La agonía y el éxtasis (9 page)

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Authors: Irving Stone

Tags: #Biografía, Historia

BOOK: La agonía y el éxtasis
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Un inmenso gozo inundaba a Miguel Ángel, como la lluvia tramontana. Granacci, por el contrario, parecía entristecido.

—Granacci,
caro
mío, ¿qué te pasa? —preguntó el niño.

—Me gusta la pintura. No puedo trabajar en la piedra. Es demasiado dura para mí.

—No, no, amigo mío. Llegarás a ser un gran escultor. Yo te ayudaré, vas a ver.

Granacci esbozó una melancólica sonrisa.

—¡Oh, iré contigo, Miguel Ángel! —dijo—. Pero ¿qué podré hacer con un martillo y un cincel? Me cubriré el cuerpo de golpes y tajos.

Miguel Ángel no podía concentrarse en su trabajo. Al cabo de un rato dejó la mesa y se acercó a la de Ghirlandaio. Quería darle las gracias al maestro, a quien sólo un año antes lo había admitido en su
bottega
. Pero se quedó junto al estrado, brillantes los ojos, mudos los labios. ¿Cómo se expresaba gratitud a un hombre que permitía que se le abandonase?

Ghirlandaio advirtió el conflicto interno del niño, y cuando habló lo hizo dulcemente, para que nadie más que Miguel Ángel lo oyese:

—Tenías razón, Buonarroti, la pintura de frescos no es tu vocación. Tienes talento para el dibujo. Con algunos años de práctica, quizá puedas transferir ese talento a la escultura. Pero no olvides nunca que Domenico Ghirlandaio fue tu primer maestro.

Frente a la casa de los Buonarroti, Miguel Ángel murmuró a Granacci:

—Será mejor que entres conmigo. Estando tú y yo en la misma bolsa, no es tan probable que mi padre la arroje al río desde el Ponte Vecchio.

Subieron por la escalera principal y entraron discretamente en la sala familiar, donde Buonarroti padre se hallaba sentado ante su escritorio del rincón. La habitación estaba fría.

—Padre, me voy del taller de Ghirlandaio —dijo Miguel Ángel con un hilo de voz.

—¡Ah, espléndido! —exclamó Ludovico—. ¡ Ya sabía que algún día recuperarías el sentido común!

—Si, pero me voy para ingresar como alumno en la escuela de escultura de Medici.

Ludovico se vio aprisionado entre la alegría y la confusión.

—¿La escuela de Medici? ¿Qué escuela?

—Yo también voy,
messer
Buonarroti —intervino Granacci—, ingresamos como aprendices de Bertoldo, bajo la protección de
Il Magnifico
.

—¡Picapedreros! —exclamó Ludovico, angustiado, alzando los brazos sobre su cabeza.

—Escultores, padre. Bertoldo es el último maestro que queda.

—¡Uno nunca sabe cuándo va a terminar la mala suerte! —clamó el padre—. Si tu madre no hubiese sido arrojada por aquel maldito caballo, no habrías sido enviado a que te criaran los Topolino y nada sabrías de trabajar la piedra.

Granacci acudió en ayuda de su amigo:


Messer
Buonarroti —dijo—. Su hijo tiene una gran capacidad para la escultura.

—¿Y qué es un escultor? —gritó Ludovico—. ¡Todavía más bajo que un pintor! ¡Ni siquiera pertenece a uno de los Doce Gremios! Será un obrero, como un leñador o un recolector de aceitunas…

—Pero con una gran diferencia —persistió Granacci cortésmente—. Las olivas se prensan para extraerles su aceite, y la madera se quema para cocinar la sopa. Aceitunas y madera son consumidas. En cambio las artes tienen una calidad mágica: cuantas más mentes las digieren, más tiempo sobreviven.

—¡Poesía! —chilló Ludovico—. Yo hablo con sentido común, para salvar la vida de mi familia, y tú me recitas poesía…

Monna
Alessandra, la abuela, había entrado en la habitación.

—Dile a tu padre lo que ofrece Lorenzo
Il Magnifico
. Es el hombre más rico de Italia, y todo el mundo sabe que es generoso. ¿Cuánto durará ese aprendizaje? ¿Qué salario te abonará?

