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Authors: Irving Stone

Tags: #Biografía, Historia

La agonía y el éxtasis (81 page)

BOOK: La agonía y el éxtasis
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¡Todo le fue negado! Las casas de comercio parecían haber vendido todas las existencias de cualquier articulo que él pedía. Desesperado, volvió a la casa del boticario por la puerta trasera del jardín y buscó a Pelliccia.

—Usted se ha pasado toda la vida contratando y adiestrando capataces —le dijo—. Mándeme uno. Necesito ayuda. Todo el mundo se niega a prestármela. Ni siquiera puedo conseguir los materiales y herramientas…

—Lo sé —dijo Pelliccia—. Soy su amigo, y los amigos no pueden abandonarse unos a otros.

—Entonces, ¿me ayudará?

—No puedo. Nadie querría trabajar con usted. Éste es el más grave peligro que nuestra comunidad ha tenido que afrontar desde que el ejército francés nos invadió. En cuanto a mí, si lo ayudase, me arruinaría. Le pido perdón.

—El error ha sido mío. No he debido venir.

Volvió a recorrer las calles empedradas de mármol, hasta que llegó a la Rocca Malaspina. El marqués era no solamente el dueño de una gran parte de Carrara, sino el único gobierno del marquesado. Su palabra era ley. El marqués lo recibió cordialmente, grave pero sin asomo de hostilidad.

—El Papa carece de poder aquí —explicó—. No puede obligar a los hombres a que extraigan mármol de la montaña. ¡Ni aunque excomulgara a toda la provincia!

—Entonces, por implicación, tampoco puede ordenar que extraigan bloques para mí…

El marqués sonrió, y dijo:

—Un gobernante sabio jamás imparte órdenes que sabe no han de ser cumplidas.

—Marqués —dijo Miguel Ángel—, he invertido mil ducados en mármoles que todavía no han sido arrancados de la montaña. ¿Tampoco me pueden ser entregados?

—¿Especifican los contratos que esos bloques deben ser llevados a la costa?

—Sí, marqués.

—Entonces puede estar tranquilo, porque serán entregados. Nosotros cumplimos siempre nuestros contratos.

Los bloques y columnas fueron bajados de las montañas en carros especiales para cargar mármol. Pero cuando todos habían sido depositados en la playa, los marineros
carrarini
se negaron a transportarlos a Florencia. «
No figura en el contrato
», declararon.

—Ya lo sé —arguyó Miguel Ángel—. Estoy dispuesto a pagar bien. Quiero que sean llevados a Pisa y luego por el Arno, mientras tiene agua.

—No tenemos espacio.

—Pero veo muchas barcas que están ancladas y vacías.

—Sí, pero mañana tendrán carga. No hay espacio.

Miguel Ángel maldijo su suerte, montó a caballo y realizó el duro y largo viaje por Spezia y Rapallo hasta Génova. En el puerto encontró numerosos dueños de barcas ansiosos de trabajar. Se calcularon las embarcaciones que se necesitarían para transportar los mármoles. Miguel Ángel pagó por adelantado y concertó una cita en Avenza para dirigir la carga.

Dos días después, cuando estuvieron a la vista las barcas genovesas, un bote de Carrara partió a remo a su encuentro. Miguel Ángel esperaba en la playa, impaciente por la demora. Por fin regresó el bote, en el que llegaba el capitán genovés. Miró los bloques y columnas, y declaró, desviando la mirada:

—No podemos llevarlos. Pesan demasiado.

Miguel Ángel palideció de ira.

—En Génova le dije el número de bloques, su forma, peso y demás detalles.

—Son demasiados —replicó el capitán. Arrojó una bolsa con dinero a Miguel Ángel y partió en el bote a remo.

Al día siguiente, Miguel Ángel se dirigió a caballo por la costa hasta Pisa. Al aproximarse a la población vio la torre inclinada, que se recortaba contra el cielo azul. Recordó su primer viaje a la ciudad, con Bertoldo, cuando tenía quince años. Ahora ya tenía cuarenta y tres.

