La agonía y el éxtasis (83 page)

Read La agonía y el éxtasis Online

Authors: Irving Stone

Tags: #Biografía, Historia

BOOK: La agonía y el éxtasis
4.18Mb size Format: txt, pdf, ePub

El capellán le respondió:

—El Papa acaba de emitir una bula, ordenando que todas las tierras pertenecientes a la Iglesia sean vendidas al mayor precio posible.

Al final, pagó el precio máximo por el trozo de terreno adicional.

Inmediatamente se lanzó con verdadera furia a la construcción. Contrató obreros y adquirió los materiales necesarios. Dirigió los trabajos personalmente y estaba en la obra desde la mañana hasta la noche. Luego, en su casa, llevaba las cuentas con escrupuloso cuidado, como Vieri se las había llevado en Pietrasanta.

Intentó, por una vez, ser un buen negociante, como Jacopo Galli, Balducci y Salviati habrían querido que fuera. Para ello tomó de manos de Buonarroto, que se hallaba enfermo, todas las cuentas de las propiedades e ingresos que había ido acumulando a través de los años.

El invierno fue benigno. Al llegar febrero, Miguel Ángel llevó media docena de los bloques de mármol destinados a la tumba de Julio II, que se hallaban depositados en un cobertizo a orillas del Arno, y los hizo colocar en su taller para estudiarlos. Terminado ya su taller y vivienda, ahora sólo tenía que volver a Pietrasanta, extraer los bloques que necesitaba para la fachada de San Lorenzo y luego radicarse en Vía Mozza para los años de trabajo concentrado que le esperaban, a fin de completar las obras de los Royere y Medici.

No pidió a Gilberto Topolino que volviera con él a Pietrasanta. Le pareció que hacerlo habría sido injusto. Pero la mayoría de los otros se mostró de acuerdo en acompañarlo, y hasta consiguió formar un nuevo grupo de canteros.

Estos consideraban que, abierto ya el camino y en condiciones de ser trabajadas las canteras, lo más duro del trabajo estaba ya hecho.

Miguel Ángel llevó consigo a Florencia todas las provisiones, materiales y herramientas necesarias. Ideó un sistema de grandes clavijas de hierro para alzar las piedras, las cuales serían clavadas en la superficie del bloque, con lo cual los canteros tendrían un medio más firme para sujetar la masa al ser deslizada por la pendiente del precipicio. Lazzero dijo que podía hacer aquellas clavijas en su fragua, y Miguel Ángel envió a Benti a Pisa para que comprase el mejor hierro que pudiera encontrar.

A su debido tiempo, desprendieron verticalmente el mármol de la montaña y dejaron que los bloques se deslizasen hasta el
poggio
. El Papa había sido bien informado: había allí suficiente mármol, de espléndida calidad, como para proveer al mundo durante mil años. Y ahora, a la vista ya las blanquísimas paredes de la cantera, y limpios de la tierra suelta, piedras y polvillo de mármol los conductos de deslizamiento, las canteras empezaron a rendir soberbiamente.

Vaciló antes de permitir que los bloques fueran bajados sin las clavijas de hierro, pero Pelliccia fue a la cantera y le recomendó que duplicara el número de tacos colocados a ambos lados a lo largo de la senda y que usase sogas más gruesas.

No se produjeron más accidentes. En las semanas que siguieron, consiguió bajar cinco soberbios bloques y transportarlos hasta la playa en el carro tirado por los treinta y dos bueyes.

Al finalizar el mes de abril, Lazzero terminó de forjar las clavijas de hierro. Miguel Ángel, en un estado de gran entusiasmo ante la belleza de sus espléndidos bloques de mármol, se sintió aliviado por aquella protección adicional. Ahora, lista ya en el
poggio
otra soberbia masa blanca, se preocupó de que las clavijas de hierro fueran firmemente clavadas para actuar como frenos, con lo cual sería posible aliviar la tensión en las sogas.

