tratar de bajar a él por la caseta de cubierta daría al traste con la operación; los cierres podrían chirriar, y, al abrir la puerta de acero, la cubierta se inundaría de luz. Y si lo hiciésemos por el interior de la estructura principal, bajando al cuarto de máquinas para intentar llegar hasta ellos, tendría que dividir mis fuerzas. Además, el cuarto de máquinas es muy grande; tiene tres pisos y está abovedado como una catedral. Con que hubiese allí un solo hombre, y estableciese comunicación con el jefe antes de que pudiésemos silenciarle, todo se habría perdido. Creo que nuestra mayor probabilidad de éxito está en apoderarnos del hombre del detonador.

—Si el buque fuese volado, estando usted y sus hombres en él, ¿podrían saltar por la borda y nadar hasta el
Argyll
? —preguntó otro funcionario ministerial.

El comandante Fallon miró al hombre, y en su semblante tostado por el sol se pintó la irritación.

—Si el barco fuese volado, señor, cualquiera que estuviese nadando en un radio de doscientos metros sería absorbido por las corrientes de agua que penetrarían en el agujero.

—Disculpe, míster Fallon —terció apresuradamente el secretario del Gabinete—. Sé que mi colega estaba solamente preocupado por la seguridad de ustedes. La cuestión es ésta: el porcentaje de probabilidades de eliminar al hombre del detonador es una cifra muy problemática. Si no pudiesen impedir que pulsase el botón, provocarían precisamente el desastre que tratamos de evitar...

—Con el mayor respeto, sir Julian —intervino el coronel Holmes—, le diré que, si los terroristas amenazan durante el día de
hoy
con volar el
Freya
a cierta hora de la noche, y el canciller Busch no rectifica en el asunto de poner en libertad a Mishkin y Lazareff, no habrá más remedio que intentar la operación del comandante Fallon. Estaremos en un callejón sin salida. No tendremos otra alternativa.

Hubo un murmullo de asentimiento entre los reunidos. Sir Julian declaró:

—Está bien. El Ministerio de Defensa tendrá a bien ponerse en contacto con el
Argyll
; éste deberá ponerse de costado en relación con el
Freya
, para hacer de pantalla a las lanchas de asalto del comandante Fallon, cuando éstas lleguen allí. El Ministerio del Medio Ambiente dará instrucciones a los controladores del tráfico aéreo para que localicen y desvíen a cualquier avión que trate de acercarse al
Argyll a
cualquier altura. Los diversos departamentos responsables advertirán a los remolcadores y otras embarcaciones cerca del
Argyll
que no deben revelar a nadie los preparativos del comandante Fallon. Y ahora, ¿qué va usted a hacer, comandante?

El comandante Fallon miró su reloj. Eran las cinco y cuarto.

—La Marina me prestará un helicóptero de la base de Battersea, que me transportará a la cubierta de popa del
Argyll
—dijo—. Yo estaré allí cuando lleguen por mar mis hombres y el equipo. Y ahora, si me permiten...

—Vaya con Dios; y buena suerte, joven.

Todos los reunidos se levantaron, mientras el comandante, un poco nervioso, recogía la maqueta, los planos y las fotografías, y salía con el coronel Holmes, en dirección a la base de helicópteros situada junto al Thames Embankment.

El fatigado sir Julian Flannery salió del salón lleno de humo de tabaco y envuelto en el frío ambiente del nuevo día de primavera, antes del amanecer, se dispuso a informar a la primer ministro.

A las seis de la mañana, Bonn publicó una sencilla declaración en el sentido de que, después de estudiar debidamente todos los factores en juego, el Gobierno federal alemán había llegado a la conclusión de que no podía someterse a un chantaje y, por consiguiente, había sido reconsiderado el acuerdo de poner en libertad a Mishkin y Lazareff a las ocho de la mañana.

En cambio —seguía diciendo la declaración—, el Gobierno federal haría todo lo posible para entablar negociaciones con los secuestradores del
Freya
, encaminadas a lograr la liberación del barco y de sus tripulantes mediante proposiciones alternativas.

Los aliados europeos de Alemania Federal fueron informados de esta declaración una hora antes de su publicación. Cada primer ministro se hizo esta pregunta:

—¿Qué diablos se propone Bonn?

