De pronto, se detuvo a la entrada del más pequeño de los salones. Sentada ante la chimenea en la que ardían varios gruesos leños hacia los que tendía sus manos, estaba Contessina.
—¡Miguel Ángel! —exclamó ella, mirándolo sonriente.
—¡Contessina! No necesito preguntarle cómo está… ¡Hermosísima!
—Nunca me ha dicho eso —respondió ella sonrojándose.
—Pero siempre lo he pensado. Forma parte de mí mismo. Desde los días en que comenzó mi verdadera vida, en aquel jardín de escultura.
—También usted ha sido siempre parte de mi vida.
—Luigi y Niccolo, ¿están bien? —preguntó él, cambiando de tono al ver que se acercaban otras personas.
—Si, están aquí conmigo.
—¿Y Ridolfi?
—No. Giovanni me ha llevado a ver al Papa, quien me prometió interceder por nosotros ante la Signoria. Pero no tengo muchas esperanzas. Mi marido está comprometido en la causa antirrepublicana. Jamás pierde la ocasión de dar a conocer sus puntos de vista. No es muy discreto, pero está decidido a no cambiar. —Se detuvo bruscamente y lo miró—. Bueno, ya he hablado bastante de mí. Hablemos ahora de usted.
—Lucho, pero siempre pierdo.
—¿No anda bien su trabajo?
—Todavía no.
—Saldrá bien. ¡Pondría las manos en el fuego!
Los dos rieron ante aquella dramática afirmación. Y al reír, Miguel Ángel pensó que aquella comunión era también una especie de posesión, extraña, hermosa, sagrada.
La
campagna
romana no era Toscana. Pero poseía fuerza, historia, en las llanas y fértiles extensiones atravesadas por los restos del acueducto romano: la villa de Adriano, donde el emperador había hecho renacer la gloria de Grecia y el Asia Menor; Tixoli, con sus majestuosas caídas de agua; una serie de poblaciones enclavadas en las laderas de los volcánicos Montes Albanos; y otras sierras cubiertas de verdes bosques, que se elevaban en ondulaciones sucesivas.
Fue hundiéndose más y más profundamente en el pasado. Cada noche se detenía en alguna diminuta posada y golpeaba la puerta de una familia
contadino
para comprar su cena y el derecho a dormir.
Cuanto más penetraba en el inconmensurable pasado de los montes volcánicos y las civilizaciones, más se fue aclarando su problema. Sus ayudantes tenían que irse. Muchos escultores habían permitido a sus aprendices esculpir el mármol hasta una distancia prudente de la figura encerrada en el bloque, pero él tenía que hacer todo eso personalmente. No tenía el carácter de un Ghirlandaio, capaz de ejecutar las figuras principales y las escenas centrales, mientras permitía que la
bottega
hiciera el resto. No, él tenía que trabajar solo.
No prestó atención al tiempo que pasaba. ¡Los días le parecían infinitesimales entre esas eras perdidas de la roca volcánica! En lugar de tiempo, tuvo conciencia del espacio y trató de adaptarse al corazón, a la esencia de la bóveda de la Capilla Sixtina, como lo había hecho con el bloque Duccio, para conocer su peso y masa y adivinar lo que podría contener.
En la mañana del día de Año Nuevo de 1509, abandonó la choza de piedra de las montañas y subió más y más por las sendas de cabras, hasta llegar a la cumbre de la sierra. El aire era fresco, cortante, límpido. De pie en el pico, tapada la boca con su bufanda de lana, sintió el calor del sol que se elevaba a sus espaldas, sobre la montaña más distante que alcanzaba a ver. Y al subir el astro por el cielo, la
campagna
cobró vida con unos pálidos rosas y oscuros marrones. Allá, en la distancia, estaba Roma, a la que alcanzaba a ver claramente. Más allá y hacia el sur, se extendía el mar Tirreno, Verde bajo el azul del cielo invernal. Todo el paisaje estaba inundado de luz; bosques, sierras que iban descendiendo a sus pies, colinas, poblaciones, fértiles llanuras, somnolientas granjas, aldeas de piedra, caminos de montaña que llevaban a Roma, y el mar, un barco en el agua…
Pensó reverente: «
¡Qué artista maravilloso fue Dios cuando creó el universo! Escultor, arquitecto, pintor, que concibió originalmente el espacio y lo llenó con todas estas maravillas…
».
Y de pronto, se iluminó su cerebro y supo, tan claramente como podía haber sabido algo en su vida, que nada podría bastarle para su bóveda más que el mismo Génesis, una nueva creación del Universo. ¿Qué obra de arte más noble podría haber que la creación por Dios del sol y la luna? La tierra y el agua, la creación del hombre y después de la mujer. Él crearía el mundo en aquel techo de la Capilla Sixtina, como si se estuviese creando por primera vez. ¡Aquél sí que era un tema que conquistaría la bóveda!