—No sé. No lo he preguntado —dijo Miguel Ángel.

—¡No lo has preguntado! —exclamó Ludovico, sarcástico—. ¿Crees acaso que poseemos la fortuna de los Granacci y que podemos mantenerte para que sigas con tus locuras?

Francesco Granacci se sonrojó y dijo con marcada sequedad:

—Yo lo he preguntado. No media ninguna promesa. No habrá salario, sino enseñanza gratuita.

Ludovico se desplomó en su sillón de cuero, mientras sus ojos se llenaban de lágrimas. Miguel Ángel se acercó a él y le puso una mano en el hombro.

—Deme una oportunidad, padre —dijo—. Lorenzo de Medici quiere crear una nueva generación de escultores para gloria de Florencia. ¡Yo deseo ser uno de ellos!

—¿Y te ha llamado específicamente Lorenzo? —preguntó Ludovico—. ¿Ha solicitado que ingreses en su escuela porque cree que tienes talento?

—Lorenzo pidió a Ghirlandaio que le enviase a sus dos mejores aprendices. Granacci y yo fuimos los elegidos.

Su madrastra acababa de entrar en la habitación. Estaba pálida. Se dirigió a Miguel Ángel y dijo:

—No tengo nada contra ti, Miguel Ángel. Eres un buen niño… —Se volvió hacia Ludovico y agregó—: Pero debo hablar en nombre de mi gente. Mi padre creyó que sería un honor para nosotros estar relacionados con los Buonarroti. ¿Qué me queda si permites que este niño destruya nuestra posición?

Ludovico se aferró a los brazos de su sillón. Estaba agotado.

—¡Jamás daré mi consentimiento! —dijo. Se puso en pie y paseó agitadamente por la estancia. Luego cogió a su madre y a su esposa del brazo y salieron los tres.

En el silencio que se produjo, Granacci miró a Miguel Ángel y dijo:

—No hace más que tratar de cumplir con su deber para contigo ¿Cómo puede concebir que el juicio de un muchacho de catorce años sea mejor que el suyo? ¡Es pedir demasiado!

—Pero… ¿te parece que debo perder esta oportunidad que se me presenta?

—No. Pero recuerda que tu padre obra de la mejor manera que sabe ante un intelecto que le impone una situación que él no puede resolver porque, perdóname, le falta intelecto para ello.

II

El jardín de escultura de Medici no se parecía a la
bottega
de Ghirlandaio. No tenía que ganarse la vida. Domenico Ghirlandaio estaba siempre azorado, no sólo por ganar el dinero que necesitaba para alimentar a su numerosa familia, sino porque firmaba muchos contratos con fecha fija de entrega.

Nada podía ser más ajeno a la opresión que la atmósfera en la que penetró Miguel Ángel aquel cálido día de abril en que comenzó su aprendizaje a las órdenes de Bertoldo, bajo el mecenazgo de Lorenzo de Medici.

La primera persona que le saludó allí fue Pietro Torrigiani, un apuesto joven, de recia complexión, rubio, de hermosos ojos verdes. No bien estuvo al lado del recién llegado, dijo:

—Así que tú eres el «
fantasma del jardín
». Has estado rondando estos alrededores mucho tiempo…

—No creí que nadie advirtiera mi presencia.

—¡Como para no advertirla, si nos devorabas con los ojos!

Bertoldo amaba solamente dos cosas, además de la escultura: la risa y el arte culinario. Su humor tenía en sí más especias que su pollo
alla cacciatora
. Había escrito un libro de cocina y su único motivo de queja al trasladarse al palacio de los Medici era que no tenía oportunidad de cocinar sus recetas.

Aquel hombre frágil, de cabellera blanca como la nieve, de mejillas enrojecidas y ojos de un hermoso azul pálido, era el heredero de todos los conocimientos comunicables de la edad de oro de la escultura toscana.