Encontró un capitán de confianza, pagó un depósito y regresó a Pietrasanta. Las barcas no llegaron el día señalado…, ni el siguiente ni el otro. Él y sus costosos y escrupulosamente elegidos mármoles habían sido abandonados. ¿Cómo iba a hacer para sacarlos de la playa de Carrara?

No se le ocurría dónde podría ir para solucionar el problema. Tenía que abrir una cantera. No le quedaba más remedio que dejar los mármoles donde estaban. Más adelante volvería a intentarlo.

Los canteros de
pietra serena
de Settignano sabían que la fama adquirida por Miguel Ángel había sido alcanzada a elevado precio. No sintieron envidia al verlo avanzar por el camino. Pero cuando estuvo ya cerca de la cantera y vio claramente las cicatrices de la montaña y los hombres que trabajaban en ella, Miguel Ángel sintió revivir su espíritu, y sus labios se abrieron en una amplia sonrisa. Era la hora de comer. Llegaron unos cuantos niños con pértigas colocadas sobre sus hombros. En cada extremo pendía una olla de comida caliente. Y los canteros se reunieron en la boca de la caverna.

—¿Conocen alguna cantera a la que le escaseen pedidos? —preguntó Miguel Ángel—. Podría dar empleo a unos cuantos canteros buenos, en Pietrasanta.

No querían que se dijese que habían abandonado a un viejo compañero, pero las canteras estaban trabajando, y cuando eso ocurría ningún hombre podía dejar el trabajo.

—Eso es una suerte para ustedes —dijo Miguel Ángel—. ¿Les parece que podré tener más suerte en las cercanías? ¿En Prato, por ejemplo?

Los hombres se miraron en silencio.

—Pruebe… A lo mejor…

Visitó otras canteras, una de
pietra serena
en Cava di Fossato Coverciano, y la de
pietra forte
, en Lombrellino. Los hombres tenían abundante trabajo y no había razón para abandonar sus hogares y familias. Entre ellos existía una seria aprensión respecto de las montañas de Pietrasanta.

Desesperado, regresó a pie a Settignano y fue a la casa de los Topolino. Los hijos estaban ahora a cargo del patio de trabajo, mientras siete nietos, de siete años para arriba, aprendían ya el oficio. Bamo, el mayor de los hijos, negociaba los contratos; Enrico, el mediano, adiestrado por el abuelo para las tareas más delicadas, era el artista del trío; Gilberto, el más vigoroso, trabajaba con la rapidez de tres canteros. Ésta era la última probabilidad que se le presentaba a Miguel Ángel. Si la familia Topolino no podía ayudarlo, nadie podría hacerlo. Expuso su situación claramente, sin omitir detalle de los peligros y penurias.

—¿Podría venir conmigo uno de ustedes? —preguntó—. Necesito a alguien en quien pueda confiar ciegamente.

Los hermanos meditaron un buen rato. Luego, todos miraron a Miguel Ángel.

—No podemos permitir que se vaya solo —dijo Bruno, por fin—. Uno de nosotros tiene que acompañarlo.

—¿Quién?

—Bruno no puede. Hay contratos que negociar —dijo Enrico.

—Enrico tampoco —interpuso Gilberto—. Él es el encargado de los trabajos más finos.

Los dos mayores miraron a Gilberto y dijeron a la vez:

—Tú.

—Si, yo —asintió Gilberto—. Yo soy el menos hábil, pero el más fuerte. ¿Le serviré?

—¡Claro que me servirá! ¡Y le quedo muy agradecido!

