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Authors: Irving Stone

Tags: #Biografía, Historia

La agonía y el éxtasis (20 page)

BOOK: La agonía y el éxtasis
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—¡Cuánto le agradezco esta visita, Giovanni! —exclamó Miguel Ángel.

—En realidad —contestó Giovanni con voz grave— no es una visita. He venido a invitarle a mi gran cacería. Se trata del día más emocionante del año para todo el palacio.

Miguel Ángel había oído hablar de aquella cacería y sabía que los cazadores de Lorenzo, así como los servidores, habían sido enviados ya a las montañas, en las que abundaban las liebres, puerco espines, ciervos y jabalís. Sabía asimismo que toda la zona había sido cercada con grandes lonas y era vigilada por los
contadini
de la vecindad para impedir que los ciervos saltasen aquella valla de lona o que los jabalís abriesen boquetes en ella. Jamás había visto tan poseído de entusiasmo al flemático Giovanni.

—Perdóneme, pero, como usted ve, estoy trabajando este mármol y no puedo dejarlo.

Giovanni pareció entristecerse.

—Pero usted no es un obrero —protestó—. Puede trabajar cuando quiere. Es libre.

—Eso es discutible, Giovanni —dijo Miguel Ángel.

—¿Quién se lo impediría?

—Yo mismo.

—Muy extraño. ¡Jamás lo hubiera pensado! ¿Así que lo único que desea es trabajar? ¿No tiene tiempo ni para una pequeña diversión?

—Cada uno tiene su propia definición de lo que es una diversión. Para mí, el mármol tiene más emoción que la caza.

Giulio dijo en voz baja a su primo:

—Dios nos proteja de los fanáticos.

—¿Y por qué me considera un fanático? —dijo Miguel Ángel. Aquellas eran las primeras palabras que dirigía a Giulio.

—Porque sólo le interesa una cosa —respondió Giulio.

—Porque sólo le interesa una cosa —respondió Giovanni.

Giulio volvió a hablarle en voz baja, y Giovanni le contestó:

—Tienes mucha razón. —Y los dos jóvenes se alejaron sin pronunciar una sola palabra más.

Miguel Ángel volvió a su trabajo. El incidente se borró inmediatamente de su memoria. Pero no por mucho tiempo. Al llegar el fresco atardecer, Contessina entró discretamente en el jardín. Se acercó a Miguel Ángel y le dijo en voz baja:

—Mi hermano Giovanni dice que usted lo asusta.

—¿Asustarlo? —exclamó él, sorprendido—. ¿Por qué? ¡No creo haberle hecho nada!

—Dice que ha observado en usted una especie de… ferocidad.

—Le ruego que le diga a su hermano que me perdone. Soy demasiado joven para estar acostumbrado a los placeres de la vida.

Contessina le miró, escrutadora. Luego respondió:

—Esta cacería es el supremo esfuerzo anual de Giovanni. Por espacio de esas pocas horas, es el jefe de la familia Medici, y hasta mi padre obedece sus órdenes. Si rechaza la invitación que le ha hecho, es como si lo rechazara a él, como si se creyese superior a él. Es un muchacho bondadoso, que jamás piensa en causar el menor daño a nadie. ¿Por qué le causa ese dolor?

—No deseo herirlo, Contessina. Lo que sucede es que no quiero interrumpir mi trabajo. Deseo esculpir todo el día y todos los días, hasta que termine.

—Ya se ha hecho un enemigo: ¡Piero! —exclamó ella—. ¿Acaso tiene que enemistarse también con Giovanni?

No supo qué contestar, pero de pronto dejó las herramientas, humedeció un trapo blanco en agua y cubrió con él el bloque. Llegaría el día en que no permitiría que nadie obstaculizara su trabajo.

—Iré a la cacería, Contessina. ¡Sí, iré!

Había aprendido a coger el martillo y el cincel simultáneamente, con la punta floja para que la fuerza del martillo pudiese moverlo sin restricciones, curvado el pulgar sobre la herramienta, que era sostenida por los otros cuatro dedos. Automáticamente, cerraba los ojos en el momento del impacto, para protegerse contra los trocitos de mármol. Puesto que trabajaba en bajorrelieve, no podía cortar mucho y tenía que frenar la fuerza física que latía en su interior. Su punzón penetraba en el mármol en un ángulo casi perpendicular, pero al acercarse a las formas cuyas proyecciones eran altas, el rostro de la
Madonna
y la espalda de Jesús, tuvo que cambiar de posición.

¡Había tantas cosas que tener en cuenta al mismo tiempo! Sus golpes tenían que impactar en la masa principal, golpear el mármol hacia el bloque del que procedía con el fin de que pudiera resistir el golpe. Había dibujado sus figuras y escaleras en posición vertical para reducir la posibilidad de quebrar el bloque, pero descubrió que el mármol no cedía a la fuerza exterior sin acentuar su propia esencia: la cualidad pétrea. No se había dado cuenta de hasta qué punto era necesario batallar con el mármol. Y ahora, a cada golpe que aplicaba, mayor era su respeto hacia el material.