Cogió del brazo a sus dos nuevos aprendices, y les explicó de inmediato:

—Es cierto que no toda la habilidad es comunicable. Donatello me proclamó su heredero, pero jamás pudo convertirme en su igual. Me inculcó toda su experiencia y artesanía de la misma manera que uno vierte el bronce derretido en un molde. Pero, por mucho que lo intentó, no pudo poner su dedo en mi puño ni su pasión en mi corazón. Todos somos tal como Dios nos ha creado. Yo les enseñaré todo lo que Ghiberti enseñó a Donatello y Donatello me enseñó a mí. Que ustedes lo absorban depende de su capacidad. El maestro es como el cocinero. Denle un pollo flaco o un trozo de ternera dura y ni siquiera su más deliciosa salsa podrá volverlos tiernos.

Miguel Ángel rió de buena gana. Bertoldo, satisfecho de su propio humor, los llevó hacia el casino, mientras decía:

—Y ahora, a trabajar. Si tienen talento, pronto se revelará.

El anciano maestro asignó a Miguel Ángel una mesa de dibujo en el pórtico, entre Torrigiani, un jovencito de diecisiete años, y Andrea Sansovino, de veintinueve. Este último había sido aprendiz de Antonio Pollaiuolo, y algunos de sus trabajos podían verse ya en Santo Spirito.

Bertoldo dijo:

—El dibujo es un medio diferente para el escultor. Un hombre y un bloque de piedra tienen tres dimensiones, lo cual les da, inmediatamente, algo más en común que entre un hombre y una pared o un panel de madera que debe ser pintados.

Miguel Ángel comprobó que los aprendices del jardín de escultura eran semejantes a los del taller de Ghirlandaio. Sansovino venía a ser la réplica de Mainardi: artista profesional ya, llevaba años ganándose la vida con la escultura. Tenía el mismo carácter de Mainardi y brindaba generosamente su tiempo y paciencia a los principiantes. En el extremo opuesto de la escala estaba Soggi, un muchacho de catorce años parecido a Cieco, que a juicio de Miguel Ángel carecía por completo de talento.

Y estaba también el inevitable Jacopo, que aquí se llamaba Baccio da Montelupo, un joven de veinte años tan despreocupado como Jacopo. Era un toscano amoral, que se nutría de los escándalos de cada día para relatarlos a la mañana siguiente a sus camaradas. En la primera mañana de trabajo de Miguel Ángel en el jardín, Baccio llegó tarde e irrumpió con la noticia más sensacional del día. Era el chiste recién cocinado que circulaba ya por las calles de Florencia: una dama florentina, lujosamente vestida de sedas y cubierta de joyas, preguntó a un campesino que salía de la iglesia Santo Spirito:

—¿Ha terminado ya la misa de los
villani
?

Y el campesino le respondió:

—Si, señora, y está a punto de comenzar la de las
puttane
, así que apréstese a entrar.

Bertoldo aplaudió, encantado.

La réplica de Granacci era Rustici, un muchacho de quince años hijo de un acaudalado noble toscano, que iba allí por placer y por el honor de crear arte. Lorenzo de Medici había querido que Rustici viviera en su palacio, pero el muchacho prefería vivir solo en unas habitaciones que había alquilado en la Vía de Martelli. Miguel Ángel llevaba solamente una semana en el jardín, cuando Rustici le invitó a comer.

—Igual que a Bertoldo —dijo—, me encanta la cocina casera. Haré un ganso al horno.

Miguel Ángel encontró la casa de Rustici llena de animales: tres perros, un águila encadenada a una percha, una cotorra enseñada por los
contadini
de una de las posesiones de su padre y que chillaba a cada rato: ¡
Va all'inferno
! Además, había un puercoespín que se movía incesantemente y a veces pinchaba a Miguel Ángel en las piernas.

Después de comer, los dos muchachos se trasladaron a una sala de cuyas paredes pendían cuadros familiares. En aquel ambiente aristocrático, el rústico se tornaba joven culto.

—Tienes una mano admirable para el dibujo, Miguel Ángel —dijo Rustici—. Probablemente eso te servirá de base para convertirte en escultor. Pero permíteme que te haga una advertencia: no vayas a vivir en el suntuoso lujo del palacio.