Aquella mejora fue su perdición. Cuando el bloque iba ya a mitad de la pendiente, una de las clavijas se rompió y el mármol adquirió un impulso tal, que saltó por el borde del precipicio y fue a estrellarse al fondo del barranco, rompiéndose en mil pedazos.

Miguel Ángel reaccionó de su momentánea estupefacción, comprobó que nadie había resultado herido y luego examinó la clavija rota. Estaba forjada con hierro de pésima calidad.

Miguel Ángel fue llamado a Florencia no bien se recibieron las comunicaciones que mandó el Papa a Roma y al Gremio de Laneros. Se envió a un capataz del Duomo para que lo reemplazara.

Llegó a caballo a Florencia a última hora de la tarde siguiente. Debía presentarse inmediatamente ante el cardenal Giulio en el Palacio Medici.

El gran palacio estaba de luto. Madeleine de la Tour d'Auvergne, que había contraído matrimonio con Lorenzo, hijo de Piero de Medici, había fallecido en el parto. Lorenzo, que se levantó de su lecho de enfermo para dirigirse al palacio desde la villa de los Medici, en Careggi, experimentó una recaída y había fallecido el día anterior. Aquella muerte eliminaba al último heredero legítimo de la línea Medici, aunque existían otros dos descendientes ilegítimos: Ippolito, hijo del extinto Giuliano, y Alessandro, que según los rumores que circulaban, era hijo natural del cardenal Giulio.

Además, el palacio estaba triste porque se decía que las extravagancias de León X habían llevado al Vaticano al borde de la ruina. Los banqueros florentinos que lo financiaban se encontraron en una situación muy seria.

Miguel Ángel se cambió de ropa, envolvió sus libros de cuentas y emprendió el tan amado camino al palacio de los Medici. El cardenal Giulio, enviado por el Papa para que empuñase las riendas, estaba rezando una misa de réquiem en la capilla de Benozzo Gozzoli. Terminada la ceremonia, y cuando todos habían salido ya, Miguel Ángel expresó al cardenal su pesar por la muerte de Lorenzo. Pero Giulio no parecía oírlo.

—Eminencia —preguntó Miguel Ángel—. ¿Por qué me ha llamado? En cuestión de pocos meses, ya habría tenido listos los bloques para las gigantescas figuras, en la playa de Pietrasanta.

—Hay suficiente mármol ahora.

Miguel Ángel se sintió algo asustado por el tono hostil que advirtió en las palabras del cardenal.

—¿Suficiente? ¡No comprendo!

—Hemos decidido abandonar el proyecto de la fachada de San Lorenzo.

Miguel Ángel palideció y quedó mudo. Giulio continuo:

—El suelo del Duomo necesita reparaciones. Puesto que las Juntas de ambas instituciones pagaron el costo del camino, tienen derecho a la propiedad de los mármoles que ha extraído de Pietrasanta.

—¿Para el suelo del Duomo? ¿Hacer el suelo del Duomo con mis mármoles? ¿Con los más hermosos mármoles estatuarios que se hayan extraído de las montañas? ¿Por qué me humilla de esta manera?

El cardenal Giulio lo miró un instante y luego respondió fríamente:

—El mármol no es más que mármol, y debe ser usado para lo que se necesite. En estos momentos la catedral necesita ese mármol para su suelo.

Miguel Ángel apretó los puños para contener el tremendo temblor que sacudía todo su cuerpo. Luego dijo:

—Hace casi tres años que Su Santidad y Vuestra Eminencia me obligaron a abandonar el trabajo en la tumba para los Rovere. En todo ese tiempo, no he podido esculpir ni un centímetro de mármol. De los dos mil trescientos ducados que me han enviado, he gastado mil ochocientos en los mármoles, canteras y el camino. Por orden del Papa, hice enviar aquí los bloques destinados a la tumba de Julio II, para que yo pudiera esculpirlos mientras trabajaba en la fachada de San Lorenzo. Para enviarlos a Roma ahora, el transporte me costará más que la diferencia de quinientos ducados. No tengo en cuenta los costes del modelo de madera que construí, no tengo en cuenta los tres años que he desperdiciado en este trabajo; tampoco tengo en cuenta el gran insulto que significa para mí el haber sido llamado aquí para hacer este trabajo y luego ver que se me retira de él; no tengo en cuenta mi casa de Roma, que tuve que abandonar y en la cual mis mármoles, muebles y estatuas han sufrido daños por valor de más de otros quinientos ducados. No tendré en cuenta todas esas cosas, a pesar del tremendo perjuicio que han significado para mí. Lo único que deseo ahora es una sola cosa: ¡quedar en completa libertad!

El cardenal había escuchado atentamente. Su delgado rostro adquirió una expresión sombría.

—El Santo Padre estudiará cuanto usted dice a su debido tiempo. Ahora puede retirarse.

Miguel Ángel bajó a la calle sin saber siquiera cómo.

LIBRO NOVENO

LA GUERRA

I

¿Adónde iba un hombre cuando estaba destruido? ¿Adónde, sino a su trabajo, encerrado en su taller, después de haber colocado doce bloques de mármol alrededor de la habitación como si fueran soldados puestos allí para proteger su aislamiento?

El nuevo taller era agradable: su techo tenía una altura de algo más de diez metros. Poseía altas ventanas al norte y era lo bastante espacioso como para esculpir varias de las estatuas del mausoleo al mismo tiempo. Ése era el ambiente en el que debía hallarse siempre un escultor: en su taller propio.

Puesto que había firmado un contrato con Metello Van de Roma para esculpirle el Cristo resucitado, decidió comenzar por dicha pieza. Su mano derecha le reveló que no le sería posible diseñar un Cristo resucitado porque en su mente Cristo jamás había muerto. No había habido crucifixión ni sepultura. Nadie podía haber dado muerte al Hijo de Dios, ni Poncio Pilatos ni todas las legiones romanas destacadas en Galilea. Los nervudos brazos de Cristo sostenían la cruz fácilmente. Su viga atravesada era demasiado corta para el hombre que debía ser clavado en ella. Los símbolos estaban allí: la vara de bambú poéticamente curvada, la esponja empapada en vinagre; pero en su mármol blanco no habría la menor señal de angustia, ni recuerdo alguno de aquel terrible padecimiento.

Fue a Santa María Novella, y una vez allí contempló el robusto Cristo de Ghirlandaio, para el que había dibujado los bocetos preliminares.

El pequeño modelo de arcilla emergió fácilmente entre sus dedos. Luego, el taller quedó bautizado con los primeros trocitos de mármol que arrancaba su cincel y que a Miguel Ángel le parecieron gotas de agua bendita. Un grupo de amigos llegó para celebrar su «
penetración
» del mármol: Bugiardini, Rustici, Baccio
D'Agnolo
y Granacci. Este último sirvió el
Chianti
, levantó su vaso y exclamó:

—Brindo por los tres años perdidos.
Requiescat in pace
. Y ahora, bebamos por los años venideros, en que todos estos hermosos bloques cobrarán vida. ¡
Beviamo
!

—¡
Auguri
!

Después de su «
ayuno
» de tres años, el Cristo resucitado fue emergiendo de la blanca masa de mármol. Por haber convencido a Van de que contratase una figura desnuda, su cincel fue perfilando el contorno del varón erguido en un perfecto equilibrio de proporción, la cabeza inclinada hacia abajo. El Cristo parecía decir: «
Tened fe en mí y en la bondad de Dios. He subido a mi cruz y la he conquistado. Vosotros también podréis conquistar la vuestra. La violencia pasa. El amor queda
».

Debido a que la estatua tenía que ser enviada a Roma, dejó unos tabiques de mármol como protección entre el brazo izquierdo y el torso, y entre los dos pies. Tampoco trabajó el cabello, pues podría quebrarse, ni pulió el rostro, ya que podría ser arañado durante el viaje.

