Hubo considerable regocijo en agosto, cuando el Papa Borgia, Alejandro VI, dejó de existir. Cuando el cardenal Piccolomini, de Siena, fue ungido Papa, Miguel Ángel sintió cierta aprensión. No había trabajado más en las estatuas de Piccolomini, ni siquiera en los dibujos. Una sola palabra del nuevo Papa y el
gonfaloniere
Soderini se vería obligado a retirarle el trabajo del David hasta que terminase las once figuras que faltaban y las mismas fuesen entregadas. Se negó a permitir la entrada a nadie en el taller durante un mes y trabajó furiosamente, antes de que cayese sobre su cabeza el hacha del Vaticano. La mayor parte del cuerpo del David estaba ya realizada; sólo le faltaba la cabeza y la cara. Por primera vez comprendió el peso del contrato de los Doce Apóstoles, que también estaría pendiente sobre su cabeza durante años. Y sintió la tentación de arrojarse a las aguas del Arno para terminar de una vez.
El cardenal Piccolomini falleció repentinamente en Roma, un mes después de ascender al trono papal. El cardenal Royere le sucedió, con el nombre de Julio II. En casa de los Sangallo hubo una ruidosa celebración. Giuliano dijo a quien quiso oírle que se llevaba consigo a Roma a Miguel Ángel para crear grandes estatuas de mármol.
Leonardo da Vinci regresó de su aventura en el ejército de César Borgia, y se le otorgaron las llaves del Gran Salón de la Signoria como anticipo del encargo de crear un fresco para la pared de detrás de la plataforma en la que el
gonfaloniere
Soderini y la Signoria tenían sus sitiales. El precio de aquella obra sería diez mil florines.
Miguel Ángel se puso lívido. Aquél era el mayor y más importante encargo de pintura otorgado por Florencia desde hacia varias décadas. Se pagarían diez mil florines a Leonardo por un fresco cuya ejecución le llevaría dos años. ¡A él, por el «
Gigante
» David, se le daban cuatrocientos florines! ¡Por la misma cantidad de trabajo! ¡Y el precio mayor lo cobraría un hombre que había ayudado a César Borgia a conquistar Florencia!
Dominado completamente por una ira ciega, corrió a la oficina de Soderini. El
gonfaloniere
lo escuchó pacientemente, antes de contestarle con toda tranquilidad:
—Leonardo da Vinci es un gran pintor. He visto su cuadro La última cena en Milán. ¡Es tremendo! ¡Nadie en toda Italia podría igualarlo! Francamente, envidio ese fresco de Milán, y como es lógico, estoy ansioso de que pinte otro para Florencia. Si es tan bueno como aquél, nos enriquecerá artísticamente.
Miguel Ángel había sido retado y despedido, todo en el mismo instante.
Comenzaron entonces los últimos meses de trabajo, tan agradables para él, ahora que los dos años de dura labor estaban por finalizar. Encaró el rostro del David y lo esculpió tiernamente, con todo el amor y simpatía de que era capaz; el fuerte y noble rostro del joven que, un momento después, saltaría a la virilidad, pero que, en ese instante, estaba todavía triste e indeciso ante lo que tenía que hacer; su ceño, profundamente fruncido, interrogantes los ojos, expectantes los labios. La expresión de aquella cara tenía que comunicar que el mal era vulnerable, aunque llevase una armadura que pesaba quinientos kilos. Siempre habría en ella un punto que no estuviese debidamente defendido; y si el bien en el hombre estaba dormido, encontraría aquel punto expuesto e idearía el modo de penetrar en él. La emoción tenía que expresar la idea de que su conflicto con Goliat era una parábola del bien y el mal.
La cabeza tenía que dar una sensación de luminosidad que emergiera no solamente de dentro sino del aura que la rodeaba.
Terminada ya la labor de eliminar el mármol de soporte de los salientes, comenzó el pulido. No quería darle un lustre tan intenso como el de la Piedad. Lo que deseaba era la expresión externa de sangre, músculos y cerebro, venas, huesos y tejidos, real, convincente, en hermosa proporción: David en la cálida y palpitante carne humana, con una mente y un espíritu y un alma que se manifestasen exteriormente, un David tembloroso de emoción, marcados los músculos del cuello por la cabeza vuelta en una forzada posición hacia Goliat.
A principios de enero de 1504, Florencia se enteró de que Piero de Medici había actuado por última vez. Luchando en las filas del ejército francés, porque esperaba conseguir ayuda de Luis XII contra Florencia, se había ahogado en el río Garigliano al volcar su embarcación, en la que llevaba cuatro piezas de artillería para salvarlas de manos de los españoles. Un miembro de la Signoria exclamó públicamente al llegar la noticia: «
Nosotros, los florentinos, nos regocijamos profundamente ante esta buena nueva
». Miguel Ángel, por su parte, se apenó un momento y luego sintió lástima por Alfonsina y sus hijos. Recordó a Lorenzo, en su lecho de muerte, mientras aconsejaba a Piero cómo tenía que gobernar Florencia. Pero luego se alegró, al pensar que la muerte de Piero significaba que Contessina podría estar más cerca del fin de su destierro.
