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Authors: Irving Stone

Tags: #Biografía, Historia

La agonía y el éxtasis (66 page)

BOOK: La agonía y el éxtasis
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—No, Miguel Ángel; Florencia no puede renovar ahora su contrato. Su Santidad lo consideraría una afrenta personal. Nadie podrá darle trabajo, ni Doni, ni Pitti, ni Taddei, sin granjearse la enemistad del Pontífice. Por lo menos hasta que no haya terminado la tumba del Papa, o éste lo libere de su compromiso.

—¿Le produciría trastornos si yo completase los contratos existentes?

—Termine el David. Nuestro embajador en París nos escribe constantemente que el rey está irritado porque no se le envía la estatua.

—¿Y Los bañistas? ¿Puedo pintar el fresco?

Soderini lo miró muy serio:

—¿No ha estado en el gran salón?

—No, su servidor me trajo directamente aquí.

—Le sugiero que vaya.

Fue directamente al lado este de la plataforma del Consejo, donde estaba el fresco de Leonardo da Vinci. Y no bien llegó, lanzó una exclamación de horror.

—¡Dios mío, no!

Toda la parte inferior del fresco de Leonardo estaba arruinada. Los colores se habían corrido como atraídos por un poderoso imán, y ahora caballos, guerreros, armas, árboles y rocas eran una masa irreconocible de pintura.

Sintió los pasos de Soderini, que se acercó a él.

—Pero,
gonfaloniere
… ¿qué ha ocurrido? —preguntó angustiado.

—Leonardo —respondió Soderini— estaba decidido a revivir la antigua pintura encáustica. Tomó de Plinio la receta para el revoque, y empleó cera con un disolvente, aplicándole luego goma para endurecer la mezcla. Cuando terminó, aplicó calor encendiendo braseros en el suelo. Dijo que lo había hecho en un pequeño fresco que pintó en Santa María Novella y que el resultado había sido excelente. Pero esta pared tiene más de seis metros y medio de altura, y para calentar todo el fresco de manera que el calor llegase también a la parte más alta, tuvo que añadir más combustible. El intenso calor en la mitad inferior derritió la cera, que se corrió, llevándose los colores consigo.

Miguel Ángel se dirigió inmediatamente a casa de Leonardo.

—Acabo de estar en la Signoria —le dijo—. Quiero que sepa que lamento profundamente lo ocurrido a su fresco. Yo también acabo de perder un año de mi vida en Roma, y sé lo que eso significa.

—Gracias. Es usted muy bondadoso —dijo Leonardo.

—Pero ése no es el propósito principal de esta visita. Quiero solicitar su perdón, presentarle mis excusas por las cosas tan desagradables que dije sobre su estatua de Milán.

—Las dijo bajo provocación. Yo también dije cosas injustas sobre los escultores. En su ausencia, he visto su dibujo completo de Los bañistas ¡Le juro que me ha parecido magnífico! Estuve dibujando algunas de sus figuras, de la misma manera que dibujé su David. ¡Éste será una gloria para Florencia!

—No sé. He perdido todo deseo, ahora que su Batalla de Anghiari ya no podrá verse frente a mi fresco.

Si acababa de reconquistar una amistad, estaba poniendo en peligro la más valiosa que tenía. Soderini lo mandó llamar dos días después para leerle una carta del Papa, exigiendo que la Signoria enviase inmediatamente a Miguel Ángel Buonarroti a Roma, so pena de incurrir en el desagrado pontifical.

—Parece que será mejor que siga viaje al norte —respondió Miguel Ángel tristemente—. Tal vez a Francia, donde me encuentre fuera del alcance del Papa, y lo libere a usted de su responsabilidad.

—¡No podrás escapar al Papa! Su brazo alcanza a toda Europa.

—Pero ¿por qué soy tan precioso para el Pontífice en Florencia, cuando se negó a recibirme cuando estaba en Roma?