La excepción fue Londres, que lo sabía. Pero, oficiosamente, se informó a todos los Gobiernos de que el cambio de posición de Alemania se debía a fuertes presiones americanas sobre Bonn durante la noche, y, además, se les dijo que Bonn sólo había accedido a demorar la puesta en libertad, pendiente de ulteriores acontecimientos, que se esperaba fuesen más optimistas.

Después de dar la noticia, el portavoz del Gobierno de Bonn celebró dos breves y privados desayunos de trabajo con influyentes periodistas alemanes, durante los cuales se dio a entender a cada uno de éstos, en términos oblicuos, que el cambio de política sólo se había debido a una brutal presión de Washington.

Los primeros noticiarios radiados del día difundieron la declaración de Bonn en el mismo momento en que los oyentes leían sus periódicos, que anunciaban confiadamente la puesta en libertad de los dos secuestradores a la hora del desayuno. Esto no gustó nada a los directores de los periódicos, que se echaron encima de la Oficina de Prensa del Gobierno, pidiendo una explicación. Ninguna de las que se les dieron satisfizo a nadie. Los periódicos del domingo, que se estaban preparando aquel sábado, se dispusieron a publicar un número explosivo a la mañana siguiente.

En el
Freya
, la noticia de Bonn fue recibida a través del servicio mundial de la BBC, sintonizado por Drake en su radio portátil a las seis y media. Como otras muchas partes interesadas en Europa, el ucraniano escuchó la noticia en silencio y, después, estalló:

—¿Qué diablos están pensando ahora?

—Algo ha salido mal —dijo Thor Larsen, lisa y llanamente—. Han cambiado de idea. No se saldrán ustedes con la suya.

Drake se inclinó sobre la mesa y apuntó su pistola a la cara del noruego.

—No eche las campanas al vuelo —gritó—. Berlín no está sólo jugando de un modo estúpido con mis amigos. O conmigo. Está jugando con su precioso barco y con su tripulación. No lo olvide.

Durante unos minutos estuvo sumido en profunda reflexión; después, empleó el intercomunicador del capitán para llamar a uno de sus hombres del puente. Este entró en el camarote sin quitarse la máscara y habló a su jefe en ucraniano, pero el tono de su voz revelaba preocupación. Drake le confió la vigilancia del capitán Larsen y se ausentó quince minutos. Cuando volvió, ordenó bruscamente al capitán del
Freya
que le acompañase al puente.

La llamada fue recibida en Control del Mosa a las siete menos un minuto. El Canal Veinte seguía reservado exclusivamente para el
Freya, y
el operador de guardia esperaba algo, pues también él había oído la noticia de Bonn. Cuando llamó el
Freya
, puso en marcha el magnetófono.

La voz de Larsen parecía cansada, pero su tono era sereno al leer el comunicado de sus aprehensores:

—En vista de la estúpida decisión del Gobierno de Bonn de retractarse de su acuerdo de poner en libertad a Lev Mishkin y David Lazareff a las cero ocho cero cero horas de esta mañana, los actuales poseedores del
Freya
anuncian lo siguiente: Si Mishkin y Lazareff no son excarcelados y puestos en un avión con rumbo a Tel-Aviv antes del mediodía de hoy, el
Freya
verterá veinte mil toneladas de crudo en el mar del Norte, a las doce en punto. Cualquier intento de impedirlo o de entorpecer la operación, o si cualquier barco o avión entra en la zona prohibida alrededor del
Freya
, éste será inmediatamente destruido, con su tripulación y su cargamento.

Terminada la transmisión, se cerró el canal. No se hicieron preguntas. Casi cien puestos de escucha oyeron el mensaje, y, a los quince minutos, éste fue difundido por los noticiarios de la mañana en toda Europa.

A primeras horas de la mañana, el Salón Oval del presidente Matthews empezaba a tomar el aspecto de un consejo en tiempo de guerra.

Los cuatro hombres que se hallaban en él se habían quitado la chaqueta y aflojado la corbata. Los ayudantes entraban y salían, con mensajes de la sala de comunicaciones para alguno de los consejeros presidenciales. Las correspondientes salas de comunicaciones de Langley y del departamento de Estado estaban en conexión directa con la Casa Blanca.