En los días que siguieron, Miguel Ángel consiguió reunir un grupo de hombres: Michele, que ya había trabajado con él en Roma; los tres hermanos Fancelli; Domenico, un hombre diminuto pero buen escultor; Zara, a quien Miguel Ángel conocía desde hacía muchos años; y Sandra, el más joven de todos.
La Grassa
, de Settignano, accedió a ir, y con él un grupo de canteros a quien tentó el ofrecimiento de doble salario. Cuando los reunió para darles instrucciones para la partida a la mañana siguiente, sintió que se le encogía el corazón: doce canteros, pero ni uno con experiencia en extraer bloques de mármol de las montañas. ¿Cómo podría atacar una mole virgen con semejante cuadrilla?

Mientras se dirigía a su casa, vio a un grupo de obreros que estaban colocando piedras en la Vía Sant'Egidio. Entre ellos le asombró ver a Donato Benti, un escultor de mármol que había trabajado en Francia con éxito.

—¡Benti!… ¿Qué diablos hace aquí?

Benti tenía sólo treinta años y un rostro arrugado.

—Esculpo pequeñas esculturas para que la gente pise sobre ellas —respondió—. Aunque lo poco que como me sienta mal, no tengo más remedio que comer de vez en cuando.

—Puedo pagarle más en Pietrasanta de lo que gana aquí. Lo necesito. ¿Quiere venir?

—¡Me necesita! —repitió Benti mientras sus ojos se abrían enormemente incrédulos—. Esas dos palabras podrían ser las más hermosas del mundo. ¡Iré con usted!

—Bien. Lo espero en mi casa de la Vía Ghibellina al amanecer. Somos catorce y viajaremos en un carro.

Aquella noche, Salviati fue a casa de Miguel Ángel con un hombre de cabellos grises y algo ralos, a quien presentó. Era Vieri, un primo lejano del Papa León X.

—Vieri irá con usted a Pietrasanta como administrador. El se encargará de todo lo referente a provisión de alimentos, materiales, transportes y contabilidad. El Gremio de Laneros le pagará el sueldo.

—Es una suerte, porque estaba preocupado con respecto a la contabilidad.

Salviati sonrió, mientras ponía un brazo en el hombro de Vieri.

—Se llevará un verdadero artista en ese trabajo —dijo.

Fue una partida feliz, a pesar de todo, pues su cuñada Bartolommea dio a luz un varoncito muy sano, a quien se bautizó con el nombre de Simone. Por fin el apellido Buonarroti-Simoni tenía la seguridad de continuar por lo menos una generación más.

Vieri, Gilberto, Topolino y Benti se instalaron en la casa de Pietrasanta con Miguel Ángel. Vieri destinó uno de los dormitorios para despacho. Miguel Ángel encontró una casa mayor, en Seravezza, para el resto de los hombres. Señaló la ruta que le pareció más conveniente para dirigirse al área de las canteras y puso a trabajar a los hombres, con pico y palas, para abrir una senda por la que los burros pudieran transportar las provisiones. Un grupo de muchachos de las granjas vecinas empezó a trabajar, a las órdenes de Anto, para formar una cornisa que permitiera el paso. Cuando fue evidente que el único herrero de Seravezza no podía atender a todas las necesidades de Miguel Ángel y los suyos, Benti mandó a buscar a su patrón, Lazzero, quien estableció una fragua para abastecer tanto a la cantera como al nuevo camino, y construir los carros reforzados con hierro para transportar las columnas y bloques de mármol hasta el mar.

Miguel Ángel, Gilberto y Benti fueron a explorar y hallaron varias vetas de mármol en las laderas inferiores del Monte Altissimo. Y un día, en un risco a escasa distancia de la cúspide, descubrieron una formación de mármol estatuario, de un blanco purísimo, perfecta de color y composición.

—¡Es cierto! —exclamó Miguel Ángel, dirigiéndose a Benti—. Cuanto más alta es la montaña, más puro es el mármol.