Hacer resaltar las figuras vivas requirió largas horas y días aún más largos. Era un lento pelar una capa tras otra. Y tampoco podía acelerarse el nacimiento de la sustancia. Después de cada serie de golpes, daba unos pasos hacia atrás para observar su progreso.

Al lado izquierdo de su diseño descendía la escalera de pesadas piedras. María estaba sentada de perfil en un banco, a la derecha. La ancha balaustrada de piedra daba la impresión de terminar en su regazo, inmediatamente debajo de la rodilla de la criatura. Pensó que si la fuerte mano izquierda de María, que sostenía firmemente las piernas del niño, se abría más, en un plano horizontal, podía sostener con firmeza no sólo a su hijo sino también la parte inferior de la balaustrada, que podría convertirse en una viga vertical. Entonces María estaría sosteniendo en su regazo el peso de Jesús y, si decidía servir a Dios como Él se lo había pedido, el de la cruz en la que sería crucificado su hijo.

No impondría aquel simbolismo al espectador, pero allí estaría para que lo viesen todos cuantos lo sintiesen.

Ya tenía cuadrante, pero ¿dónde estaba la barra transversal? Estudió sus dibujos para dar con la manera de completar la ilusión. Miró al muchacho, Juan, que jugaba en la escalera. Si colocaba el gordo brazo a través de la balaustrada, en ángulo recto…

Dibujó un nuevo bosquejo y luego comenzó a cavar más profundamente en la cristalina carne del mármol. Lentamente, al penetrar en el bloque, el cuerpo y el brazo derecho del niño formaban la viva y latente barra transversal. Como debía ser, puesto que Juan debía bautizar a su primo Jesús y convertirse en parte integrante de la pasión.

Con el tallado de las imágenes de otros dos niños pequeños que jugaban sobre la escalera, quedó terminada su
Madonna
y Niño. Y comenzó, bajo la rigurosa vigilancia de Bertoldo, la tarea sobre la que carecía absolutamente de preparación: el pulido. Puesto que había trabajado el bloque junto a la pared de su cobertizo, que daba al sur, ahora le pidió a Bugiardini que le ayudase a colocar la placa de treinta y tres por cuarenta y siete centímetros contra la pared occidental, con el fin de pulirla a la luz indirecta del norte.

Primeramente empleó un escalpelo para suavizar las superficies toscas y luego lavó todo el polvillo de mármol. Encontró agujeros, que, según le explicó Bertoldo, habían sido hechos en los comienzos de su trabajo, al penetrar su cincel demasiado, con lo cual aplastó algunos cristales bajo la superficie.

—Debes emplear una piedra pómez fina, con agua —le instruyó Bertoldo—. Pero con mano muy liviana.

Terminada aquella tarea, volvió a lavar el bloque con agua. Ahora, su trabajo tenía una cualidad táctil. Después, empleó otra vez la piedra pómez para refinar la superficie y sacar a la luz nuevos brillantes cristales. Cuando vio que necesitaba mejor luz para observar los sutiles cambios que se producían en la superficie, retiró los tablones que había colocado en las paredes norte y este. A la nueva e intensa luz, los valores cambiaron y se vio obligado a lavar nuevamente el tallado, enjuagarlo con una esponja, dejarlo secar y volver a empezar con la piedra pómez.

Los detalles principales emergieron lentamente: la luz solar en el rostro de la
Madonna
, en los rizos, en la mejilla izquierda y en el hombro del niño; en el ropaje que cubría la pierna de la
Madonna
, en la espalda de Juan, subido a la balaustrada, en el interior de ésta, para acentuar la importancia de la estructura. El resto estaba en sombras. Ahora, pensó, era posible ver y sentir la crisis, el intenso pensar emocional en el rostro de María, mientras sentía los tirones de su hijito en el pecho y el peso de la cruz en su propia mano.

Lorenzo hizo llamar a los cuatro
platonistas
. Cuando Miguel Ángel entró en la habitación de Bertoldo, ambos vieron que el bloque había sido montado sobre un altar, cuya superficie aparecía cubierta de terciopelo negro.

Los
platonistas
estaban muy contentos.

—Al fin has esculpido una figura griega —exclamó Poliziano con entusiasmo.

Pico dijo con una intensidad inusitada en él:

—Cuando contemplo su talla, estoy fuera de la cristiandad. Su figura heroica tiene la impenetrable divinidad del antiguo arte griego.

—Estoy de acuerdo —dijo Landino—, su obra tiene la tranquilidad, la belleza y el aspecto sobrehumano que sólo podrían describirse como áticos…

—Pero ¿porqué es así? —preguntó Miguel Ángel.

—Porque usted ha caído en Florencia directamente de la Acrópolis —exclamó Ficino.

—De corazón es pagano, lo mismo que nosotros. Magnifico, ¿podría ordenar que trajesen al
studiolo
ese antiguo relieve de la mujer sentada sobre una tumba?

Poco después, uno de los pajes había llevado no solamente aquel relieve, sino todos los portafolios de las
Madonnas
y Niño, con los cuales los
platonistas
intentaron demostrar a Miguel Ángel que su escultura no tenía relación alguna con las cristianas.