—Porque en Roma no era usted más que un empleado al que se puede ignorar. Al haber abandonado su servicio se ha convenido usted en el artista más deseable del mundo. ¡Pero le aconsejo que no ponga demasiado a prueba su paciencia!

—¡Yo lo único que quiero es que me dejen tranquilo para trabajar! —clamó Miguel Ángel angustiado.

—Demasiado tarde. El momento oportuno para eso era cuando todavía no había entrado al servicio de Julio II.

En el correo siguiente recibió una carta de Piero Rosselli. El Papa no quería que volviese a Roma para trabajar en los mármoles de su tumba. Bramante lo había convencido definitivamente de que la tumba apresuraría su muerte. Su Santidad quería ahora que Miguel Ángel pintase la bóveda de la Capilla Sixtina, la pieza arquitectónica más horrible, torpe y mal concebida de toda Italia.

La carta perturbó todavía más a Miguel Ángel. No le era posible realizar trabajo alguno. Partió hacia Settignano, para sentarse silencioso y trabajar los bloques de piedra con los Topolino. Luego visitó a Contessina y Ridolfi. El hijo menor, Niccolo, que ya tenía cinco años, insistió en que le enseñase también a él cómo «
se hacían volar los pedazos de mármol
». Dedicó una hora de vez en cuando a pulir el bronce del mariscal y fue algunas veces a la Signoria, en cuyo gran salón intentó revivir su entusiasmo por el fresco de Los bañistas.

A principios de julio, Soderini lo llamó a su oficina y, apenas entró, comenzó a leerle una carta del Papa:

Miguel Ángel, el escultor que nos abandonó sin razón y por mero capricho, teme, según se nos ha informando, regresar a Roma, aunque Nos, por nuestra parte, no estamos irritados contra él, pues conocemos el carácter de tales genios. A fin de que deje a un lado toda ansiedad, confiamos en vuestra lealtad para que le convenzáis, en nuestro nombre, que si regresa a Nos, no sentiremos hacia él resquemor ni rencor alguno y que podrá conservar nuestro favor apostólico en la misma medida que lo gozara antes.

Soderini dejó la carta en el pupitre y dijo:

—Voy a hacer que el cardenal de Pavía escriba una carta de su puño y letra en la que me prometa su seguridad. ¿Quedará satisfecho con eso?

—No. Anoche encontré a un comerciante florentino llamado Tommaso di Tolfo, que reside en Turquía. Me dijo que allí tengo grandes probabilidades de trabajar para el sultán.

Su hermano Leonardo le pidió que fuera a verlo al arroyo que corría al pie de las colinas de Settignano. Leonardo se sentó en la orilla Buonarroti, y Miguel Ángel en la Topolino, remojándose los pies en el angosto cauce.

—Quiero ayudarte, Miguel Ángel —dijo Leonardo.

—¿En qué forma?

—Permíteme primero confesarte que en mis primeros años cometí errores. Tú estuviste en lo cierto al seguir tu camino. He visto tu
Madonna
y Niño en Brujas. Nuestros hermanos en Roma hablan reverentemente de tu Piedad. Perdóname lo que hice para desviarte de ese camino.

—Estás perdonado, Leonardo.

—Y ahora tengo que explicarte que el Papa es el virrey de Dios en la tierra. Cuando desobedeces al Papa, desobedeces a Dios.

—¿Era cierto eso también cuando Savonarola luchó contra el Papa Alejandro VI?

Leonardo se echó la capucha hacia adelante, cubriéndose el rostro casi por completo. Luego dijo:

—Savonarola desobedeció. Pensemos lo que pensemos sobre un Papa determinado, siempre es el descendiente de San Pedro.

—Los papas son hombres, Leonardo, elegidos para su alto cargo… Yo tengo que hacer lo que considero que está bien.

—¿No temes que Dios te castigue?

—Creo que Dios ama la independencia más que la esclavitud.

