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Authors: Irving Stone

Tags: #Biografía, Historia

La agonía y el éxtasis (43 page)

BOOK: La agonía y el éxtasis
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Miguel Ángel bajó lentamente la amplia escalinata hasta el patio, todavía inconcluso, con la barbilla hundida en el pecho. Al parecer, se hallaba en la misma posición que con Piero de Medici: si uno estaba bajo el techo de esos señores estaban satisfechos y consideraban que nada más tenían que hacer.

En su habitación lo esperaba un hombre delgado, de manto negro sobre un hábito blanco, ojos hundidos, exhausto y hambriento, al parecer.

—¡Leonardo! —exclamó Miguel Ángel—. ¿Qué haces en Roma? ¿Cómo has dejado a nuestra familia?

—No he visto a nadie —respondió Leonardo fríamente—. Savonarola me ha enviado en una misión a Perugia y Arezzo. Ahora regreso a Viterbo para disciplinar a un monasterio de esa ciudad.

—¿Cuándo has comido por última vez?

—Te ruego que me des un florín para el viaje a Viterbo.

Miguel Ángel metió la mano en su pequeña bolsa y entregó una moneda de oro a su hermano, quien la tomó sin el menor cambio de expresión.

Apenas había reaccionado de la sorpresa de ver a Leonardo, cuando le llegó una carta de su padre. Le escribía en un profundo estado de perturbación, pues había contraído una deuda originada por la adquisición de unas telas, y el comerciante amenazaba con llevarlo ante la justicia. Miguel Ángel leyó aquella misiva varias veces, buscando, entre las noticias sobre su madrastra, hermanos y tíos, alguna indicación de cual era la suma que su padre debía y cómo era que había contraído la deuda. Pero no la encontró. Únicamente la petición:

«
Envíame algún dinero
».

Deseaba comenzar algún proyecto debido a su necesidad de conseguir un trabajo remunerador. Ahora había llegado el momento de estudiar muy seriamente su situación monetaria. Todavía no sabía cuánto le iba a pagar el cardenal Riario por la escultura ni cuándo podría comenzarla.

En el palacio se le había provisto de papel de dibujo, carboncillos y modelos, y no le había costado nada vivir allí. Sin embargo, los escasos florines que tenía ahorrados de la suma que recibiera de los Popolano por el San Juan habían ya desaparecido. Comía con Balducci varias veces a la semana en alguna hostería o restaurante florentino y tenía que comprar de vez en cuando algunas ropas para sus visitas a los palacios y residencias de los florentinos. También necesitaba un manto abrigado para el invierno. Según parecía, no iba a recibir dinero alguno del cardenal hasta que la escultura estuviese terminada, lo que tardaría muchos meses.

Contó sus florines. Tenía veintiséis. Llevó trece al banco de Jacopo Galli y pidió a Balducci que enviase una orden de pago por dicha suma al corresponsal del Banco de Florencia a nombre de su padre. Luego regresó a su taller y se sentó, decidido a concebir un tema que obligara al cardenal Riario a ordenarle la ejecución del trabajo. Y como ignoraba si el prelado prefería un tema religioso o uno mitológico, decidió preparar uno de cada clase.

Necesitó un mes para terminar, en cera, un Apolo de cuerpo entero, inspirado en el magnífico torso que había visto en el jardín del cardenal Rovere, y una Piedad, que era una proyección de su anterior
Madonna
y Niño.

Escribió una nota al cardenal, informándole de que tenía listos dos modelos para que Su Eminencia eligiese. No obtuvo respuesta. Volvió a escribir, esta vez pidiendo una audiencia. No recibió contestación.

Leo fue a verlo al día siguiente y le prometió que hablaría al cardenal.

Pasaron los días y las semanas; mientras Miguel Ángel miraba y remiraba el bloque de mármol, ansioso de comenzar a trabajarlo hasta sentir dolor físico.