En años venideros no podría ganar mucho, ya que el Cristo resucitado le proporcionó menos de doscientos ducados y las figuras de la tumba de Julio II habían sido pagadas por adelantado. No obstante, seguía siendo el único sostén de su familia. Su hermano Buonarroto tenía ya dos hijos y otro en camino. Estaba enfermo y poco trabajo podía hacer. Giovansimone se pasaba los días en la tienda, pero carecía de sentido comercial. Su otro hermano, Sigismondo, no había sido preparado para ningún oficio más que el de la guerra. Cuando Ludovico enfermó también, llovieron sobre Miguel Ángel las cuentas de botica y médico. Los ingresos de las granjas desaparecían en poco tiempo. Iba a tener que reducir gastos.

—Buonarroto —le dijo un día a su hermano—, ahora que estoy de regreso en Florencia, ¿no te parece que sería mejor que dedicaras tu tiempo a administrar mis asuntos?

Buonarroto estaba aplastado. Su rostro palideció.

—¿Vas a cerrar nuestra tienda? —preguntó.

—No da beneficios.

—Sí, pero sólo porque he estado enfermo. En cuanto mejore puedo atenderla todos los días. ¿Qué haría Giovansimone si la cerrases?

Y Miguel Ángel comprendió que aquella tienda era necesaria para mantener la posición social de sus dos hermanos. Con ella, eran comerciantes sin ella se convertirían en dependientes, que vivirían a costa de su hermano. Y él no podía hacer nada que lesionase el nombre de su familia.

—Tienes razón, Buonarroto —dijo con un suspiro—. La tienda dará beneficios algún día.

Cuanto más celosamente cerraba la puerta del taller al mundo exterior, más evidente se le hacía que el estado natural del hombre eran las dificultades. Le llegó la noticia de que Leonardo da Vinci había muerto en Francia sin que sus compatriotas le quisieran ni le honraran; otra carta que recibió de Sebastiano desde Roma le comunicó que Rafael estaba enfermo y agotado, por lo que cada día se veía obligado a confiar mayor cantidad de trabajo a sus aprendices. Los Medici se hallaban también en serias dificultades: Alfonsina padecía de úlcera de estómago, y para consolarse de la muerte de su hijo y la pérdida del poder en Florencia, se trasladó a Roma, donde su vida se extinguió. El criterio político del Papa León X al apoyar a Francisco I de Francia había resultado erróneo. Ahora Carlos V, el flamante emperador español del Santo Imperio Romano, Alemania y Holanda, había salido triunfante en aquella lucha. Y en Alemania, Lutero desafiaba la supremacía papal.

Después de encerrarse durante semanas enteras, Miguel Ángel asistió a una cena de la Compañía del Crisol. Granacci llegó a su taller para ir los dos juntos al de Rustici. Había heredado la fortuna de su familia y vivía en una austera respetabilidad, con su esposa y dos hijos, en la residencia ancestral de Santa Croce. Cuando Miguel Ángel se mostró sorprendido al enterarse de la devoción de Granacci por sus asuntos comerciales, su amigo le respondió muy serio:

—Cada generación tiene que custodiar la fortuna familiar.

—Tal vez adoptes idéntica seriedad en lo que se refiere a tu talento de pintor, y trabajes…

—¡Ah! El talento… Tú no has descuidado nunca el tuyo y mira todo lo que has tenido que pasar. Yo aún sigo empeñado en gozar de la vida. ¿Qué nos queda, cuando los años se han ido? ¿Amargas reflexiones?

Other books

Curse of the Jade Lily by David Housewright
The Girl Next Door by Jack Ketchum
What a Woman Needs by Judi Fennell
Beautiful Addictions by Season Vining
Curses by Traci Harding
The Violet Fairy Book by Andrew Lang
An Ideal Husband? by Michelle Styles
Deployed by Mel Odom