Munro abrió la cartera de mano y sacó la caja que contenía la jeringuilla hipodérmica, el algodón hidrófilo y una botellita de éter. Después de mojar el algodón en el éter, frotó una zona del antebrazo del preso para esterilizar la piel, acercó la jeringuilla a la luz y apretó hasta que salió un chorrito de líquido rosado, expulsando las últimas burbujas.
La inyección fue administrada en menos de tres segundos y aseguró que Lev Mishkin permanecería bajo sus efectos al menos durante dos horas, más tiempo del necesario, pero que no podía reducirse.
Los dos hombres cerraron la puerta de la celda y se dirigieron a la de David Lazareff, el cual no había oído nada y paseaba arriba y abajo, rebosando nerviosa energía. El vapor del frasquito produjo el mismo efecto instantáneo. Dos minutos más tarde, el hombre recibió también su inyección.
El paisano que acompañaba a Munro buscó en el bolsillo interior de su chaqueta y sacó una cajita plana de metal. La tendió a Munro.
—Ahora, le dejo solo —dijo, fríamente—. A mí no me pagan para esto.
Ninguno de los dos secuestradores sabía ni sabría jamás lo que les habían inyectado. En realidad, era una mezcla de dos narcóticos, llamados «Pethadene» y «Hyacine» por los ingleses, y «Meperidine» y «Scopolamine» por los americanos. Combinados, producen efectos muy notables.
Hacen que el paciente permanezca despierto, aunque ligeramente soñoliento; dispuesto y capaz de obedecer las órdenes que se le den. También producen el efecto de contraer el tiempo, de modo que, al menguar los efectos al cabo de casi dos horas, el paciente tiene la impresión de que se ha sentido algo mareado durante sólo unos segundos. Por último, causa una amnesia total, y así, cuando los efectos cesan del todo, el paciente no recuerda nada de lo sucedido durante el período intermedio. Sólo un reloj puede indicarle que ha pasado el tiempo.
Munro volvió a entrar en la celda de Mishkin. Ayudó al joven a sentarse en la cama, de espalda a la pared.
—Hola —le saludó.
—Hola —respondió Mishkin, y sonrió.
Hablaban en ruso, pero Mishkin no lo recordaría nunca.
Munro abrió su plana cajita de metal, extrajo de ella las dos mitades de una larga cápsula en forma de torpedo, parecida a las que se emplean para curar los resfriados, y enroscó aquellas mitades.
—Quiero que tome esta cápsula —dijo, ofreciéndosela con un vaso de agua.
—Muy bien —aceptó Mishkin, y la tragó
sin
hacerse rogar.
Munro sacó de su cartera un reloj de pared, de esos que funcionan con pilas, y ajustó un mecanismo de la cara posterior de aquél. Después lo colgó en la pared. Las manecillas marcaban las ocho, pero estaban inmóviles. Dejó a Mishkin sentado en su litera y volvió a la celda del otro preso.
Cinco
minutos más tarde había terminado su trabajo. Recogió su cartera y salió del pasillo de las celdas.
—Tienen que permanecer incomunicados hasta que el avión esté a punto —dijo al sargento de la PM, al pasar por el cuarto de guardia—. No debe verles nadie. Son órdenes del comandante de la base.
Por primera vez, Andrew Drake hablaba directamente con el primer ministro holandés, Jan Grayling. Más tarde, los expertos ingleses en lingüística determinarían que la voz registrada en la cinta magnetofónica era originaria de algún lugar situado en un radio de treinta kilómetros de la ciudad de Bradford, Inglaterra; pero entonces sería demasiado tarde.
—Estos son los requisitos de la llegada de Mishkin y Lazareff a Israel —dijo Drake—. Antes de una hora a partir del despegue del avión en Berlín, el primer ministro Golen deberá garantizar que les concederá el derecho de residencia. Si no es así, la liberación de mis amigos será considerada como inútil. Además:
»Primero: los dos serán conducidos, a pie y a paso lento, por delante de la terraza de observación del principal edificio terminal del aeropuerto Ben Gurión.
»Segundo: el acceso a dicha terraza debe ser libre para el público. La fuerza de seguridad israelí no debe efectuar controles de identidad ni coartar los movimientos del público.
»Tercero: si se hubiese producido alguna suplantación de los presos, si algún actor hubiese representado su papel, yo lo sabría a las pocas horas.
»Cuarto: tres horas antes de que el avión aterrice en el aeropuerto Ben Gurión, la radio israelí tiene que publicar la hora de su llegada y declarar que cualquier persona que desee presenciarla podrá hacerlo con toda libertad. Esto debe radiarse en hebreo, en inglés, en francés y en alemán. Eso es todo.
—Señor Svoboda —respondió apresuradamente Jan Grayling—, todos estos requisitos han sido anotados y serán inmediatamente transmitidos al Gobierno israelí. Estoy seguro de que serán aceptados. Pero, por favor, no corte. Tengo una información urgente de los ingleses de Berlín Oeste.
—Adelante —dijo secamente Drake.