A finales de enero, Soderini convocó una reunión de artistas y artesanos de Florencia con el propósito de decidir dónde habría de colocarse el David. Miguel Ángel fue llamado a la Signoria, donde se le enseñó la lista de personas invitadas al encuentro. Vio que entre los pintores figuraban Botticelli Rosselli, David Ghirlandaio, Leonardo da Vinci, Filippino Lippi, Piero di Cosimo, Granacci, Perugino, y Lorenzo di Credi. Los escultores eran Rustici, Sansovino y Betto Buglioni. Los arquitectos, Giuliano da Sangallo y su hermano Antonio, Il Cronaca, dos joyeros, un bordador, un diseñador de terracotas, un iluminador, dos carpinteros que estudiaban arquitectura, el fundidor de cañones Ghiberti y el relojero Lorenzo della Golpaia.
La reunión estaba programada para el día siguiente en la biblioteca del piso superior del Duomo, antes de la hora de la cena. La biblioteca tenía ventanas que daban al patio del Duomo, y Miguel Ángel pudo oír el rumor de numerosas voces al reunirse los citados. Cruzó el patio, subió por una escalera hasta un pequeño vestíbulo contiguo a la biblioteca y se sentó. Alguien pidió silencio, y Miguel Ángel oyó la voz de Francesco Filarete, heraldo de la Signoria:
—He estado meditando las sugestiones que me ha brindado mi propio juicio —dijo— y he llegado a la conclusión de que hay dos lugares donde podría colocarse la estatua: el primero, donde está la Judith de Donatello; el segundo, en medio del patio, donde está el David de bronce. Les aconsejaría que decidan colocar al «
Gigante
» en uno de esos dos lugares, pero personalmente doy mi voto en favor del de Judith.
Aquello convenía admirablemente a Miguel Ángel, quien a continuación oyó otra voz, la de Monciatto, el ebanista:
—Digo que el «
Gigante
» se ha esculpido para ser colocado en las columnas del Duomo. No sé por qué no ha de colocarse allí, y me parece que quedaría muy bien, pues resultaría un apropiado ornamento para la iglesia de Santa María dei Fiori.
Miguel Ángel vio que Rosselli se levantaba penosamente.
—Creo —dijo— que
messer
Francesco Filarete y
messer
Francesco Monciatto han hablado con mucha sensatez. No obstante, primero pensé que el «
Gigante
» debería ser colocado en la escalinata del Duomo, a la derecha; a mi juicio, ése sería el mejor lugar.
Siguieron rápidamente otras opiniones. Gallieno, el bordador, opinó que la estatua debía colocarse donde estaba el Marzocco, en la plaza, con lo que David Ghirlandaio estuvo de acuerdo; varios otros, entre ellos Leonardo da Vinci, se pronunciaron en favor de la galería, porque en ella el mármol estaría protegido. Otro sugirió el gran salón, donde Leonardo da Vinci iba a pintar su fresco.
Filippino Lippi dijo:
—Creo que todos han expresado opiniones sensatas, pero estoy seguro de que el escultor habrá de proponer el mejor lugar, porque con toda seguridad ha pensado más largamente y con más autoridad el lugar que cree que debe ocupar el «
Gigante
».
Miguel Ángel cerró la puerta silenciosamente y bajó hasta el patio. El
gonfaloniere
Soderini podría guiar ahora al «
Gigante
» David al lugar que él deseaba: frente al Palazzo della Signoria, donde estaba la Judith de Donatello.
El rudo Pollaiuolo, Il Cronaca, en su carácter de arquitecto supervisor del Duomo, tenía a su cargo la tarea de trasladar la escultura, pero pareció agradecer el ofrecimiento de Antonio da Sangallo, así como de Giuliano, en el sentido de diseñar un transportador. Baccio
D'Agnolo
, el arquitecto, ofreció sus servicios, igual que Chimente del Tasso y Bernardo della Cecca, los dos jóvenes carpinteros arquitectos, pues les interesaba el problema de trasladar la mayor escultura en mármol que había cruzado las calles de Florencia.
—La solución —dijo Antonio— es un transportador dentro de otro. No ataremos la escultura. La colocaremos en un armazón, dentro de un marco de madera. De esa manera, oscilará suavemente con el movimiento.
Los dos carpinteros construyeron una especie de sólida jaula de madera de siete metros de alto, de acuerdo con el plano que dibujaron los hermanos Sangallo, abierta en la parte superior. El David fue introducido en una red de enormes cuerdas y colocado dentro de la jaula, donde se lo suspendió para que quedara colgado en su armazón. La pared posterior del taller fue derribada y la jaula montada sobre rodillos de madera. Previamente, se había alisado el piso por donde tenía que pasar. Y la estatua quedó en condiciones de emprender su azaroso viaje a través de las calles de Florencia.
