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Authors: Irving Stone

Tags: #Biografía, Historia

La agonía y el éxtasis (85 page)

BOOK: La agonía y el éxtasis
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Miguel Ángel se dirigió inmediatamente a ver al notario Raifaello Ubaldini, que acababa de volver de una audiencia con el nuevo Pontífice.

—¿Por qué quieren llevarme ante la justicia? —preguntó Miguel Ángel—. ¡No he abandonado el trabajo en esa tumba!

—En su contrato modificado, convino en completar la tumba para mayo pasado… Se comprometió a no aceptar nuevos trabajos, a pesar de lo cual aceptó la sacristía de los Medici.

—Solamente hice algunos bocetos para esa sacristía… Otro año…

—El duque de Urbino no tiene confianza en sus promesas. La familia ha mostrado al Papa que, en los diecisiete años transcurridos desde la firma del convenio, no ha entregado usted nada.

Temblando de ira, Miguel Ángel exclamó, protestando:

—¿Y le dijeron al Papa Adriano que fue Julio II quien me impidió originalmente que trabajase, al negarse a financiar la tumba? ¿Que me hizo perder quince meses de mi vida porque me obligó a esculpir su figura en bronce para Bolonia y volvió a impedirme que prosiguiera la obra? ¿No saben acaso que Julio II me tuvo durante cuatro años en la bóveda de la Capilla Sixtina, cuyos frescos pinté?

—¡Piano, piano! Vamos, siéntese junto a mi escritorio.

—¿Qué es lo que quieren de mí?

—En primer lugar, que les devuelva todo el dinero: más de ocho mil ducados…

—¿Ocho m…? —Salió como si alguien le hubiese prendido fuego al asiento de su silla, y gritó—: ¡Si sólo he recibido tres mil!

Ubaldini le mostró los documentos que comprobaban su deuda. Miguel Ángel palideció:

—Los dos mil ducados que Julio II me pagó antes de morir corresponden a mi trabajo de pintura en la Capilla Sixtina.

—¿Puede probarlo?

—No.

—Entonces, la Corte de Justicia les acordará la suma de ocho mil ducados, además de los intereses correspondientes a la misma durante todos los años transcurridos.

—¿Y cuánto será eso?

—No más del veinte por ciento. Además, piden daños y perjuicios por no habérseles entregado la tumba en el plazo estipulado. Y eso puede ser cualquier suma que la Corte considere oportuno fijar. El Papa no se interesa por las artes. Considera que éste es un asunto puramente comercial.

Miguel Ángel parpadeó y luego cerró los ojos fuertemente para contener las lágrimas.

—¿Qué debo hacer? —murmuró—. Todas mis pequeñas propiedades juntas apenas valen diez mil florines. Quedaré arruinado para siempre…

—Francamente, no sé qué aconsejarle. Tenemos que buscar amigos en la corte, gente que admire su trabajo e intervenga ante el Pontífice. Entretanto, ¿me permite que le sugiera que complete los cuatro Cautivos y los lleve a Roma? Si pudiera armar toda la parte de la tumba de Julio II que ha esculpido ya…

Volvió como ciego a su taller. La noticia de la catástrofe que se cernía sobre él se propaló rápidamente por toda Florencia. Comenzaron a llegar amigos: Granacci y Rustici, que le llevaba sendas bolsas llenas de monedas de oro; miembros de las familias Strozzi y Pitti, que se ofrecían a ir inmediatamente a Roma para interceder en su favor.

Pero a los Rovere no les interesaba el dinero. Estaban decididos a castigarlo por haber abandonado la tumba en favor de una fachada y una capilla para los Medici. Cuando escribió a Sebastiano ofreciéndole ir a Roma para completar la tumba, el duque de Urbino rechazó el ofrecimiento y dijo:

—Ya no queremos la tumba. Queremos que Buonarroti sea llevado ante la justicia, y que ésta lo castigue.