Llamó a sus hombres y ordenó a Anto que preparase con sus muchachos un área plana en la cima, a fin de que pudieran comenzar a extraer el mármol. Éste se extendía en una sólida pared blanquísima. Era toda una montaña de mármol que podía extraerse. Su superficie estaba ligeramente deteriorada por la nieve, el viento y la lluvia, pero debajo de aquella «
cáscara
» exterior la piedra era absolutamente pura.

—Lo único que tenemos que hacer —exclamó entusiasmado— es arrancarle a esta montaña los enormes bloques que han estado aquí desde el Génesis.

—Si —dijo Benti—. Y después de arrancarlos, sacarlos de aquí. Francamente me preocupa mucho más el camino que el mármol.

Como capataz, Gilberto Topolino era un volcán de energía. Atacaba la montaña como un verdadero ciclón y hacia que los demás siguieran aquel terrible ritmo de actividad; desgraciadamente, lo único que conocía a fondo era la
pietra serena
para construir casas. El carácter del mármol lo enfurecía, por su arrogante dureza.

El fornido
La Grassa
protestaba a su vez:

—¡Es como si uno trabajara a oscuras!

Después de una semana de tarea en un lugar donde Domenico dijo que había encontrado una veta excelente, consiguieron desprender un bloque que resultó con vetas circulares oscuras y, por lo tanto, inútil para el propósito que perseguía Miguel Ángel.

Vieri resultó un notable administrador. Conseguía los mejores precios para las provisiones y alimentos, y mantenía los costos de la empresa al nivel más bajo posible. Tenía archivados los recibos correspondientes a cuanto compraba, pero al finalizar el mes aquella contabilidad inmaculada constituía un consuelo bien pobre para Miguel Ángel, puesto que no había sido posible extraer mármol utilizable ni por valor de un ducado.

Se acercaba ya el mes de junio. El Gremio de Laneros no había enviado todavía al superintendente que se encargaría de la construcción del camino. Miguel Ángel sabia que, a no ser que la misma comenzase inmediatamente, no podría completarse antes de que se desatasen las tormentas de invierno.

El constructor llegó por fin. Se llamaba Bocca, y era un obrero analfabeto que en su juventud había trabajado en los caminos de Toscana. Poseedor de la necesaria energía y ambición para aprender a trazar mapas y manejar a las cuadrillas de peones, llegó a contratista y ahora construía caminos entre las aldeas.

El Gremio de Laneros había elegido a Bocca debido a su reputación de realizar las obras en tiempo récord. Miguel Ángel le enseñó sus dibujos para la ruta proyectada.

—Ya veo la montaña —dijo Bocca, devolviéndole los planos—. Donde yo vea un lugar apropiado, allí construiré el camino.

Se había preparado concienzudamente. Al cabo de diez días había trazado el recorrido de la ruta más fácil posible hasta la base del Monte Altissimo. La única dificultad era que aquella ruta no se dirigía a los lugares en los que se encontraba el mármol. Una vez que Miguel Ángel hubiera bajado sus bloques de veinte toneladas poco menos que a mano se encontraría aún a considerable distancia del camino construido por Bocca.

Insistió en que el contratista lo acompañase hasta las canteras más altas, Polla y Vincarella, y luego descendieron por los barrancos que Miguel Ángel tendría que utilizar para bajar sus bloques.

—Como ve, me sería imposible llevar los bloques hasta su camino —le dijo.

—Yo acepté el contrato para construir hasta el Monte Altissimo. Es aquí, o en ninguna parte, donde construiré.

—Pero ¿de qué me servirá ese camino si no puedo llevar los bloques a él?

—No sé. Yo soy camino y usted es mármol.

—Pero al extremo de su camino no hay más que mármol —exclamó Miguel Ángel, exasperado—. Tendré que emplear un equipo de treinta y dos bueyes para arrastrar los carros… ¡No se trata de heno, sino de mármol! El camino tiene que seguirla mejor ruta desde las canteras… como esta, por ejemplo.

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