Il Cronaca contrató a cuarenta hombres para llevar la enorme jaula sobre sus rodillos. A pesar de ese número, la estatua avanzaba solamente unos pocos metros cada hora. Al caer la tarde la habían sacado del taller a través de la pared derribada y habían llegado, por la Vía del Orologgio, hasta la esquina. Allí se maniobró para doblar a la Vía del Proconsolo, mientras centenares de personas observaban la difícil tarea. Antes de que oscureciera, el David había adelantado sólo media manzana de dicha calle.
Los hombres se retiraron. Miguel Ángel se fue a su casa y pasó unas horas impaciente, recorriendo la habitación. Al llegar la media noche, intranquilo, salió de su casa para volver al lugar donde estaba la estatua. Allí se quedó. Tiró una manta dentro de la jaula, detrás del David. Había allí suficiente lugar para tenderse en el suelo de madera.
Había caído en un estado de semisomnolencia, cuando oyó el ruido de alguien que corría, voces y luego piedras que golpeaban la pared lateral de la jaula. Dio un salto y salió de su encierro, mientras llamaba a gritos a los guardianes.
Oyó que los desconocidos corrían por la Vía del Proconsolo y emprendió su persecución sin dejar de gritar.
La media docena de sombras que huían parecía ser mozalbetes. Miguel Ángel volvió junto a la estatua, donde encontró a dos guardianes con linternas. Les denunció el hecho.
—¿Acertaron a la estatua con alguna de las piedras? —preguntó uno.
—Creo que no —respondió Miguel Ángel—. Pero dieron en la madera de la jaula.
Dio una vuelta alrededor del David, preguntándose quién o quiénes podrían desear su destrucción.
—¡Vándalos! —exclamó Soderini, que llegó de madrugada para ver el proceso del transporte—. ¡Esta noche pondré guardianes!
Los «
vándalos
» volvieron, en número de una docena, después de medianoche. Miguel Ángel los oyó acercarse sigilosamente por la Vía del Proconsolo, y dio un grito de alerta que obligó a los desconocidos a lanzar sus piedras prematuramente. A la mañana siguiente toda Florencia se enteró de que existía una conspiración para dañar la estatua. Soderini hizo llamar a Miguel Ángel a una reunión de la Signoria para preguntarle si sospechaba quiénes podían ser los autores.
—¿Tiene enemigos? —preguntó.
—Que yo sepa, no —dijo Miguel Ángel.
—Sería mejor preguntar: ¿Tiene enemigos Florencia? —dijo el heraldo Filarete—. ¡Pero ojalá lo intenten otra vez esta noche!
Lo intentaron, en la esquina de la Piazza della Signoria, donde se unía a ella la Piazza San Firenze. Pero Soderini había ocultado guardianes armados en algunas casas y patios vecinos. Ocho de la banda fueron detenidos y llevados al Bargello. Miguel Ángel leyó la lista de sus nombres. No había uno solo que le fuese conocido.
Por la mañana, el salón del piso superior del Bargello estaba abarrotado de florentinos. Miguel Ángel contempló a los culpables. Cinco de ellos eran jóvenes, tal vez de unos quince a diecisiete años de edad. Declararon que se habían limitado a intervenir en la aventura propuesta por sus amigos mayores y ni siquiera sabían qué era lo que apedreaban. Sus familias fueron multadas y los cinco quedaron en libertad.
Los otros tres eran mayores y se mostraron hoscos. El primero dijo que había arrojado piedras contra el David porque era una figura obscenamente desnuda, a la que Savonarola habría querido destruir. El segundo declaró que aquella era una muestra de pésima escultura, y que él había querido demostrar al autor que el pueblo se daba cuenta de su pobre calidad. El tercero sostuvo que había obrado en nombre de un amigo que quería la destrucción del David, pero se negó a revelar el nombre. Los tres fueron condenados a prisión por el juez, quien citó un antiguo adagio de Toscana: «
El arte tiene un enemigo llamado ignorancia
».
Aquella noche, cuarta jornada de su viaje, el David llegó a su destino. D' Agnolo y los carpinteros desarmaron la jaula. Los Sangallo desataron los fuertes nudos y deshicieron el armazón. La Judith fue retirada de su lugar, y el David quedó instalado en él, al pie de la escalinata del palacio, de cara a la plaza.
Miguel Ángel se detuvo al llegar a la plaza. Nunca había visto su escultura a tal distancia. Allí estaba, en toda su majestuosa gracia, como si iluminase la Signoria con una pura luz blanca. Se acercó al pie de la gran figura y se sintió insignificante, débil, impotente, ahora que la estatua había abandonado ya sus manos. Y se preguntó: «
¿Cuánto de lo que quería decir he conseguido expresar en esta estatua?
».
Granacci lo acompañó de vuelta a su casa, le quitó las botas, lo ayudó a acostarse y lo tapó con una manta. A Ludovico, que miraba desde la puerta, le dijo:
—Déjelo dormir todo lo que quiera, aunque sean dos días.
Despertó completamente fresco y hambriento. Aunque no era la hora de la comida, devoró dos platos de sopa, lasaña y pescado cocido, todo lo cual estaba destinado a alimentar a la familia.