Ahora se hallaba ante un tremendo desastre. Tenía cuarenta y siete años y se vería despojado de todo cuanto poseía, así como desacreditado públicamente como persona incapaz de terminar un encargo que se le había confiado, o poco dispuesta a terminarlo. Los Royere lo señalarían como un ladrón por haber recibido su dinero sin darles nada a cambio. No podría conseguir un solo trabajo mientras Adriano fuese Papa. Como artista y como hombre, su vida quedaba ya tras de sí.

Vagó por la campiña de Pistoia y Pontassieve, mientras su mente estaba en Roma, Urbino, Carrara o Florencia, peleando, discutiendo, gritando… incapaz de absorber tantas injusticias e indignidades.

Observó a los campesinos que recogían sus cosechas. Adelgazó terriblemente y no podía retener los alimentos que ingería, como le ocurriera tantos años atrás, cuando realizaba sus experiencias de disección en la morgue de Santo Spirito. Se preguntaba una y otra vez: «
¿Qué crimen he cometido, Dios mío? ¿Por qué me abandonas así? ¿Por qué tengo que pasar por este infierno de Dante, si todavía no he muerto?
».

Fue en busca de Granacci y le preguntó:

—¿Qué es lo que me falta? He sido allegado de los papas, se me han confiado importantísimos encargos, tengo talento, energía, entusiasmo, disciplina, y unidad de propósito. ¿Qué me falta? ¿Suerte? ¿Dónde tiene uno que ir a buscar la suerte?

—Soporta estos tiempos malos,
caro
, y luego podrás gozar los buenos. Si te quemas como un tronco seco al que se prende fuego…

—¡Ah, Granacci! Tu palabra favorita: «
supervivencia
». ¿Y si la obra de uno ya está realizada?

—Sólo has pasado la mitad de tu vida. Sólo has hecho la mitad de tu obra. Lo que pasa es que no tienes suficiente fe.

Resultó que Granacci tenía razón. Dios y sólo Dios lo salvó. Después de veintidós meses de agonía, el Todopoderoso se llevó a su seno al Papa Adriano. En el Colegio de Cardenales siguieron siete semanas de negociaciones, promesas, compromisos, discusiones…, hasta que por fin el cardenal Giulio de Medici consiguió reunir el número suficiente de votos para ser ungido Papa. ¡El primo Giulio!

Clemente Vil, el flamante Pontífice, ordenó inmediatamente después de la ceremonia de su coronación: «
Miguel Ángel debe reanudar el trabajo en la capilla
».

Comenzó a esculpir las alegorías para la sacristía como criaturas que, habiendo sufrido las penurias y tragedias de la vida, conocían su futilidad. Los
contadini
decían: «
La vida es para ser vivida
». Granacci decía: «
La vida es para ser gozada
». Miguel Ángel decía: «
La vida es para ser trabajada
». El Amanecer, El Día, El Anochecer y La Noche decían: «
La vida es para ser sufrida
».

Su David había sido joven, sabedor de que era capaz de conseguir todo cuanto pretendía; Moisés era maduro en años, pero con la fuerza interior suficiente para mover montañas y formar naciones. Estas nuevas criaturas de su creación tenían un halo de tristeza, de piedad; formulaban las más dolorosas e incontestables preguntas: ¿Con qué propósito se nos coloca en la Tierra? ¿Para vivir nuestro ciclo? ¿Para perpetuarlo? ¿Una continua cadena de carne viva, para pasar la carga de una generación a otra?

Antes su preocupación había sido el mármol y lo que de él podía extraer. Ahora se desviaba a la emoción humana y lo que él podía reflejar del significado filosófico de la vida. Había sido un hombre con mármol; ahora había alcanzado la identidad de hombre y mármol. Siempre había querido que sus figuras representasen algo importante, pero su David, su Moisés y su Piedad habían sido piezas solitarias, completas en sí mismas. En esta capilla Medici tenía una oportunidad de presentar un tema unificado. Lo que su mente evocara sobre el significado de las esculturas sería más importante que los movimientos de sus manos de escultor sobre las superficies de los mármoles.