—Los técnicos de la RAF que trabajan en el reactor, en un hangar de Gatow, dicen que esta mañana, al comprobar los motores, descubrieron una importante avería eléctrica. Le pido que crea que no se trata de ninguna excusa. Están trabajando a toda prisa para reparar la avería. Pero eso significa un retraso de una hora o dos.
—Si es un truco —saltó Drake—, va a costarle a sus costas una marea de cien mil toneladas de crudo.
—No es un truco —replicó vivamente Grayling—. Todos los aviones están expuestos a una avería técnica. Es lamentable que esto le ocurra precisamente ahora a ese avión de la RAF. Pero será reparado, mejor dicho, está siendo reparado en este momento.
Hubo una pausa, mientras Drake reflexionaba.
—Quiero —dijo al fin— que el despegue sea presenciado por cuatro reporteros diferentes de radios nacionales, cada uno de ellos en contacto directo con su oficina principal. Quiero transmisiones en directo del despegue del avión. Las emisoras deben ser la Voz de América, la Voz de Alemania, la BBC y la ORTF francesa. Todas en inglés y dentro de los cinco minutos después de haber despegado el avión.
Jan Grayling pareció aliviado.
—Conseguiré que el personal de la RAF en Gatow permita que sus reporteros presencien el despegue —aceptó.
—Mejor que sea así —dijo Drake—. Aplazaré tres horas el derramamiento del petróleo. Pero al mediodía empezaremos a verter las cien mil toneladas al mar.
Se oyó un chasquido y se interrumpió la comunicación.
Aquel domingo por la mañana, el primer ministro Benyamin Golen estaba sentado a la mesa de su despacho en Jerusalén. El sábado había terminado, y era un día laborable como otro cualquiera; y eran más de las diez de la mañana, dos horas más tarde que en la Europa Occidental.
Apenas había colgado el teléfono el primer ministro holandés, cuando la pequeña unidad de agentes de Mossad, establecida en un apartamento de Rotterdam, transmitió el mensaje del
Freya
a Israel. Se anticiparon en más de una hora a los conductos diplomáticos normales.
Fue el consejero personal del primer ministro en cuestiones de seguridad quien llevó a éste la transcripción de la emisión del
Freya
y la dejó sobre su mesa, sin decir palabra. Golen la leyó rápidamente.
—¿Qué se proponen? —preguntó.
—Están tomando precauciones contra una suplantación de los presos —dijo el consejero—. Habría sido un truco sencillo: hacer pasar a dos jóvenes por Mishkin y Lazareff a primera vista, y efectuar una sustitución.
—Entonces, ¿quién va a reconocer a los verdaderos Mishkin y Lazareff aquí, en Israel?
El consejero de seguridad se encogió de hombros.
—Alguien situado en la terraza de observación —sugirió—. Deben de tener un compañero en Israel que les conoce de vista, o mejor aún, a quien Mishkin y Lazareff pueden reconocer.
—¿Y una vez hecho el reconocimiento?
—Sin duda darán alguna señal por radio, confirmando a los hombres del
Freya
que sus amigos han llegado sanos y salvos a Israel. A falta de esta señal, pensarán que han sido engañados y cumplirán su amenaza.
—¿Otro de los suyos? ¿Aquí, en Israel? Sería demasiado —dijo Benyamin Golen—. Pase que tengamos que hacer de anfitriones de Mishkin y Lazareff, pero no de otras personas. Quiero que aquella terraza sea disimuladamente vigilada. Si cualquier observador recibe una señal de aquellos dos a su llegada, quiero que le sigan. Hay que dejar que envíe su mensaje; pero, después, hay que detenerle.
En el
Freya
, la mañana transcurría con angustiosa lentitud. Cada quince minutos, Andrew Drake, resiguiendo las ondas de su radio portátil, captaba las noticias emitidas en inglés por la Voz de América o por el servicio mundial de noticias de la BBC. El mensaje era siempre el mismo: el avión aún no había despegado. Los mecánicos seguían trabajando en el motor averiado del
Dominie
.
Poco después de las nueve, los cuatro reporteros de radio designados por Drake como testigos de la partida del avión fueron admitidos en la base de Gatow y acompañados por policías militares al comedor de oficiales, donde les sirvieron café y bizcochos. Se les facilitó comunicación teléfonica directa con sus oficinas en Berlín, desde donde se mantuvieron abiertos los circuitos de radio con sus países de origen, Ninguno de ellos se tropezó con Adam Munro, que había pedido prestado el despacho particular del comandante de la base y estaba hablando con Londres.
A sotavento del crucero
Argyll
, las tres lanchas rápidas,
Cutlass, Sabre y Scimitar
, esperaban amarradas, El comandante Fallon había reunido en la
Cutlass su
grupo de doce comandos del Servicio de Lanchas Especiales.