—Debes de tener razón —dijo Leonardo, mientras bajaba la cabeza de nuevo—, pues de lo contrario Él no te ayudaría a esculpir mármoles tan divinos.

Leonardo se puso de pie y empezó a subir la colina hacia la casa de los Buonarroti. Miguel Ángel ascendió por la margen opuesta del arroyo. Al llegar a las dos cimas, ambos se volvieron y se saludaron. No habrían de volver a verse.

IV

A finales de agosto, Julio II partió de Roma a la cabeza de un ejército de quinientos caballeros y nobles. Se le unió su sobrino, el duque de Urbino, en Orvieto, y entre ambos llevaron a efecto la conquista de Perugia, sin derramamiento de sangre. El cardenal Giovanni de Medici fue dejado al mando de la ciudad. El marqués de Gonzaga, de Mantua, se unió al Papa con un ejército disciplinado, cruzó los Apeninos para dejar de lado Rimini, que estaba en poder de la hostil Venecia, sobornó al cardenal de Rouen para que no enviase ocho mil soldados franceses en defensa de Bolonia ofreciendo capelos cardenalicios a sus tres sobrinos, y excomulgó públicamente a Giovanni Bentivoglio, el gobernante de Bolonia. Los boloñeses expulsaron a dicho funcionario. Y Julio II entró en la ciudad.

Sin embargo, nada había distraído la atención de Julio II lo suficiente como para hacerle olvidar a su rebelde escultor. En el Palazzo della Signoria, Soderini, rodeado de los otros miembros de la autoridad, gritó a Miguel Ángel en cuanto entró.

—Ha intentado librar una lucha contra el Papa a la cual no se habría atrevido ni el rey de Francia. No deseamos ir a la guerra con el Pontífice por culpa suya. El Santo Padre desea que haga unos trabajos en Bolonia. ¡Decídase de una vez, y vaya!

Miguel Ángel sabía que estaba vencido. Lo sabía desde hacía varias semanas, pues mientras el Papa avanzaba por Umbría, reconquistándola para el Estado Papal, y luego por Emilia, la gente en las calles de Florencia comenzó a volver la cabeza cuando se cruzaba con él. Florencia necesitaba tan desesperadamente la amistad del Pontífice que había enviado mercenarios contratados, entre ellos el hermano de Miguel Ángel, Sigismondo, para ayudarle en sus conquistas. Nadie quería que el ahora reforzado ejército de Julio II cruzase los Apeninos para atacar. La Signoria, el pueblo y, en una palabra, todos, estaban decididos a que Miguel Ángel fuese enviado de vuelta al Papa, fueran cuales fueran las consecuencias para él. Soderini no lo abandonó. Le entregó una carta para su hermano, el cardenal de Volterra, que estaba con el Papa.

Había llegado ya noviembre. Las calles de Bolonia estaban abarrotadas de cortesanos, soldados, extranjeros de pintorescos ropajes que habían acudido a la corte del Pontífice. En la Piazza Maggiore un monje fue colgado en una jaula de alambre de uno de los balcones del Palazzo del
Podestá
, por haber sido sorprendido al salir de una casa de la Calle de los Burdeles.

Miguel Ángel encontró un mensajero para llevar su carta de protección al cardenal de Volterra. Luego se dirigió a una iglesia en la que se estaba rezando una misa y fue reconocido por uno de los servidores del Papa.


Messer
Buonarroti —dijo el servidor— Su Santidad ha estado esperándole muy impaciente.

El Papa estaba cenando en un palacio, rodeado por su corte de veinticuatro cardenales, los generales de su ejército, nobles, caballeros y príncipes. Tal vez sumaban un centenar las personas que comían en el gran salón, adornado con estandartes y banderas. Miguel Ángel fue acompañado a lo largo del salón por un obispo, enviado por el cardenal de Volterra, que se encontraba enfermo. El Papa levantó la cabeza, vio a Miguel Ángel y se quedó en silencio, al igual que los demás comensales. Miguel Ángel se acercó al sillón que ocupaba Julio II, a la cabeza de la inmensa mesa. Los dos hombres se miraron severamente. Sus ojos despedían llamas. Miguel Ángel se inclinó, negándose a arrodillarse. El Papa fue el primero en hablar.