El 6 de marzo de 1525, Ludovico ofreció una cena en la residencia familiar para celebrar el quincuagésimo aniversario del nacimiento de Miguel Ángel. Éste despertó en un estado de ánimo melancólico, pero al sentarse a la mesa, rodeado de su padre, Buonarroto, su esposa y sus cuatro hijos, Giovansimone y Sigismondo, se sintió contento.

III

Dibujó, modeló y esculpió como un hombre liberado de una prisión. Su único gozo era la libertad de proyectarse en el espacio. El tiempo era su cantera. De él excavaría los años blancos, puramente cristalinos. ¿Qué otra cosa había de extraer en las abruptas montañas del futuro? ¿Dinero? Siempre le había eludido.

¿Fama? Le había hecho caer en una trampa. El trabajo constituía su propio premio, y no había otro. Crear en mármol blanco las figuras más excelsas que se hubiesen visto jamás en la tierra; expresar por medio de ellas verdades universales: ése era el pago, la gloria del artista. Todo lo demás era ilusión, humo que se desvanecía en el horizonte.

El Papa Clemente le asignó una pensión vitalicia de cincuenta ducados mensuales y le facilitó una casa al lado opuesto de la plaza, frente a San Lorenzo, para que la utilizase como taller. El duque de Urbino y los demás herederos de Julio II fueron convencidos, y abandonaron su demanda. Ahora, sólo había que diseñar una tumba, para la cual ya tenía esculpidas todas las figuras, a excepción de un Papa y una Virgen.

Para la sacristía contrató a la familia Topolino, para que se hiciese cargo del corte de las piedras e instalase las puertas y ventanas de
pietra serena
, así como las columnas corintias y arquitrabes, que dividían las paredes de la capilla en tres planos.

Comenzaron a llegarle encargos de toda índole: ventanas para un palacio, una tumba para Bolonia, otra para un noble de Mantua, una estatua de Andrea Doria para la ciudad de Génova, la fachada de un palacio de Roma, una Virgen con el arcángel San Miguel, para San Miniato. Hasta el mismo papa Clemente le ofreció un nuevo trabajo: una biblioteca para los manuscritos y libros de los Medici, que debía ser construida sobre la vieja sacristía de San Lorenzo. Abocetó algunos planos para la biblioteca, empleando
pietra serena
para los efectos decorativos.

Su nuevo aprendiz era Antonio Mini, sobrino de su amigo Giovanni Battista Mini. Era un muchacho de cara larga y serena actitud ante la vida. Honesto, merecedor de confianza, resultó ser un ayudante tan leal y delicioso como había sido Argiento, pero con muchísimo más talento. Puesto que Miguel Ángel tenía ahora una mujer como criada,
Monna
Agniola, que hacía todos los trabajos de la casa, el romántico Mini quedaba en libertad para pasar sus horas libres en la escalinata del Duomo con los muchachos de su edad, contemplando el desfile de las chicas ante el Baptisterio.

Giovanni Spina, un estudioso comerciante, fue designado por el Papa para tratar con Miguel Ángel lo referente a los trabajos de la sacristía y la biblioteca Medici. Era un hombre delgado, alto, de hombros cargados y rostro inteligente. Se presentó a sí mismo desde la puerta del taller diciendo:

—Conocí a Sebastiano en la Corte de Roma. Me permitió entrar en su casa del Macello del Corvi para ver el Moisés y los dos Cautivos. Siempre he adorado la obra de Donatello. Son como padre e hijo.

—Abuelo y nieto. Yo soy heredero de Bertoldo, que a su vez lo fue de Donatello.

—Cuando el Papa no tenga fondos en Florencia, puede contar conmigo para obtenerlos…, de alguna parte. —Se acercó a los cuatro inconclusos Cautivos y los estudió con ojos en los que se veía un gran asombro.

Se sentaron en el banco de trabajo, y Spina preguntó:

—Los Rucellai no reconocen que usted es su primo, ¿verdad?

—¿Cómo lo sabe?