Pidió al chambelán Accursio si podía hablar a solas con el Papa unos instantes. El chambelán concertó la entrevista para la última hora de la tarde. El Papa estaba sentado en el pequeño salón del trono, acompañado por un solo secretario. Miguel Ángel se arrodilló ante él:
—Santo Padre —dijo—. He venido a hablaros sobre la bóveda de la Capilla Sixtina.
—¿Sí, hijo mío?
—No hice más que terminar de pintar una parte, cuando me di cuenta de que la obra no saldría bien.
—¿Por qué?
—Porque la colocación de los apóstoles surtirá un efecto desfavorable. Ocupan un área demasiado pequeña del total del techo, y se pierden.
—Pero hay otras decoraciones.
—Las he comenzado, como ordenasteis. Y con ellas los apóstoles aparecen más empequeñecidos.
—¿Es vuestro sincero juicio que, al final, el techo producirá un efecto pobre?
—He meditado mucho sobre esto, Santo Padre, y ésa es mi honesta opinión. No importa que el techo esté bien pintado; no nos aportará muchos honores.
—Cuando habláis tranquilamente, como ahora, Buonarroti, adivino la verdad en vos. Y, al mismo tiempo, sé que no habéis venido a verme para abandonar el trabajo.
—No, Santo Padre. He ideado una composición que cubrirá de gloria todo ese techo.
—Tengo confianza en vos, así que no os preguntaré qué representa ese nuevo diseño vuestro. Pero iré a menudo a la Capilla para observar vuestro progreso. ¿Os vais a empeñar en un trabajo tres veces mayor?
—Sí, Santo Padre; tres, o cinco veces mayor.
El Pontífice se levantó y paseó unos instantes por el pequeño salón. Luego se detuvo ante Miguel Ángel.
—Pintad el techo como queráis. No podemos pagaros cinco veces el precio original de tres mil ducados, pero lo doblaremos a seis mil.
La tarea que tenía ahora ante sí era más delicada y difícil. Tenía que decirle a Granacci que la
bottega
quedaba disuelta y que los ayudantes tendrían que volverse a Florencia.
—Retendré a Michi para que me prepare los colores y a Rosselli para preparar la pared. El resto tendré que hacerlo yo solo.
Granacci se mostró asombrado:
—Nunca creí —dijo— que pudieras manejar una
bottega
como lo hacía Ghirlandaio, pero quisiste probar y te ayudé… Pero trabajar solo encima de ese andamio para crear de nuevo la historia del Génesis te llevará por lo menos cuarenta años.
—No, más o menos cuatro. Pero… mira, Granacci, yo soy un cobarde. No puedo decírselo a los otros. ¿Me harías el favor de decírselo tú?
Volvió a la Capilla Sixtina y miró la bóveda con ojos más penetrantes. La estructura arquitectónica no se acomodaba a su nueva visión. Necesitaba una nueva bóveda, un techo completamente distinto que diera la impresión de haber sido construido únicamente con el propósito de exponer allí sus frescos. Pero decidió no volver al Papa con la pretensión de pedirle que invirtiese un millón de ducados para semejante obra. El mismo, como su propio arquitecto, tendría que reconstruir la tremenda bóveda con el único material de que disponía: ¡pintura!
Por medio de la pura invención tenía que transformar el techo, utilizando sus defectos de la misma manera que había explotado el bloque Duccio para forzar sus poderes creativos, por rutas que de otra manera probablemente nunca habría emprendido. O bien él era el más fuerte y podía desplazar este espacio de la bóveda, o la fuerza para resistir de la bóveda lo aplastaría.
Estaba decidido a llevar al techo una verdadera multitud humana, así como a Dios, creador de toda ella. A la humanidad, retratada en su asombrosa belleza, sus debilidades y sus indestructibles fuerzas, y a Dios, en su capacidad para hacer posibles todas las cosas.
Argiento y Michi construyeron un banco de trabajo para él en el centro del helado suelo de mármol. Ahora sabía lo que la bóveda tenía que decir y él realizar. El número de frescos que podía pintar sería determinado por su reconstrucción arquitectónica. Tenía que crear el contenido y el continente al mismo tiempo. Comenzó por el techo, directamente encima de él. El espacio central que corría a lo largo de la bóveda sería utilizado para sus leyendas más importantes: la división de la tierra y las aguas; Dios en la creación del sol y la luna; Dios crea a Adán y Eva; la expulsión del Paraíso; la leyenda de Noé y el Diluvio. Ahora, por fin, podría pagar su deuda a Della Quercia por las magníficas escenas bíblicas talladas en piedra de Istria en el portal de San Petronio.
La importante sección central debía ser enmarcada arquitecturalmente; además, tenía que hacer que la larga y estrecha bóveda fuera vista como un todo unificado. A todos los efectos prácticos, no tenía un techo que pintar, sino tres. Tendría que ser un verdadero mago para lograr una fuerza unificadora que abarcase todas las porciones de las paredes y el techo, para ligar los elementos de tal modo que cada uno apoyase al otro y ninguna figura o escena apareciese aislada.