Eran las 7.15 en Europa, las 2.15 en Washington, cuando llegó la noticia del ultimátum de Drake que fue transmitida a Robert Benson. Este la entregó al presidente Matthews, sin decir palabra.

—Supongo que debíamos esperarlo —dijo el presidente, con voz cansada—. Mas no por ello resulta menos doloroso.

—¿Creen ustedes que, sea quien fuere, estará dispuesto a hacerlo? —preguntó el secretario David Lawrence.

—Hasta ahora ha hecho todo lo que ha prometido, ¡maldito sea! —respondió Stanislav Poklevski.

—Supongo que Mishkin y Lazareff estarán fuertemente custodiados en Tegel —dijo Lawrence.

—Ya no están en Tegel —respondió Benson—. Fueron trasladados momentos antes de la medianoche, hora de Berlín, a Moabit. Es una cárcel más moderna y segura.

—¿Cómo lo sabe, Bob? —preguntó Poklevski.

—He hecho que vigilasen Tegel y Moabit, desde el comunicado del mediodía del
Freya
—respondió Benson.

Lawrence, el diplomático de la vieja escuela, pareció indignado.

—¿Obliga la nueva política a espiar incluso a nuestros aliados? —saltó.

—No exactamente —respondió Benson—. Lo hemos hecho siempre.

—¿Por qué el cambio de cárcel, Bob? —preguntó Matthews—. ¿Piensa Dietrich Busch que los rusos intentarán apoderarse de Mishkin y Lazareff?

—No, señor presidente; piensa que lo intentaré yo —dijo Benson.

—Creo que existe una posibilidad en la que quizá no hayamos reparado —intervino Poklevski—. Si los terroristas del
Freya
cumplen lo anunciado y derraman veinte mil toneladas de crudo, y amenazan con verter otras cincuenta mil durante el día, las presiones sobre Busch pueden hacerse irresistibles...

—Eso es indudable —observó Lawrence.

—Quiero decir que Busch podría decidir actuar por su cuenta y liberar a los secuestradores sin contar con nadie más. Recuerden que él no sabe que el precio de tal acción sería la anulación del Tratado de Dublín.

Se hizo un silencio que duró varios segundos.

—Nada puedo hacer para impedírselo —dijo, a media voz, el presidente Matthews.

—En realidad, sí que puede —rectificó Benson.

Los otros tres centraron inmediatamente su atención en él. Pero cuando dijo lo que podía hacer el presidente, tanto éste como Lawrence y Poklevski pusieron cara de repugnancia.

—Nunca podría dar esa orden —negó el presidente.

—Desde luego, es terrible —convino Benson—, pero es la única manera de imponernos al canciller Busch. Y, si trata de hacer planes secretos para soltar prematuramente a la pareja, lo sabremos. No importa
cómo
; lo
sabremos
. Veamos las cosas como son: la alternativa sería la anulación del tratado y las consecuencias de la reanudación de la carrera de armamentos que aquella traería consigo. Si el tratado es anulado, seguramente se interrumpirá el envío de cereales a Rusia. En este caso, Rudin puede caer...

—Lo cual hace que reaccione tan locamente en este asunto —observó Lawrence.

—Tal vez sí; pero su reacción
es
ésta, y, mientras no sepamos el motivo, no podremos juzgar su locura —resumió Benson—. Mientras tanto, si el canciller Busch conoce privadamente la proposición que acabo de hacer, es posible que se contenga durante algún tiempo más.

—¿Quiere decir que podríamos emplearlo como una espada de Damocles sobre la cabeza de Busch? —inquirió, esperanzado, Matthews—. ¿Que tal vez no haría falta que lo hiciésemos?

En aquel momento llegó un mensaje personal de la primer ministro londinense, Carpenter, para el presidente.

—Es toda una mujer —opinó Matthews, cuando lo hubo leído—. Los ingleses piensan que podrían combatir el primer derramamiento de veinte mil toneladas de petróleo, pero no más. Están preparando un plan para el asalto del
Freya
por hombres rana especializados, después de ponerse el sol, y para liquidar al hombre del detonador. Creen que tienen probabilidades de éxito.

—Si es así, sólo tenemos que mantener a raya al canciller alemán por otras veinte horas —dijo Benson—. Señor presidente, Le aconsejo que ordene lo que acabo de proponerle. Lo más probable es que no tenga que llevarse a cabo.

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