—¿Qué razones da? —le gritó a Leo—. Sólo necesito verlo un minuto, para que elija uno de los dos proyectos.

—Los cardenales no dan razones —replicó Leo—. Tenga paciencia.

—Los días mejores de mi vida se van —gimió Miguel Ángel—, y todo lo que tengo para esculpir es un bloque de «
Paciencia
».

No le fue posible conseguir una audiencia con el cardenal. Leo le explicó que el prelado estaba muy preocupado por una flota de naves que hacía bastante tiempo debían haber llegado de Oriente y que «
no se sentía con ánimos para hablar de arte
». Lo único que podía hacer, según Leo, era rezar pidiendo a Dios que llevase a buen puerto cuanto antes las naves del cardenal.

A fuerza de hambre de esculpir, fue a ver a Andrea Bregno. El escultor era oriundo de Como, en el norte de Italia. Tenía setenta y cinco años, pero poseía todavía una asombrosa vitalidad. Antes de ir a su estudio, Miguel Ángel se había detenido para observar los altares y sarcófagos de Bregno en Santa María del Popolo y Santa María Sopra Minerva. Sus bajorrelieves decorativos eran realmente muy buenos. Podía realizar cualquier cosa que concebía, con su martillo y cincel, pero jamás esculpía nada que no hubiese visto ya esculpido. Cuando necesitaba nuevos temas se ponía a buscar nuevas tumbas romanas y copiaba sus diseños.

El escultor lo recibió cordialmente cuando Miguel Ángel le informó que era oriundo de Settignano.

—La primera tumba que esculpí para Riario la hice con Mino da Fiesole. Era un exquisito escultor y esculpía deliciosos querubines. Puesto que es usted oriundo de su mismo pueblo, supongo que será tan bueno como él, ¿no?

—Tal vez.

—Siempre puedo emplear ayudantes. Mire, acabo de terminar este trabajo para Santa María della Quercia, en Viterbo. Ahora estamos trabajando en el monumento Savelli, para Santa María de Aracoeli. La escultura no es un arte inventivo sino de reproducción. Si yo intentase idear diseños, este taller sería un verdadero caos. Aquí esculpimos lo que otros han esculpido antes que nosotros.

—Lo hace muy bien —dijo Miguel Ángel, mientras observaba los numerosos trabajos en ejecución que se veían por todas partes del taller.

—¡Soberbiamente! En medio siglo nadie me ha devuelto un trabajo. Desde los primeros días de mi carrera aprendí a aceptar la siguiente convención: «
Lo que es tiene que continuar siendo
». Esta sabiduría mía, Buonarroti, me ha hecho ganar una fortuna. Si quiere triunfar en Roma tiene que dar a la gente exactamente lo que la gente ha tenido toda su vida.

—¿Y qué le ocurriría a un escultor que dijese: «
Lo que es tiene que ser cambiado
»?

—¿Cambiado? ¿Nada más que por el cambio?

—No; porque ese escultor considerase que cada nueva pieza esculpida tiene que abrirse paso entre las convenciones existentes, lograr algo fresco y diferente…

Bregno movió las mandíbulas como si estuviese chupando algo y al cabo de unos segundos dijo:

—Lo que habla por su boca es su juventud, muchacho. Unos cuantos meses bajo mi tutela le harán olvidar esas nociones tan tontas. Quizá yo estuviese dispuesto a tomarlo como aprendiz por un término de dos años. Cinco ducados el primer año y diez el segundo…


Messer
Bregno, he trabajado de aprendiz durante tres años con Bertoldo, en el jardín de escultura de Lorenzo de Medici, en Florencia.

—¿Bertoldo, el que trabajó con Donatello?

—El mismo.