—No me extraña —dijo el muchacho—, porque yo quise crear algo completamente original.

Lorenzo estaba gozando evidentemente con aquella escena.

—Miguel Ángel ha logrado una síntesis: su obra es, a la vez, griega y cristiana, hermosamente fusionada; y presenta lo mejor de ambas filosofías. Esto debe ser particularmente visible para ustedes, que han pasado sus vidas tratando de alcanzar la unidad entre Platón y Cristo.

Miguel Ángel pensó: «
No han dicho una palabra sobre María y el momento de su decisión. ¿Será que el significado está demasiado oculto? ¿O será ésa la parte que ellos consideran griega? ¿Será porque el niño no está comprometido todavía?
».

Bertoldo, que había permanecido en silencio, gruñó:

—Ahora, refirámonos a la escultura. ¿Es buena? ¿Es mala?

Miguel Ángel fue ignorado, como si no estuviera en la habitación. Dedujo que a aquellos hombres les agradaba su primer trabajo importante porque lo consideraban obra del humanismo. Les encantaba la revolucionaria idea del niño Jesús de espaldas. Estaban entusiasmados con lo que él había logrado en materia de perspectiva, que entonces comenzaba a ser comprendida en el mármol; ni siquiera Donatello la había intentado en sus
Madonnas
, contentándose con sugerir que los ángeles querubes estaban vagamente detrás de las figuras principales. Se mostraron impresionados ante la fuerza con que aparecían proyectadas las tres figuras principales, y declararon que, en general, aquél era uno de los bajorrelieves más vitales que habían visto.

Había también algunas cosas que no les gustaban. Le dijeron, sin ambages, que les parecía que el rostro de María estaba estilizado y que la superabundancia de ropajes distraía demasiado la atención. La figura del niño resultaba demasiado musculosa, y desgarbada la posición del brazo y de la mano. La figura de Juan era tan grande que resultaba brutal.

Lorenzo exclamó:

—¡Basta, basta! Nuestro joven amigo ha trabajado medio año en esto…

—… y lo ideó completamente solo —interpuso Bertoldo—. La escasa ayuda que le presté fue puramente académica.

Miguel Ángel se puso en pie para atraer hacia sí la atención de los otros.

—Primero —dijo— odio los ropajes. Quiero trabajar únicamente el desnudo, y, en consecuencia, no he podido dominarlos bien. En cuanto al rostro de la
Madonna
, no he podido encontrarlo realmente, en mi mente, quiero decir, y es por eso por lo que no he podido dibujarlo o tallarlo con más… realismo. Pero quisiera decirles, ahora que está terminado el trabajo, lo que intentaba lograr.

—Esta habitación está llena de oídos —dijo Poliziano.

—Quería que las figuras fueran reales y creíbles, que dieran la impresión de que sólo con insuflarles aliento nacerían a la vida.

Luego explicó su idea sobre María y el niño, y el momento de la decisión de la
Madonna
. Lorenzo y los cuatro
platonistas
callaron, mientras estudiaban nuevamente el mármol. Miguel Ángel comprendió que lo estaban estudiando y que meditaban. Luego, lentamente, uno a uno, se volvieron hacia él. En sus ojos se advertía claramente el orgullo que sentían.

Cuando volvió a sus habitaciones, encontró una bolsa de gamuza llena de florines de oro. Ni siquiera podía imaginar cuántos eran.

—¿Qué es esto? —preguntó a Bertoldo.

—Una bolsa que te envía Lorenzo.

Miguel Ángel la tomó y se dirigió a la escalera que conducía al primer piso. Avanzó por el corredor hasta el dormitorio de Lorenzo.
Il Magnifico
estaba sentado ante una pequeña mesa, junto a una lámpara de aceite, escribiendo. Se dio la vuelta, cuando el paje le anunció a Miguel Ángel.

—Lorenzo —dijo el muchacho—, no comprendo por qué…

—Tranquilícese —respondió Lorenzo—. Siéntese aquí. Y ahora empiece por el principio.

—Es esta bolsa de dinero. No tiene por qué comprar ese trabajo mío. Era suyo desde que lo empecé. He vivido en este palacio mientras lo esculpía. Usted me ha dado todo lo…

—No he pretendido comprarlo, Miguel Ángel. Le pertenece. Esa bolsa es simplemente una especie de premio por haberlo terminado, como la que di a Giovanni cuando terminó sus estudios eclesiásticos en Pisa. He pensado que tal vez le agradaría viajar para ver otras obras de arte. A Bolonia, Ferrara, Padua, Venecia… Y por el sur, a Siena y Roma. Le daré cartas de presentación.

A pesar de lo avanzado de la hora, Miguel Ángel corrió a su casa. Todos dormían, pero no tardaron en reunirse en la sala, y Miguel Ángel echó las monedas sobre la mesa de trabajo de su padre con un gesto dramático.

—Pero… ¿qué… qué es esto? —preguntó Ludovico, asombrado.

—Un premio, por haber terminado mi Madonna y Niño.

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