—Hemos de suponer que las potencias interesadas soltarán a esos bastardos —les dijo—. Dentro de las próximas dos horas, despegarán de Berlín Oeste con rumbo a Israel. Deberían llegar allí en cuatro horas y media, aproximadamente. Por consiguiente, si los terroristas cumplen su palabra, abandonarán el
Freya
esta tarde o esta noche.
»No sabemos hacia dónde se dirigirán, pero, probablemente, será hacia Holanda. El mar está limpio de barcos en aquel sector. Cuando estén a tres millas del
Freya
, fuera del radio de acción en que un transmisor-detonador de poca potencia podría hacer estallar los explosivos, los expertos de la Royal Navy subirán a bordo del
Freya y
desactivarán las bombas. Pero eso no nos incumbe.
»Nosotros vamos a apresar a esos bastardos, y yo me encargaré del que se hace llamar Svoboda. Es mío, ¿comprendido?
Todos asintieron con la cabeza, y algunos sonrieron. Habían sido adiestrados para la acción y, hasta ahora, se la habían impedido. Su instinto de cazadores reclamaba una presa.
—La lancha que tienen ellos es mucho más lenta que la nuestra —prosiguió Fallon—. Tendrán una ventaja de ocho millas, pero calculo que podremos alcanzarles a tres o cuatro millas de la costa. El
Nimrod
está en el aire, en comunicación radiofónica con el
Argyll
. El
Argyll
nos dará las directrices que nos hagan falta. Cuando nos acerquemos a ellos, emplearemos nuestros faros. Y cuando les localicemos, acabaremos con ellos. Londres dice que a nadie le interesa hacer prisioneros. No me preguntéis por qué; tal vez quieren imponerles silencio para siempre, por razones de las que nada sabemos. Nos han encargado un trabajo, y vamos a hacerlo.
A pocas millas de distancia, el capitán Mike Manning observaba también el paso del tiempo, minuto a minuto. También él esperaba la noticia de Berlín de que los mecánicos habían terminado su trabajo en el motor del
Dominie
. Las noticias de la madrugada, mientras permanecía sin poder dormir en su camarote, esperando la temida orden de disparar sus granadas y destruir el
Freya
con su tripulación, le habían sorprendido. Cuando menos lo esperaba, el Gobierno de los Estados Unidos había cambiado su actitud de la tarde anterior; lejos de oponerse a la excarcelación de los hombres de Moabit, aun a costa de la aniquilación
del Freya
. Washington no ponía ya ningún obstáculo. Pero su principal sentimiento era de alivio; un alivio inmenso, al pensar que la orden asesina había sido derogada, salvo que... salvo que algo se estropease todavía. Hasta que aquellos dos judíos ucranianos no hubiesen aterrizado en el aeropuerto Ben Gurión, no estaría del todo convencido de que la orden de convertir el
Freya
en una enorme pira funeraria había pasado a la historia.
A las diez menos cuarto, en las celdas del sótano del cuartel Alexander de la base de Gatow, Mishkin y Lazareff dejaron de experimentar los efectos del narcótico que les había sido administrado a las ocho. Casi al mismo tiempo, los relojes colgados en las paredes de ambas celdas se animaron. Las manecillas empezaron a moverse sobre las esferas.
Mishkin sacudió la cabeza y se frotó los ojos. Se sentía adormilado, con la cabeza ligeramente confusa. Lo atribuyó al descanso interrumpido, a las horas sin dormir, a la excitación. Miró el reloj de la pared; marcaba las ocho y dos minutos. Sabía que, cuando él y Lazareff habían cruzado el cuarto de guardia en dirección a las celdas, el reloj de aquél marcaba las ocho en punto. Se estiró, saltó de la litera y empezó a pasear arriba y abajo. Cinco minutos más tarde, en el otro extremo del corredor, Lazareff hizo aproximadamente lo mismo.
Adam Munro entró en el hangar donde el suboficial Barker seguía trajinando en el motor de estribor del
Dominie
.
—¿Cómo va eso, míster Barker? —preguntó.
El veterano técnico salió de las entrañas del motor y miró, desesperado, al paisano.
—¿Puedo preguntarle, señor, cuánto tiempo voy a tener que seguir representando esta comedia? El motor está perfectamente. Munro consultó su reloj.
—Son las diez y media —dijo—. Quisiera que dentro de una hora, exactamente, telefonease a la sala de los tripulantes y al comedor de oficiales, y les informase de que el avión está a punto para emprender el vuelo.
—O sea, a las once y media —dijo el suboficial Barker.
En una de las celdas, David Lazareff miró de nuevo el reloj de pared. Pensaba que había estado media hora paseando, pero el reloj marcaba las nueve. Había pasado una hora, una hora que le había parecido muy corta. Sin embargo, cuando se está incomunicado en una celda, eI tiempo engaña curiosamente los sentidos. En todo caso, los relojes funcionan con exactitud. Nunca se le ocurrió pensar, como tampoco se le ocurrió a Mishkin, que sus relojes marchaban a doble velocidad para recuperar los cien minutos, perdidos, ni que habían sido sincronizados para coincidir con los relojes de fuera de las celdas precisamente a las once y media en punto.