—¡Qué lastima! Donatello ha arruinado la escultura para todos los florentinos. Sin embargo… Tenemos una gran cantidad de ángeles que deben ser esculpidos para las tumbas…

Las lluvias y fuertes vientos del mes de noviembre trajeron consigo para Miguel Ángel la llegada de su hermano Buonarroto. La lluvia había obligado a Miguel Ángel a encerrarse en su dormitorio, cuando se le presentó su hermano, empapado pero con una amplia sonrisa de felicidad que iluminaba sus pequeñas y oscuras facciones.

Abrazó cariñosamente a Miguel Ángel y le dijo:

—Terminé mi aprendizaje y ya no podía resistir más en Florencia no estando tú. He venido a buscar trabajo aquí en el Gremio de Laneros.

—Bueno, ahora cámbiate inmediatamente esa ropa empapada. Aquí tienes ropa mía. Cuando pare la lluvia te llevaré a la Hostería del Oso.

—¿Entonces no puedo quedarme aquí, contigo? —preguntó Buonarroto con tristeza.

—Aquí no soy más que un huésped. La hostería es cómoda. Cuéntame enseguida lo de la deuda de nuestro padre.

—Ese asunto ha quedado zanjado por el momento, gracias a los trece florines que le enviaste. Pero el comerciante, Consiglio, sostiene que nuestro padre le debe mucho más dinero. Parece que le pidió unas telas, pero nadie, ni siquiera Lucrezia sabe lo que hizo con ellas.

Buonarroto le contó los acontecimientos de los últimos cinco meses: el tío Francesco estaba enfermo; Lucrezia también, al parecer de un aborto; como no había más entradas que el arrendamiento de la granja de Settignano, Ludovico no podía hacer frente a los gastos de la casa. Giovansimone se había negado a contribuir al sostenimiento de la casa, a pesar de los reiterados megos del padre.

Al cabo de una semana era evidente que no había trabajo para Buonarroto en Roma. Los florentinos no tenían Gremio de Laneros en la ciudad y los romanos no empleaban a un florentino.

—Creo que tendrás que volver a casa —dijo Miguel Ángel con pena—. Si sus cuatro hijos mayores están fuera de casa y no contribuyen con nada a su mantenimiento, ¿cómo va a arreglárselas nuestro padre?

Buonarroto partió bajo un verdadero diluvio. Piero de Medici llegó de vuelta a Roma igualmente empapado por la lluvia. Los últimos restos de su ejército andaban ya desparramados, carecía de fondos y había sido abandonado hasta por Orsini. Alfonsina estaba con sus hijos en una de las posesiones de su familia.

Piero escandalizaba a toda Roma con sus grandes pérdidas en el juego y sus violentas disputas en público con su hermano Giovanni. Pasaba las mañanas en el palacio San Severino, y las tardes, hasta la puesta del sol, con la cortesana favorita del momento. Por la noche salía a las calles de Roma para intervenir en cuanto de malo ofrecía la ciudad. Pero igualmente criticable, a juicio de la colonia florentina, era su actitud de arrogante tirano. Anunció que gobernaría Florencia solo, sin la ayuda de Consejo alguno. «
Prefiero
», agregó, «
administrar mal por mi cuenta que hacerlo bien con la ayuda de otros
».

Miguel Ángel se sorprendió al recibir una invitación escrita por el mismo Piero para la cena de Nochebuena en casa del cardenal Giovanni. Fue un verdadero y suntuoso banquete. La casa de Giovanni era hermosa, porque estaba llena de objetos que había llevado de Florencia en su primer viaje: cuadros, bronces, tapices, platería… todo ello empeñado a un interés del veinte por ciento para pagar las deudas de Piero.

Se aterró al ver los estragos que la vida disoluta había causado en el rostro del hijo mayor de Lorenzo. Su párpado izquierdo estaba casi cerrado. En su cabeza se veían calvas parciales. El antes hermoso rostro aparecía embotado y surcado de rojas venas.