—¡No hay peligro de que eso ocurra! —exclamó Miguel Ángel.

—Escucha, amigo mío, es muy fácil acostumbrarse al lujo, a lo agradable y a lo cómodo. Una vez que te hayas convertido en adicto a esas cosas, te resultará muy fácil llegar a ser un parásito adulador y renunciar a las propias ideas para agradar al mecenas. El paso siguiente es cambiar el propio trabajo para gustar a quienes tienen en sus manos el poder, y eso equivale a la muerte para un escultor.

El aprendiz con quien Miguel Ángel intimó más fue Torrigiani, quien le parecía más un soldado que un escultor. Pertenecía a una antigua familia de comerciantes vinateros, ennoblecidos mucho tiempo atrás, y era el más audaz de los aprendices ante Bertoldo. Solía mostrarse pendenciero en ocasiones. Brindó a Miguel Ángel una rápida y cálida amistad. Por su parte, Miguel Ángel nunca había conocido a un muchacho tan apuesto y hermoso como aquél. Y aquella hermosura física, que alcanzaba casi la perfección, le producía una sensación de inferioridad al compararla con su fealdad y escasa estatura.

Llevaba una semana en el jardín de escultura, cuando Lorenzo de Medici entró en él con una jovencita. Miguel Ángel vio entonces de cerca, por primera vez, al hombre que, sin cargo ni titulo, gobernaba Florencia y la había convertido en una poderosa república, rica no solamente en el comercio sino en pintura, literatura y escultura. Lorenzo de Medici, que contaba entonces cuarenta años, tenía un rostro que parecía haber sido fruto de la oscura piedra extraña de una montaña. Era un rostro irregular, muy lejos de ser hermoso. La piel era terrosa, pronunciado el mentón, respingona la nariz, oscuros los grandes ojos, semihundidas las mejillas y espesa la negra cabellera. Tenía una estatura mediana y un físico robusto, que mantenía en buen estado por medio de la equitación y la caza.

Era un estudioso de los clásicos, ávido lector de manuscritos griegos y latinos, un poeta que la Academia Platón comparaba con Petrarca y Dante, y había hecho construir la primera biblioteca pública de Europa, para la cual había reunido diez mil manuscritos y libros, la mayor colección desde la época de la famosa de Alejandría. Se le reconocía como el más decidido e importante mecenas de la literatura y las artes plásticas, y poseía una colección de esculturas, pinturas, dibujos y gemas talladas que había puesto a disposición de todos los artistas para su estudio y fuente de inspiración. Para los estudiosos reunidos en Florencia, que así se había convertido en el corazón de la sabiduría de Europa, Lorenzo de Medici había dispuesto villas en la ladera de Fusile, donde Pico della Mirandola, Angelo Poliziano, Marsilio Fiemo y Cristoforo Landino traducían manuscritos griegos y hebraicos recién descubiertos, escribían poesía, libros filosóficos y religiosos y ayudaban a crear lo que Lorenzo llamaba la «
revolución del humanismo
».

Miguel Ángel, al oír lo que Lorenzo decía a Bertoldo, advirtió que aquella voz tenía una cualidad algo agria y desagradable. No obstante, ésa parecía ser la única cualidad desagradable de
Il Magnifico
, de la misma manera que la fragilidad que se observaba en sus ojos era su única debilidad, y la falta del sentido del olfato, la única carencia con la que había nacido. Lorenzo, que entonces era el hombre más rico del mundo, solicitado y adulado por los soberanos y gobernantes de las ciudades-estado de toda Italia, así como por dinastías tan poderosas como Turquía y China, tenía un carácter abierto y encantador, y una carencia total de arrogancia. Gobernador de la República, en el mismo sentido que los
gonfalonieri
di Giustizia y la Signoria gobernaban lo referente a las leyes y ordenanzas de la ciudad, no tenía ejército, guardia ni escolta, y recorría las calles de Florencia solo, hablando con todos los ciudadanos como con iguales. Llevaba una sencilla vida familiar y era frecuente verlo tirado por el suelo con sus hijos, cuyos juegos compartía. Su palacio estaba abierto a todos los artistas, literatos y sabios del mundo.

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