Las ideas acudieron ahora en tumultuoso tropel, de tal manera que apenas podía mover las manos con suficiente rapidez para fijarlas. Las doce pechinas las reservaría para sus profetas y sibilas, sentando a cada figura en amplios tronos de mármol. Una cornisa de mármol uniría aquellos doce tronos y rodearía por completo la capilla. Esa fuerte cornisa arquitectónica serviría como marco interior aglutinador para encerrar sus nueve historias centrales. A cada lado de los tronos se vería un niño de mármol y sobre ellos, encerrando los paneles en los rincones, la gloriosa juventud masculina del mundo: veinte figuras desnudas, de cara a los paneles menores.
Argiento llegó hasta él, con los ojos llenos de lágrimas.
—¿Qué te sucede? —preguntó Miguel Ángel.
—Ha muerto mi hermano.
—Lo siento, Argiento —dijo Miguel Ángel, poniéndole un brazo sobre el hombro.
—Tengo que volver a casa. La granja familiar es mía ahora. Tengo que trabajarla. Mi hermano ha dejado hijos pequeños. Seré un
contadino
. Me casaré con la viuda de mi hermano para criar a los niños.
—Pero no te gusta vivir allí, en la granja.
—Usted estará ahí arriba, en ese andamio, mucho tiempo, y a mi no me gusta la pintura.
—¿Cuándo partirás?
—Hoy, después de comer.
—Te echaré de menos, Argiento.
Le pagó lo que le debía: treinta y siete ducados de oro. Aquello lo dejó casi sin fondos. No había recibido dinero alguno del Papa desde mayo, nueve meses antes. No podía ni siquiera pensar en pedir más fondos al Pontífice hasta que hubiese terminado una parte importante del techo. Pero al mismo tiempo, ¿cómo iba a pintar ni siquiera un panel completo hasta que hubiese diseñado toda la bóveda? Eso significaba meses de dibujo antes de poder empezar a pintar su primer fresco. Y ahora, cuando iba a estar más apremiado de trabajo, no tendría quien le cocinase o le limpiase la casa.
Tomó su sopa de verduras en la silenciosa vivienda, recordando los meses en que había estado tan ruidosa y alegre. Ahora no habría en ella ruidos ni voces, pero allá arriba, en el andamio, él se sentiría más solo todavía.
Comenzó por el Diluvio, un gran panel situado a la entrada de la capilla. Para marzo ya tenía el dibujo listo para ser transferido al techo. El invierno no había aflojado todavía. La capilla estaba fría como el hielo. Un centenar de braseros no podrían calentar ni las partes más bajas.
Rosselli, que partió para Orvieto, contratado para un trabajo provechoso, había adiestrado a Michi en la mezcla del revoque y el método de aplicarlo. Miguel Ángel no estaba satisfecho con el color oscuro producido por la
pozzolana
, y le agregó más cal y mármol molido. Luego, él y Michi se encaramaron a las tres plataformas construidas por Rosselli para poder revocar y pintar la parte superior de la bóveda. Michi extendió una capa de intonato y luego colocó el dibujo, que Miguel Ángel usó, fijándolo por medio de carboncillo y ocre rojizo para unir las líneas.
Michi descendió y se puso a trabajar en la mezcla de colores. Miguel Ángel estaba ahora en lo alto de la plataforma, a unos veinte metros de altura sobre el suelo. Tenía trece años cuando subió por primera vez al andamio en Santa María Novella. Ahora tenía treinta y cuatro y, como entonces, sufría vértigo. Se volvió y tomó uno de los pinceles, cuyos pelos apretó entre los dedos, mientras recordaba que tenía que mantener líquidos los colores a esa hora temprana de la mañana.
Pintaba con la cabeza y los hombros pronunciadamente echados para atrás, mientras sus ojos miraban hacia arriba. La pintura goteaba sobre su cara. Se le cansaban enseguida la espalda y los brazos debido a la tensión de tan forzada postura. Durante la primera semana permitió a Michi que extendiese sólo pequeñas zonas de intonato cada día, pues procedía con suma cautela, experimentalmente. Sabía que, a ese paso, el cálculo de cuarenta años hecho por Granacci estaría más cerca de la verdad que los cuatro calculados por él. Sin embargo, aprendía conforme iba avanzando en el trabajo. Su panel de vida y muerte en violenta acción tenía poco o nada en común con los de Ghirlandaio, que a él le parecían carentes de vida. Se conformaba con ir tanteando lentamente, hasta que sintiera que dominaba aquel medio.
Al finalizar la primera semana, se levantó un fuerte y helado viento norte. Miguel Ángel se dirigió a la Capilla, se encaramó al andamio y al llegar a la plataforma superior vio con espanto que todo el panel estaba arruinado. El revoque y la pintura no secaban. Por el contrario, goteaban incesantemente por los bordes y aquella humedad creaba un moho que iba extendiéndose sobre la pintura, absorbiéndola inexorablemente.
Pensó: «
¡No sé mezclar los colores para la pintura al fresco! ¡Hace demasiados años que lo aprendí en la bottega de Ghirlandaio!
»