—¡Buonarroti! —exclamó al verlo—. En Bolonia consideré que había sido desleal a los Medici. Pero me he enterado por mi hermana Contessina de que salvó numerosas gemas de gran valor y obras de arte del palacio ocultándolas en el montacargas. —Su voz era altisonante, como para ser oída por cuantos se hallaban en la habitación—. A cambio de su lealtad, Buonarroti, quiero encargarle que esculpa un mármol para mí.

—Eso me haría muy feliz, Excelencia —respondió Miguel Ángel serenamente.

—Quiero que sea una gran estatua. Le haré avisar dentro de poco tiempo. Y entonces le daré mis órdenes.

—Las estaré esperando, entonces.

Al regresar a su habitación, después de aquella noche llena de tensión, vio por primera vez desde su llegada a Roma a su ex amigo Torrigiani. Estaba con un grupo de jóvenes romanos, ricamente vestido y muy alegre. Caminaba por la calle, afectuosamente cogido del brazo de uno de sus compañeros, todos ellos evidentemente bajo los efectos del alcohol, acogiendo las payasadas de Torrigiani con grandes risotadas.

Miguel Ángel sintió un vago malestar en el estómago. Se preguntó si aquello era miedo, pero sabía que era algo más, algo afín con el saqueamiento del palacio Medici, con el calamitoso estado de Piero, una conciencia de la insensata destrucción inherente a la época y al espacio, siempre pronta a lanzarse a destruirlo todo.

Las naves del cardenal Riario llegaron por fin a los muelles de Ripetta. Leo consiguió para él una invitación a la recepción de Año Nuevo.

—Conseguiré un par de cajas forradas de terciopelo —dijo—, de esas que se usan para exponer las joyas. Meteremos en ellas sus dos modelos, y cuando el cardenal esté rodeado de las personas a quienes desea impresionar le haré una seña.

Y así lo hizo. El cardenal Riario estaba rodeado de los príncipes de la Iglesia, el Papa, sus hijos Juan, César y Lucrezia, a quien acompañaba su esposo, cardenales, obispos y las familias nobles de Roma, cuyas mujeres vestían lujosos vestidos de seda y terciopelo y lucían costosas joyas.

Leo se volvió al cardenal y le dijo:

—Excelencia, Buonarroti ha preparado unos modelos para que elija entre ellos el que le agrade.

Miguel Ángel colocó las cajas sobre la mesa, las abrió y tomó uno de los modelos en cada mano, tendiéndolos para que el cardenal pudiera verlos. Hubo un murmullo de admiración entre los hombres, mientras las mujeres aplaudían discretamente.

—¡Excelentes! ¡Excelentes! —exclamó el cardenal—. Siga trabajando, mi querido muchacho, y pronto tendremos el que deseamos.

—Entonces, ¿Vuestra Gracia no desea que esculpa ninguno de éstos en mármol? —preguntó Miguel Ángel con voz ronca por la emoción.

El cardenal se volvió a Leo y le dijo:

—Traiga a su amigo a verme en cuanto tenga nuevos modelos. Estoy seguro de que serán exquisitos.

Ya fuera del salón, la ira de Miguel Ángel estalló como un torrente.

—¿Qué clase de hombre es ése? —exclamó—. Fue él quien me pidió que esculpiese algo, y hasta compró el bloque de mármol para hacerlo… ¡Yo tengo que ganarme la vida! A este paso, pasaré aquí meses y hasta años sin que se me permita tocar ese bloque de mármol.

—Yo creí que podríamos conseguir que el cardenal decidiese halagar a sus invitados, permitiéndoles que fueran ellos quienes eligieran. Lo siento mucho, amigo mío.

Miguel Ángel se apresuró a disculparse por su irritación.

—Perdóneme esta amargura, Leo. Le he hecho pasar un mal momento. Vuelva a la recepción, y perdóneme, por favor.

Al quedarse solo vagó por las calles, ahora llenas de familias y niños que celebraban la entrada del año. De la colina Pincio estallaban sobre la ciudad cohetes y fuegos de artificio.

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