—¡Habéis tardado mucho! Nos hemos visto obligados a venir para encontraros.

Miguel Ángel respondió tercamente.

—Santo Padre, no merecí el tratamiento que me disteis en Roma.

El silencio se hizo todavía mayor. El obispo que lo había acompañado, en un intento de intervenir en favor de Miguel Ángel, dio un paso adelante:

—Santidad, debéis ser indulgente con esta casta de artistas. No entienden nada fuera de su arte, y a menudo carecen de educación.

Julio II se alzó de su sillón y tomó:

—¿Cómo osáis decir cosas a este hombre que ni yo mismo me atrevería a decirle? ¡Sois vos quien carece de educación!

El obispo se quedó mudo de terror, incapaz de moverse. El Papa hizo una señal. Varios cortesanos se acercaron al prelado y lo sacaron a empujones y golpes del salón. Y tras aquello, que era lo máximo que podía hacer el Papa para excusarse, Miguel Ángel se arrodilló, besó el anillo papal y murmuró sus propias excusas. El Pontífice le dio su bendición y dijo:

—Venid mañana a mi campamento. Arreglaremos nuestros asuntos.

V

Clarissa estaba de pie, en la puerta abierta a la terraza que daba a la Piazza di San Martino, recortada su silueta contra el fulgor anaranjado de las lámparas de aceite que ardían detrás de ella, enmarcado su rostro en la capucha de piel de su túnica de lana. Se quedaron mirándose uno al otro en silencio. Miguel Ángel recordó la primera vez que la había visto, cuando ella tenía diecinueve años y era delgada, de dorada cabellera, ondulante en sus movimientos, que revelaban una delicada sensualidad. Ahora tenía treinta y un años y se hallaba en la cima de su madurez física, algo más llena de carnes y tal vez un poco menos centelleante, pero hermosísima. De nuevo su cuerpo despertó en él aquel inmenso deseo.

—Recuerdo —dijo ella— que la última cosa que le dije fue que «
Bolonia está en el camino a todas partes
». Entre.

Lo llevó a una pequeña salita, en donde ardían dos braseros y luego se volvió hacia él. Miguel Ángel deslizó sus brazos dentro de la túnica. Su cuerpo estaba tibio. La atrajo hacia sí y besó su boca. Ella murmuró:

—Los artistas nada saben del amor.

La túnica se desprendió y cayó de sus hombros. Clarissa levantó los brazos, soltó algunas horquillas, y las largas trenzas de oro cayeron hasta su cintura. No había voluptuosidad en sus movimientos, sino más bien la cualidad que él recordaba tan bien: dulzura, como si el amor fuera su medio natural.

Más tarde, acostados, uno en brazos del otro, ella le preguntó:

—¿Ha encontrado el amor?

—Después de usted, no.

—En Roma hay muchas mujeres disponibles.

—Siete mil. Mi amigo Balducci las contaba todos los domingos.

—¿Y usted no las deseaba?

—Eso no es el amor para mí.

—Nunca llegó a enseñarme sus sonetos.

—Uno de ellos se refería a sus hermosísimos pechos.

—¿Y cómo sabía que yo tenía hermosísimos pechos? Sólo me había visto vestida cuando escribió esos sonetos.

—¿Olvida cuál es mi profesión?

—¿Y no recuerda algún otro soneto?

—No.

—He oído decir que es usted un maravilloso escultor. He oído a gente de paso hablar de su David y su Piedad. Pero también es poeta.

—Mi maestro,
messer
Benivieni, se alegraría si la oyese.

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