—He investigado. ¿Quiere venir a nuestras reuniones en los jardines de su palacio? Somos todo lo que queda de la Academia Platón. Este jueves, Niccolo Machiavello nos leerá el primer capítulo de su Historia de Florencia, que le ha encargado la Signoria.

Dentro de la inconclusa sacristía, trabajó en los bloques de El Amanecer, El Anochecer, la Virgen y el joven Lorenzo. Más tarde, cansado ya de esculpir o modelar arcilla, se tendió en el lecho para escuchar las campanas de las iglesias vecinas que daban las horas. Hacia el amanecer, cerró los ojos y vio ante sí a Contessina, y oyó el delicioso timbre de su voz; y al mismo tiempo sintió a Clarissa tendida a su lado, envolviéndolo en sus tibios y torneados brazos, y apretándose mucho a él. Las dos imágenes se fusionaron en una, que era la figura del amor. Y se preguntó si llegaría a saborearlo nuevamente.

Con la primera claridad del amanecer se levantó, fue ante el espejo del tocador y estudió su rostro como si perteneciese a un modelo que él hubiera contratado para posar. Toda su fisonomía parecía ahora más profunda; las líneas que surcaban su chata frente, los ojos bajo las salientes cejas, la nariz, más ancha que nunca, los apretados labios… Sólo sus cabellos se resistían a todo cambio y seguían ricos en color y textura, rizándose juvenilmente sobre su frente.

Con la vuelta de un Medici al Papado, Baccio Bandinelli recibió el encargo de esculpir el Hércules para el frente de la Signoria, el mismo que le había sido ofrecido a Miguel Ángel por el
gonfaloniere
Soderini unos diecisiete años antes. Al saber que Miguel Ángel había sufrido un disgusto al enterarse de la noticia, Mini corrió a la casa y entró como una tromba en el taller, mientras gritaba:

—¡El bloque del Hércules acaba de llegar… y se ha hundido en el Arno! La gente que presenció el accidente dice que el bloque intentó suicidarse antes de dejarse esculpir por Baldinelli.

Miguel Ángel estalló en una carcajada. A la mañana siguiente, un canónigo de Roma le llevó un mensaje del Papa Clemente.

—Buonarroti, ¿conoce la esquina de la galería del jardín de los Medici, frente a la casa donde vive Luigi della Stufa? El Papa desea saber si le agradaría levantar allí un Coloso de unos veinticuatro metros de altura.

—Maravillosa idea —dijo Miguel Ángel, sarcástico—, pero podría quitar demasiado espacio a la calle. ¿Por qué no colocarlo en el rincón donde vive el barbero? Podríamos hacer que la estatua fuese hueca y arrendarle la planta baja.

Un jueves por la noche fue al palacio Rucellai para escuchar a Machiavello la lectura de su Mandragora. El grupo se mostraba amargamente hostil al Papa Clemente, a quien llamaban «
La Mula
», «
El Bastardo
», «
La hez de los Medici
» y algunos otros apodos. La Academia Platón estaba en el mismo corazón de la conspiración, tendente a restaurar la República. Y aquel odio se intensificaba porque los dos Medici ilegítimos vivían en el palacio y se les preparaba para hacerse cargo del gobierno de Florencia.

Miguel Ángel escuchó aquella noche historias sobre Clemente. Al parecer, éste estaba reforzando la causa del partido opuesto a los Medici al cometer fatales errores, como los había cometido León X antes que él. En las incesantes guerras entre las naciones circundantes, Clemente apoyaba de manera consistente a la nación perdedora. Sus aliados, los franceses, habían visto destruidos sus ejércitos por Carlos V, cuyas tentativas de amistad había rechazado el nuevo Pontífice. En Alemania y Holanda, millares de católicos abandonaban su religión en favor de la reforma que Clemente se negó a realizar en el seno de la Iglesia, y que las noventa y cinco tesis de Lutero, clavadas en la puerta del castillo-iglesia de Wittenberg en 1517, habían enunciado.

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